—¡No! —respondió la pyreen chillando por encima del hombro y sin aminorar el paso—. ¡Esta ruta es nuestra única oportunidad! ¡Confiad en mí!
Sorak comprendió que tampoco les quedaba otra elección. Kara tenía razón. Incluso aunque dieran media vuelta en este punto jamás llegarían a la balsa ni tampoco tendría tiempo la pyreen de convocar a los espíritus de la naturaleza. Habrían de recorrer en sentido inverso toda la ciudad, y significaría un combate en retirada todo el camino.
Los lamentos y aullidos de los no muertos eran mucho más fuertes ahora y sonaban amenazadoramente más próximos. Ya podía ver a algunos de ellos que emergían tambaleantes de los portales de las casas de la calle que tenían enfrente.
Un relámpago centelleó en el cielo e iluminó las calles por unos instantes mientras los cadáveres abandonaban con paso vacilante y arrastrando los pies sus lugares de descanso. Aulló el viento, y se escuchó un trueno ensordecedor que pareció sacudir las paredes de los edificios de su alrededor. Y entonces empezó a llover.
La lluvia caía como un torrente, con toda la fuerza y la furia de un violento monzón del desierto. En cuestión de segundos, quedaron empapados. Llovía con tanta fuerza que resultaba difícil ver más allá de unos cuantos metros delante de ellos. El agua descendía veloz por los costados de las casas y rebotaba en los tejados en forma de cortinas de agua que se precipitaban como una cascada a las calles.
Se formaron arroyos que discurrían sobre los adoquines, con lentitud al principio, para luego ir adquiriendo velocidad y tamaño a medida que el volumen de agua aumentaba rápidamente. Las lluvias eran poco frecuentes en el desierto athasiano y, por lo general, se daban sólo dos veces al año, durante las breves pero violentas estaciones monzónicas, por lo que los edificios y calles de las ciudades y pueblos de Athas no tenían diseñados sistemas de alcantarillado. Si el techo tenía goteras, no importaba demasiado porque las tormentas, aunque fuertes, eran normalmente de corta duración; después, volvía a brillar el sol y todo se secaba con rapidez bajo el implacable calor del desierto. Si las calles se convertían en una sopa de barro, tampoco importaba; no permanecerían así más que un corto espacio de tiempo: el agua desaparecía con celeridad por hondonadas y charcas, las calles se secaban y el tráfico volvía a aplanarlas.
La ciudad de Bodach había sido construida por los antiguos pensando en los violentísimos monzones que barrían el desierto —en esa época, el mar– durante las breves estaciones lluviosas, pero en todos aquellos años que la ciudad había estado abandonada, los canales de desagüe se habían resquebrajado y el viento los había llenado de arena. El ligero desnivel de las calles adoquinadas, diseñado para permitir que el agua fuera a parar a las zanjas laterales, no era suficiente para contrarrestar la falta de operatividad de dichos canales.
Sorak y sus dos compañeras no tardaron en encontrarse chapoteando con el agua hasta los tobillos. El duro suelo del desierto sobre el que se encontraban los adoquines no podía absorber el repentino volumen de agua, y, por lo tanto, ésta corría a raudales sobre los ladrillos, en lugar de introducirse por las grietas. La irregular calle se tornó resbaladiza, y una caída o una torcedura de tobillo ahora resultarían desastrosas.
Sin embargo, la lluvia no contribuyó a impedir el lento e implacable avance de los no muertos. Sorak y Ryana veían a través de las cortinas de agua cómo las siniestras y espectrales figuras se aproximaban con pasos lentos. Cada vez eran más las criaturas que salían a las calles. Sorak echó una ojeada a su espalda y vio sus figuras abandonando tambaleantes los edificios con movimientos espasmódicos, como marionetas con la mitad de las cuerdas cortadas. También tenían cadáveres ambulantes frente a ellos. Varios surgieron vacilantes de las entradas de las casas ante las que pasaban.
—Jamás lo conseguiremos! —chilló Ryana—. ¡Sorak, tendrás que llamar a Kether!
—¡No hay tiempo! —contestó él a gritos.
Para invocar a la extraña y etérea entidad conocida como Kether, tendría que detenerse y concentrarse, vaciar su mente y serenar su espíritu para hacerse receptivo al ser que parecía descender sobre él desde algún otro plano de la existencia, y no podía detenerse ni un instante. Los no muertos estaban por todas partes y cada vez más cerca. Sacó a Galdra de su vaina. Galdra era ahora la única posibilidad que tenían.
—¡Permaneced justo detrás de mí! —les indicó por encima del ruido de la lluvia, el viento y los truenos—. ¡Y hagáis lo que hagáis, manteneos en pie, no os caigáis!
Ryana sacó también su espada, aunque sabía por dura experiencia que no les concedería más que un respiro temporal. Los no muertos estaban animados por conjuros; en este caso, por una antigua maldición que había sobrevivido durante miles de años, y hacía suyas más y más víctimas con el paso del tiempo. Galdra, con su poderosa y ancestral magia elfa, podía matarlos y enviarlos a un definitivo descanso, pero la espada de la sacerdotisa sólo podía, en el mejor de los casos, desmembrarlos, por lo que las partes putrefactas y desmembradas volvían a unirse enseguida.
Ryana tomó a Kara del brazo y corrió para mantenerse cerca de la espalda del elfling bajo la cegadora lluvia. Delante de ellos, una docena o más de no muertos se apelotonaban en la calle, avanzando a trompicones en dirección a ellos, con los brazos extendidos; la carne momificada y echada hacia atrás dejaba al descubierto viejos huesos parduscos que relucían bajo la lluvia.
Sorak se lanzó sobre ellos.
Valsavis lanzó un gemido y abrió los ojos. Se sentía mareado, y parecía como si la cabeza le fuera a estallar. Yacía entre piezas diseminadas del tesoro, una fortuna en oro, joyas y plata digna de un rey hechicero, y recordó lo que había dicho a Sorak sobre que un exceso de riqueza no ocasionaba más que problemas. En este caso, el axioma había quedado demostrado no sólo de forma dolorosa, sino también literal.
¡Levanta, estúpido!, chilló la voz enfurecida de Nibenay dentro de su cabeza. ¡Levántate! ¡Se escapan! ¡Ve tras ellos!
Valsavis se incorporó a cuatro patas con un esfuerzo, sacudió la cabeza para despejarla y lentamente se puso en pie.
¡Date prisa, zafio y enorme mentecato idiota! ¡Estás perdiendo tiempo! ¡Los perderás!
—Callaos, mi señor —respondió él.
¿Cómo? Te atreves a...
—¡El lloriqueo de vuestra voz en mi mente no me facilitará precisamente el encontrarlos! —replicó enojado el mercenario—. ¡Necesito concentrarme!
¡Ve!, repitió el Rey Espectro. ¡Ve deprisa! ¡Tienen el talismán! ¡No deben huir!
—No lo harán, podéis estar seguro de ello —contestó Valsavis con ferocidad—. Tengo una cuenta que saldar con ese elfling.
Dejó el tesoro allí tirado y salió al exterior. El cielo estaba oscuro. Las nubes chisporroteaban merced a los relámpagos y retumbaba el trueno. En cualquier momento empezaría a llover. Si quería encontrar su rastro tendría que moverse de manera rápida.
Vio al roc muerto, tumbado en la plaza en medio de un gigantesco y oscuro charco de sangre que empezaba a coagularse. «Bueno —se dijo—, aquí acaban mis posibilidades de salir del lugar como he llegado.» Nibenay debía de haber hecho que la gigantesca ave los atacara, y ellos la habían despachado rápidamente. Pero, en realidad, ¿qué le importaba a Nibenay que él pudiera abandonar la ciudad sano y salvo? ¿Se había detenido siquiera el Rey Espectro a considerarlo cuando lanzó a la criatura contra ellos?
La idea de abandonar la ciudad sano y salvo le recordó de improviso y de forma muy desagradable la población de no muertos. Las nubes habían oscurecido el cielo. La noche había caído temprano en Bodach. Mientras permanecía allí inmóvil, oyó cómo se iniciaban los aullidos, un coro de almas condenadas expresando su terrible agonía.