¡Deja de permanecer ahí inmóvil como un mekillot atontado!, siseó en su mente la voz del rey-hechicero. ¡Averigua por dónde se fueron!
—Haz el favor de callar, gusano asqueroso —le contestó Valsavis, sin importarle ya cómo le hablaba al hechicero. Si pudiera, se arrancaría el maldito anillo del dedo y lo arrojaría tan lejos de él como le fuera posible, pero sabía muy bien que no saldría de su dedo a menos que Nibenay así lo deseara.
Durante unos instantes, el Rey Espectro permaneció realmente callado, anonadado por la respuesta, pero enseguida Valsavis notó que el escozor de su mano aumentaba, y luego se convertía en quemazón, como si la extremidad ardiera. La sensación empezó a extenderse por el brazo.
—¡Desiste, reptil miserable! —masculló apretando los dientes—. ¡Recuerda que me necesitas!
La sensación de ardor desapareció de repente.
—Eso está mejor.
Das por supuestas demasiadas cosas, Valsavis, repuso el Rey Espectro malhumorado.
—Es posible. Pero sin mí, ¿qué haríais ahora? —Recorrió la plaza atentamente con la mirada mientras descendía por la escalinata. Había huellas ensangrentadas de pisadas dejadas por un par de mocasines que se alejaban hacia la izquierda. Empezó a correr siguiéndolas.
El Rey Espectro calló. Lógicamente, sin Valsavis, no podía hacer nada, y éste sabía que si existía alguna amenaza de castigo pendiendo sobre su cabeza, Nibenay podría tener que esperar mucho tiempo antes de conseguir ver el Peto de Argentum o averiguar el lugar donde podía hallar al rey sin corona. Sonrió para sí mientras recorría a la carrera la calle por la que habían marchado el elfling y las dos mujeres. No todos los hombres podían manipular a un rey-hechicero. No obstante su poder, Nibenay todavía lo necesitaba, y eso significaba que él, Valsavis, tenía el control. Al menos, por el momento.
Retumbó el trueno y los relámpagos acuchillaron el cielo. Los gemidos de los no muertos aumentaron en intensidad. «Las cosas están a punto de ponerse interesantes», se dijo Valsavis.
Descendió corriendo por la calle, siguiendo la ruta que los otros habían tomado. Se dirigían al norte. Frunció el entrecejo. Parecía muy raro. ¿Por qué irían hacia el norte? La balsa voladora se encontraba al otro lado de la ciudad. Claro que debían haberse dado cuenta de que no podían llegar hasta ella a tiempo; las calles estarían repletas de no muertos antes de que se encontraran a medio camino. ¿Qué había, pues, al norte? Nada, a excepción de las cuencas interiores de cieno.
«Es una locura», pensó. ¿Habían perdido el juicio? Todo lo que conseguirían sería quedar atrapados entre una ciudad llena de cadáveres ambulantes y las cuencas de cieno. Los muertos vivientes irían tras ellos, y ellos no tendrían otro lugar al que dirigirse excepto al interior de las cuencas, donde se ahogarían en medio de aquel lodo sofocante, una muerte que desde luego no era muy preferible a ser eliminado por los no muertos. No tenía ningún sentido. ¿Por qué irían en esa dirección?
Volvió a resonar el trueno, inundando la ciudad con su rugido ensordecedor, y empezó a llover a cántaros. Valsavis llegó a una bifurcación de la calle. Ya no quedaba un rastro que seguir. En segundos, la lluvia había borrado las ya débiles marcas de sangre de roc que Sorak había ido dejando, y no quedaban indicios sobre el suelo de adoquines. ¿Qué camino habían tomado? ¿Izquierda o derecha?
Valsavis notó de improviso que una mano le cogía por el hombro. Giró en redondo, desenvainando al mismo tiempo la espada, y seccionó el brazo del espantoso espectro que se encontraba a su espalda. Tenía las cuencas vacías de los ojos fijas en él; la carne momificada dejaba al descubierto los huesos ennegrecidos por el tiempo; un agujero permitía adivinar el lugar donde había estado la nariz; la boca era sólo un rictus burlón cuyas mandíbulas se movían hambrientas.
El brazo del cadáver cayó al suelo, pero no sangró, y el no muerto no pareció ni enterarse. Valsavis le golpeó el rostro con el puño y le arrancó la cabeza de los hombros, que cayó al suelo resbaladizo por la lluvia con un golpe sordo mientras las mandíbulas se movían aún. El cadáver se apartó entonces de él y empezó a tantear el suelo en busca del miembro seccionado con el brazo que le quedaba; cuando encontró el apéndice amputado, lo recogió y, sencillamente, lo volvió a colocar en su sitio. Luego, fue en busca de la cabeza.
—¡Sangre de gith! —maldijo el mercenario.
Blandió de nuevo la espada y con un potente mandoble a dos manos partió el cuerpo del cadáver ambulante por la mitad. Las dos partes del cuerpo cayeron sobre la calle y chapotearon en la capa de agua que cubría los adoquines. Inmediatamente, las dos mitades empezaron a serpentear la una hacia la otra, como horrendas babosas, y mientras Valsavis observaba atónito, volvieron a unirse, y el cuerpo inició de nuevo la búsqueda de la cabeza.
—¿Cómo rayos se puede matar a estas cosas? —exclamó el mercenario en voz alta. Levantó la vista y vio a varios cadáveres más que se le acercaban tambaleantes bajo la lluvia—. ¡Nibenay!
No obtuvo respuesta.
—¡Nibenay, maldito seas, ayúdame!
Vaya, así que ahora es mi ayuda lo que deseas, ¿no es así?, dijo la voz del Rey Espectro en su mente en tono desagradable.
Más no muertos salían a la calle a su alrededor, y cada uno de ellos se encaminaba hacia él; algunos no eran más que esqueletos. Uno llegó casi junto a él; Valsavis volvió a blandir el arma y lo decapitó, pero el ser siguió adelante, sin cabeza. El mercenario utilizó nuevamente la espada, gruñendo por el esfuerzo, y partió en dos el esqueleto. Los huesos se separaron y cayeron con un chapoteo sobre la encharcada calle para, acto seguido, empezar a retorcerse los unos hacia los otros y volver a juntarse.
—¡Maldito seas, Nibenay —gritó Valsavis–; si muero aquí, jamás conseguirás lo que deseas! ¡Haz algo!
Sintió que algo lo sujetaba por detrás y giró sobre sí mismo a la vez que daba una fuerte patada. El cadáver cayó hacia atrás y se derrumbó ruidosamente en la calle inundada; pero rodó y volvió a avanzar hacia él.
Ruega, dijo el Rey Espectro. Suplica mi ayuda, Valsavis. Arrástrate como la escoria miserable que eres.
—Antes prefiero morir —repuso él blandiendo otra vez la espada al ver que los putrefactos cadáveres lo iban rodeando.
En ese caso... muere.
—¿Creéis que no lo haré? —chilló Valsavis golpeando a su alrededor con la espada mientras los no muertos seguían acercándose implacables—. ¡Moriré maldiciendo vuestro nombre, reptil bastardo! Prefiero morir como un hombre antes de arrastrarme a vuestros pies como un perro, y el miserable orgullo que mostráis os negará aquello que tanto queréis.
Ssssí, repuso la voz de Nibenay, con un siseo de resignación. Realmente creo que lo harías. Y, por desgracia, todavía te necesito. Muy bien, en ese caso...
En ese instante, Valsavis sintió que algo trepaba por su pierna, y lanzó un alarido de dolor cuando uno de los cuerpos que había derribado trepó por él y le hundió los dientes en la muñeca izquierda. Valsavis lanzó un grito intentando sacárselo de encima, pero seguía habiendo cadáveres que probaban de agarrarlo y no podía dejar de repartir golpes a diestro y siniestro con su espada si quería seguir vivo. No podía detenerse ni un segundo. Mientras gemía de dolor, daba patadas a la criatura que había aferrado su muñeca entre los dientes; al mismo tiempo, no podía permitirse dejar de dar mandobles ni siquiera un instante si quería impedir que los no muertos acabaran con él. Cada uno que derribaba no tardaba en volver a incorporarse. Y muchos más se acercaban ya. Luchaba por su vida como no lo había hecho nunca antes.