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El dolor se tornó incandescente cuando el cadáver que mordía su muñeca hundió aun más en ella sus dientes afilados como cuchillos. El mercenario sintió que el dolor se apoderaba del resto del cuerpo, y se debatió con todas sus fuerzas para liberar la mano mientras seguía rechazando a los no muertos que se acercaban. De improviso, se escuchó un crujido agudo y seco, y quedó libre.

Le acababan de arrancar la mano izquierda de un mordisco.

Rugiendo de dolor y rabia, se abrió paso entre el resto de cadáveres y corrió calle abajo, en medio de la lluvia, apretando los dientes con fuerza para soportar el dolor. Chorros de sangre manaban de lo que quedaba de su muñeca izquierda, y, mientras corría, colocó la espada bajo el brazo y se desabrochó el cinto con la mano que le quedaba. Lo sacudió con energía hasta que la vaina se soltó, luego lo arrolló con fuerza alrededor del brazo, a modo de improvisado torniquete. Lo apretó bien, tirando con los dientes, y acto seguido hizo un nudo. La cabeza le daba vueltas; los ojos se le nublaban, y, por entre la lluvia, vio a nuevos no muertos que descendían dando traspiés por la calle en dirección a él.

Nibenay ya no estaba. Lo que fuera que hubiera podido hacer para ayudarlo ya no era posible. Desaparecida su mano izquierda, el anillo también había desaparecido, y el vínculo mágico quedaba roto. Valsavis se detuvo en medio de la torrencial lluvia, respiró con fuerza reprimiendo el dolor y luchando por evitar desmayarse, y mientras los tambaleantes cadáveres animados se aproximaban a él, se dio cuenta de repente de que nunca en la vida se había sentido tan vivo.

Su mano derecha se cerró con fuerza alrededor de la empuñadura de la espada. Empuñarla era una sensación familiar, algo natural, como una extensión del brazo. Con la lluvia cayendo sobre él, calándole hasta los huesos, pegándole los largos cabellos grises al rostro y corriendo por su barba, reanimándolo, echó la cabeza hacia atrás y lanzó un grito de desafío a la muerte que venía hacia él dando trompicones. Aquí se demostraba la valía de un hombre. Éste era un modo digno de morir; no con un jadeante estertor de la muerte de un anciano en una cama solitaria, sino con un grito lleno de furia y de ansias de matar. Y extendiendo la espada ante él, se lanzó a la carga.

Sorak se abrió paso entre los cadáveres que se acercaban como un dios vengador blandiendo a Galdra a diestro y siniestro. Los atravesaba sin ningún esfuerzo, y ellos se derrumbaban para no volverse a levantar; el hechizo de la mágica espada era más poderoso que la antigua maldición que los animaba. Y si Sorak se hubiera detenido en su carrera a través de ellos, podría haber escuchado cómo suspiraban de alivio mientras la lluvia arrastraba con ella la muerte en vida a la que habían estado condenados.

Ryana aferraba con fuerza el brazo de Kara, sosteniendo la espada en la otra mano, en tanto que paseaba la mirada a derecha e izquierda, lista para atacar a cualquier cuerpo que se acercara demasiado. Pero algo extraño sucedía; los no muertos, que, tambaleantes, se habían estado aproximando a ella y a Kara, de repente dieron media vuelta y empezaron a dirigirse hacia Sorak arrastrando los pies, con los brazos extendidos, no amenazadores, sino casi suplicantes, como si imploraran misericordia. Y de improviso comprendió lo que hacían.

Tras ver cómo Galdra liberaba a los otros del hechizo, estos cadáveres sin voluntad, impelidos por algún fragmento de un instinto que había sobrevivido de la época en que aún estaban vivos como hombres, buscaban ahora también la liberación de aquella muerte en vida. Ya no atacaban; en lugar de ello, se acercaban a Sorak y simplemente se quedaban allí, inmóviles, esperando que acabara con ellos. Galdra centelleaba bajo la torrencial lluvia, una vez y otra y otra, y otros más seguían viniendo, aguardando pacientemente su turno, con los brazos tendidos hacia él en muda súplica.

Ryana y Kara se apoyaron la una en la otra bajo la lluvia, conteniendo la respiración, incapaces de apartar la mirada de aquel espectáculo demencial. Los no muertos sencillamente hacían caso omiso de su presencia; pasaban junto a ellas para acercarse a Sorak, y luego se detenían y se limitaban a esperar el momento de ser derribados de una vez para siempre.

—¡Ryana! —gritó Sorak con exasperación—. ¡No puedo seguir! ¡Son demasiados!

—¡Ábrete paso entre ellos! —le chilló ella—. ¡Te seguiremos!

El elfling se lanzó al frente abriendo camino por entre los cadáveres que le cerraban el paso, y Ryana corrió junto con Kara, que estaba pegada a sus talones. Una vez que consiguieron salir de allí y continuar calle abajo, oyeron cómo los gemidos atormentados de los no muertos se elevaban a su espalda.

—¿Por dónde? —inquirió Sorak.

—¡A la izquierda! —indicó Kara a gritos—. ¡Sigue recto hasta el final de la calle! ¡Verás una torre!

Siguieron adelante, mientras Sorak seguía derribando a todos los no muertos que se cruzaban en su camino. Ryana notó que unos dedos huesudos se aferraban a su hombro; se volvió y asestó un tajo con la espada para cortar el brazo que intentaba sujetarla. Éste cayó al suelo y se retorció como un gusano en tanto que el cuerpo seguía persiguiéndola tambaleante, con el otro brazo extendido y los dedos como garras abriéndose y cerrándose en el aire en un vano intento de atraparla.

Ryana sintió un momentáneo pesar por no estar capacitada para liberar a aquella criatura de su tormento, pero luego pensó en todos los que sin duda había matado de una forma horrible durante años, y la idea eliminó todo sentimiento de piedad de su mente. De no ser por Galdra, también ellos habrían servido de alimento a los no muertos de Bodach.

La lluvia empezó a amainar a medida que la tormenta pasaba sobre ellos. Al frente, en el otro extremo de la calle, la sacerdotisa distinguió una torre alta de piedra que se alzaba en el límite de la ciudad, junto a los muelles podridos que sobresalían de entre el cieno. En cierta época, en una era anterior, debió de haber sido una torre vigía, o quizás un faro para guiar a los barcos hasta los muelles cuando las cuencas de cieno aún estaban llenas de agua.

Corrieron hacia la torre con la lluvia convertida ahora en simple llovizna. Sus pies chapoteaban sobre la calle mientras corrían, pero ya no se veían más cadáveres ambulantes frente a ellos. Aunque oían los gemidos a su espalda, la torre se encontraba ahora a tan sólo una corta carrera de distancia. La alcanzaron y se introdujeron en el interior.

No había puerta en el marco, ya que hacía tiempo que se había podrido; no existía más que una arcada abierta que conducía a una sala circular en la planta baja y a una larga escalera de caracol de peldaños de piedra que se perdía en lo alto.

—Podemos hacer un intento de resistir aquí —dijo Sorak respirando con dificultad a causa del esfuerzo mientras paseaba la mirada rápidamente a su alrededor para comprobar que el lugar estaba vacío—. No hay puerta, pero tal vez podamos obstruir la entrada. —Echó una ojeada a la escalera que conducía a los pisos superiores—. A lo mejor hay más de ellos ahí arriba.

—No —repuso Kara con seguridad—. Estaremos a salvo aquí. No van a entrar.

Ryana y Sorak la miraron al unísono.

—¿Cómo? —inquirió Sorak, con expresión perpleja.

—Porque saben que no deben hacerlo —respondió la pyreen—. Podemos descansar aquí un momento y recuperar el aliento.

—¿Y luego qué? —quiso saber Sorak.

—Y luego subiremos —replicó ella.

Sorak dirigió una inquieta mirada a la escalera.

—¿Por qué? —le preguntó—. ¿Por qué saben los no muertos que no deben entrar? ¿Qué hay ahí arriba, Kara?

—El auténtico tesoro de Bodach.

El elfling miró por la puerta en forma de arco en dirección a la calle. Unos treinta o cuarenta no muertos permanecían inmóviles allí delante, apenas a veinte metros de distancia. No se acercaron más. La lluvia había cesado, la tormenta seguía su camino y la luz lunar se reflejaba en la calle. Entonces, mientras Sorak y Ryana observaban, los cadáveres vivientes se alejaron lentamente para perderse entre las sombras.