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Se dio la vuelta y empezó a andar hacia el desierto sin saber adónde iba, sin que le importara, incapaz siquiera de pensar. Se limitó a colocar un pie delante del otro, andando con ojos vidriosos y ciegos; tras dar algunos pasos, las cortas piernas empezaron a moverse con más rapidez, y echó a correr.

Entre sollozos y respirando con dificultad, corrió más y más deprisa, como si de este modo pudiera de algún modo dejar atrás el horror que se encontraba a su espalda. Se adentró en el desierto; aspiraba profundamente en tanto que un peso insoportable parecía oprimirle el pecho y algo en su interior se retorcía, se agitaba y se revolvía. Corrió más rápido de lo que había corrido nunca, corrió hasta que las fuerzas lo abandonaron por completo, pero algo en su mente se derrumbó mucho antes de que sus músculos dejaran de responder. Cayó cuan largo era, de bruces sobre la arena del desierto, con los dedos intentando agarrarse a algo, como si necesitara aferrarse a la abrasada tierra para no caerse del mundo.

Su padre se había ido de repente un buen día, y ahora su madre, su guardiana y protectora, también se iba para siempre. La preciosa Kivara, su traviesa pequeña compañera de juegos, ya no estaba. El alegre y menudo Poesía, que siempre reía y cantaba, ya no estaba. Eyron, que tenía unos pocos años más y siempre parecía saberlo todo mejor que nadie, ya no estaba. Kether, su noble caudillo visionario, ya no estaba. Había desaparecido todo lo que conocía, lo habían dejado solo. Abandonado. Desamparado. ¿Por qué había sobrevivido? ¿Por qué? ¿Por qué?

¿Por quéééééé?, chilló su mente, y a medida que chillaba, se hizo añicos, se fragmentó en pedacitos al tiempo que su identidad se desintegraba, y el joven elfling conocido como Alaron, llamado así en memoria de un rey de tiempos pasados, simplemente dejó de existir. Y mientras yacía allí, inconsciente, muerto y sin embargo vivo, los pedazos desintegrados de su mente intentaron desesperadamente protegerse y empezaron a adoptar una nueva forma. Y como si el grito hubiera sido escuchado en un mundo más allá del plano de su existencia, llegó una respuesta. Primero fue una, luego dos, tres, cuatro...

—Lo sé —dijo en voz baja y abriendo los ojos. Tragó saliva y reprimió las lágrimas—. Lo... sé.

—Sí —repuso el Sabio contemplándolo con expresión bondadosa—. Sí que lo sabes. ¿Era eso lo que querías?

—Todos esos años, preguntándome, ansiando obtener la verdad..., y ahora desearía no haberla encontrado jamás —contestó abatido.

—Ha sido una verdad muy dura la que has descubierto, Alaron —dijo el Sabio.

—¿Conocéis mi auténtico nombre? —se asombró el elfling—. Pero... dijisteis que no me acompañaríais en el viaje.

—No lo hice —respondió él meneando la cabeza con tristeza—. Ya tenía suficiente con saber lo que descubrirías. No deseaba verlo por mí mismo.

—¿Lo sabíais?

—Sí, lo sabía —repuso el Sabio—. Incluso a pesar de que el camino que elegí para mi vida me alejó de ellos, algunos vínculos no pueden romperse jamás. Supe el momento en que ella murió.

—¿Ella? —inquirió Sorak.

—Tu madre, Myra. Era mi hija.

—¿Padre? —dijo la Guardiana manifestándose—. ¿Es eso cierto? ¿Eres tú realmente?

—Sí, Myra —respondió el Sabio mientras asentía con la cabeza—. No eras más que una criatura cuando me marché. Y he cambiado mucho desde entonces. No creía que me recordaras.

Las lágrimas corrían ahora por las mejillas de Sorak, pero era la Guardiana quien lloraba. Todos lloraban. Todos juntos, la tribu, los Corredores de la Luna, que habían muerto y, sin embargo, seguían viviendo.

—No comprendo —siguió la Guardiana—. ¿Cómo puede ser? Somos una parte de Sorak.

–Una parte de ti es parte de Sorak —explicó el Sabio—, y una parte de ti es Myra, el espíritu de mi hija desaparecida hace ya tanto tiempo. Otra parte de ti es Garda, mi esposa, madre de Myra y abuela de Alaron. Las poderosas facultades paranormales con las que nació Alaron, pero que aún no se habían manifestado, forjaron un potente aunque sutil vínculo contigo y con otros miembros de la tribu, y él no pudo aceptar vuestras muertes, de modo que no quiso dejaros morir. No sabía qué era lo que hacía; os vio morir, y no pudo soportarlo, así que alguna zona remota de su interior se aferró a vosotros con una energía que desafió incluso la muerte. Su torturada mente infantil no pudo sufrir la crisis y se hizo pedazos; al hacerlo, sacrificó su propia identidad para que pudierais vivir. Tú, Kether, Kivara, Eyron, Poesía, y los otros...

—Pero... ¿qué hay del Niño Interior? ¿Y de la Sombra?

—El Niño Interior es el que huyó aterrorizado ante el horror que había presenciado y se refugió en lo más profundo de la zona más recóndita de vuestra mente común. La Sombra es la fuerza fundamental a vuestra supervivencia, la furia que sentisteis ante la muerte, el último rebelde que desafía al inevitable destino.

—¿Y Chillido? —inquirió Sorak retomando el control—. ¿Qué dio origen a Chillido?

—Tú lo hiciste —contestó el Sabio—. Es esa parte de ti que conocía el camino que tomarías incluso ya en el instante de tu nacimiento, la personificación de tu vocación, que te llevó a escoger la Senda del Protector, y tu destino, que te hizo adoptar la Disciplina del Druida. Nació justo cuando Alaron dejó de existir, cuando en sus últimos instantes extrajo energías del mundo mismo y lo manifestó en tu mente. Chillido es esa parte de ti que es el mismo Athas y todos los seres vivos que el planeta ha producido. Tú eres la Corona de los Elfos, Sorak, nacido del séptimo hijo de un caudillo. La profecía no decía que tuviera que ser un caudillo elfo. Tu padre cayó cuando fue a rescatar a tu madre, y luego volvió a levantarse cuando ella curó sus heridas y lo salvó, y de allí surgió una nueva vida, tu vida.

—¿Y el poderoso gobernante ejemplar? —quiso saber el elfling.

–No es un gobernante, sino alguien que desea actuar como guía —replicó el Sabio–: el avangion, un ser todavía en pleno y lento proceso de nacimiento a través de mi persona. Y ahora que has venido y averiguado la verdad sobre ti y sobre mí, se ha completado un nuevo ciclo del proceso. O, quizá debería decir que pronto puede quedar completado, según lo que decidas.

—¿Lo que yo decida? Pero ¿por qué tiene que recaer en mí esa decisión?

—Porque tú debes elegir —respondió él—. Es tu decisión. Eres la Corona de los Elfos, y eres tú quien debe habilitar la siguiente etapa de mi metamorfosis, sin la cual no puedo seguir adelante. Pero es una decisión que tú debes tomar por propia voluntad.

—Pues claro que lo haré, abuelo. Decidme qué debo hacer.

—No accedas con tanta rapidez —aconsejó el Sabio—. El sacrificio que debes realizar es muy grande.

—Decidme.

—Debes traspasarme el poder de la tribu —contestó él.

—¿La tribu?

—Es el único modo. No morirán, sino que seguirán viviendo en mí, aunque no del mismo modo en que lo han hecho dentro de ti. Nuestros espíritus se unirán y serán uno solo, y ese único espíritu resultará el avangion que ha de nacer. Simplemente, el principio de un largo proceso que aún no ha empezado, pero un paso necesario.

—Entonces, ¿estaba escrito que todo esto sucedería? —inquirió Sorak.

—El destino no es más que una serie de posibilidades —respondió el Sabio– gobernadas por la voluntad. Sin embargo, durante la mayor parte de tu vida, has vivido como lo que eres ahora, una tribu de uno. Antes de que aceptes, debes considerar si podrás soportar vivir sin ellos.

—Pero ¿seguiré siendo Sorak?

—Sí, pero sólo Sorak. Ya no tendrás a los otros. Te enfrentarás a aquello que casi te destruyó en una ocasión: estarás solo.