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En cuanto a los ocho cuadrúpedos humanos que sí habían logrado escapar, yo los habría abandonado a su suerte de no ser porque un grupo de turistas europeos se topó con ellos y aireó de inmediato la noticia. «Hombres Perro» fue el apelativo que acuñó la prensa más sensacionalista de Leonito para avivar el interés de los lectores hacia estos fantasmales animales de aspecto humano que «vivían desnudos, se desplazaban a cuatro patas y emitían sonidos guturales e ininteligibles». Cuando algún imbécil ilustre anunció desde su cátedra universitaria que podíamos hallarnos ante una burbuja milagrosamente conservada de los primeros pasos del ser humano sobre la tierra, el interés por los «Hombres Perro» se disparó. Había llegado el momento de actuar: lo último que interesaba a mi academia era que rondasen sus proximidades turistas ansiosos de obtener el premio fotográfico del Reader's Digest. Por supuesto, la zona permanecía, como siempre, acotada; pero preferí no dejar cabos sueltos. Preparé una expedición de caza y captura que dirigí en persona: nunca me ha gustado dejar en manos ajenas la clausura de los asuntos en los que, en mayor o menor medida, me sentía emocionalmente implicado, y no cabía duda que los llamados «Hombres Perro» gozaban de cierto aprecio por mi parte; al fin y al cabo, eran muchos los años de convivencia compartida.

En apenas dos días, los batidores hallaron su rastro en las cercanías de la Montaña Profunda, situada algunos kilómetros al norte del lugar donde se había producido la evasión. Pronto los tuvimos a tiro. Cediendo a una tentadora excitación instintiva, ordené a mis hombres que me dejaran solo para la cacería.

Las presas se hallaban acorraladas en el fondo de un valle sin salida, a merced de la mira telescópica de mi rifle. De tres disparos abatí tres piezas; resuelto a añadir emoción al aburrido tiro al blanco, aguardé la proximidad del anochecer para descender hasta el fondo del refugio. Al valle se accedía por un pasillo angosto que clausuré, una vez franqueado, con teas encendidas: nada aterraba a mis víctimas más que el fuego que en tantas ocasiones había servido para castigarles, y gracias a este recurso fui acotando progresivamente la zona, despacio y con delectación en el juego, de forma que cada nueva antorcha restaba a las bestias espacio por el que desenvolverse. Por último, tuve a no más de veinte metros de mí a los cinco supervivientes ateridos de pánico. Salivando ante su desvalidez, renuncié a la ventaja del sofisticado rifle de mira infrarroja, desenfundé los dos revólveres que llevaba conmigo y arrojé lejos la canana con la munición de repuesto. Como precaución suplementaria, encajé el cuchillo de monte entre la camisa y el cinturón. Las bestias me miraban indecisas y expectantes, como si sopesaran qué posibilidades tendrían si osaban atacar al amo por primera vez alejado de su territorio. Yo, en cambio, no dudé. Amartillé los revólveres y comencé a disparar al dictado de las reglas del juego que me había sugerido la escena: los cinco primeros disparos serían para herir a cada uno de ellos, los cinco siguientes para rematarlos y aún me sobrarían dos balas. El éxtasis duró unos segundos. ¡Pero qué segundos! ¡El umbral de la juventud infinita, entrevisto por un instante! ¡El orgasmo de Dios, eyaculando eternidad en mi cabeza y en todo mi ser! Tal vez, sin darme cuenta, era yo quien gritaba en medio del estruendo de pólvora; aquellos alaridos, sumados al olor de la sangre que me salpicaba, bombeaban a mis venas una fuerza jamás conocida en mis sesenta años de existencia. Me bajó a la realidad el sonido insistente de los percutores golpeando sobre vacío. A mi alrededor, gemidos lastimeros evocaban los coletazos de una orgía que lamentablemente llegaba a su fin. ¡Ah, Jeannot, si la vida fuera eso…! Lo hubiera dado todo por poseer un revólver de fuego inacababable, por tener frente a mí mil, diez mil, un millón de Hombres Perro… Pero sólo uno, al que las balas no habían alcanzado, seguía vivo; al parecer, la excitación de la matanza me había hecho descuidar el cálculo inicial de fuego. Paralizado por el espanto y encogido hasta hacer aún más despreciable su humillada condición, la bestia me miraba con ojos tan abiertos y fijos sobre mí que parecían carecer de párpados. La luz de las antorchas hacía brillar su piel sudorosa allí donde ésta no quedaba cubierta por las greñas de la larga cabellera. ¿Era de sexo masculino o femenino? Su postura me impedía verificarlo, pero tal cuestión resultó nimia ante el deseo furibundo que me asaltó por encima de cualquier explicación racionaclass="underline" la Victoria Ancestral bombeaba sangre salvaje a mi miembro. Escuchando a la fuerza desconocida -¿la esencia del alma humana, que me era desvelada en esta infinitesimal concreción?-, me desnudé y, resuelto a seguir todas las órdenes que me fueran dictadas por el instinto, cumplí las que me recomendaron sostener con la mano izquierda el cuchillo y con la derecha el cinturón enrollado como un látigo letalmente culminado en la hebilla metálica. El pene brutalmente erecto abría la marcha hacia una cópula insólita, desconocida e irresistible, y avancé hacia aquel animal sin saber aún para qué: el Instinto de la Fiera, Jeannot, se había encarnado en mí como se encarnó Dios en su hijo según los argumentistas de la Biblia. Sumido en tal tesitura mística, lo último que podía esperar era que el Hombre Perro sacase fuerzas de flaqueza para adelantarse en el ataque. La sorpresa se alió con éclass="underline" me derribó, me golpeó, me mordió, me arañó y, en medio del tornado de los cuerpos en lucha, logró arrebatarme el cuchillo y hundírmelo en la pantorrilla. El intensísimo dolor me dio energías para ponerme sobre él y estrangularlo con mis propias manos. Un minuto después, sobre el cadáver que con rabia estéril destrocé a cuchilladas, pugnaba por recuperar la respiración. Era el vencedor, como parecía proclamar mi semen derramado sobre la bestia durante la lucha. Pero estaba aterrado: la cuchillada sangraba con profusión y las antorchas que me salvaguardaban de la oscuridad absoluta parpadeaban agonizantes. La lucidez, imponiéndose sobre las últimas descargas de adrenalina, me ordenó improvisar con la camisa una venda que ajusté a la herida con el cinturón. La hemorragia, al menos, pareció detenerse; respiraba aliviado, dispuesto a meditar el siguiente paso, cuando se apagó la última antorcha. Casi a la vez, como si el fuego hubiese sido un interruptor eléctrico, la vitalidad engañosa se evaporó y me dejó solo ante mí mismo: un sexagenario desnudo, herido y patético en medio de una oscuridad que la ausencia de luna hacía más rigurosa. Desde algún lugar que podía no ser remoto, el aullido de un lobo matizó el miedo.