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Antes del amanecer, los coroneles ya habían escuchado mi plan, al que les había introducido con la narración -cierta en cuanto a sus hechos cruciales pero falseada en la coordenada temporal, que trasladé a sólo un rato antes del encuentro con ellos que con tanta urgencia convoqué-, de mi descubrimiento del tesoro de la Montaña. Y ese mismo día se puso en marcha el brillante engranaje que, de un solo golpe, salvaba a los coroneles, se reía de la revolución y del mundo entero y, sobre todo, me convertía de nuevo en amo indiscutible de la situación, globalmente considerada.

Laventier cerró el manuscrito con un golpe seco.

– ¿Eso es todo? -saltó Ferrer, alarmado por la resolución del gesto-. ¿Termina así?

– No, pero antes de continuar es necesario esperar al amanecer. Cuando llegue el momento entenderá por qué.

Ferrer hizo un gesto de fastidio que Laventier se apresuró a atajar.

– Mientras tanto -dijo-, es necesario que sepa usted algunas cosas de mi estancia en Leonito. Cuando aterrizó el otro día su avión de Madrid, yo llevaba ya algunos meses aquí. Recuerdo que el primer día de estancia sentí una vaga sensación de ridículo. «Bien», parecía decirme una voz desde el fondo de mi ser. «Ya estás aquí. ¿Y ahora qué? ¿Por dónde vas a continuar?»

– ¿Y por dónde continuó?

– Decidí sentarme a esperar; imaginaba que Lars daría el siguiente paso, como en efecto hizo: me envió un álbum de fotos. Uno clásico, de tapas en piel, lleno de imágenes típicas de familia: celebraciones, bautizos y bodas, fiestas navideñas y de verano… Todo eso.

– ¿Dice que se lo envió?-Sí, con un mensajero.

– ¿Y no le inquietó saber que Lars lo tenía localizado?

– ¡No, por favor! ¡Lo que me habría inquietado es lo contrario! Imagínese, si después de todo el sufrimiento desencadenado por el manuscrito llego a Leonito y Lars no da señales de vida. La sensación de broma macabra habría sido insoportable. Pero sabía que todo era cierto desde que exhumé los restos de Florence del pozo de Loissy. Monstruosamente cierto…

– Me estaba hablando del álbum -atajó Ferrer el asalto de tristeza que se apoderaba de los rasgos del francés.

– Sí -se concentró de nuevo Laventier-, lleno de fotos que iban componiendo una biografía. La de un hombre al que primero veíamos de recién nacido, de niño, de joven, en el colegio, etc…

– ¿Alguien que usted conocía?

– No. O más exactamente: sí, pero aún no caí en la cuenta. Eran las fotos de la niñez y juventud, pues el álbum llegaba aproximadamente hasta sus treinta años, de Óscar Fiorino.

– ¿De quién?

– Óscar Fiorino -repitió Laventier, endureciendo las mandíbulas; Ferrer pensó que su pregunta le había enfadado de veras-. ¿Es que no recuerda quién es?

– Puede que salga en el manuscrito de Lars. Pero ahora mismo…

– Es el infeliz que se arrojó al metro de París cuando, sin sospechar lo que hacía, le dije aquellas palabras terribles, «helado de menta y canela». El hombre que se mató por mi culpa -concluyó gravemente Laventier. Por el fuego que asomó un instante a su mirada, Ferrer supo hasta qué punto había destrozado al francés creerse responsable del desencadenamiento de aquella muerte trágica, absurda y caprichosa. Sólo pudo responder una palabra: -Discúlpeme.

Laventier asintió con un gesto y prosiguió: -El paquete no traía carta explicativa alguna. Sólo las palabras «Álbum familiar de Óscar Fiorino» dibujadas a mano en la portada. Cinco palabras que fueron más efectivas que la peor atrocidad minuciosamente detallada. En el interior, cada página traía seis fotos cuadradas, cada una con su pie de página: «Óscar primer día de colegio. Santiago, septiembre 1946», «Óscar y amigos, verano 53, Valparaíso»… Recuerde que Fiorino era chileno… Y así todo: cosas cotidianas, nada anormal. Por supuesto, estudié las fotos obsesivamente, durante semanas, como si entrañaran algún mensaje oculto. Llegué a memorizarlas, a detenerme horas ante cada una de ellas tratando de adivinar la psicología de los personajes que acompañaban a Fiorino, o los sentimientos que experimentaba él en cada uno de aquellos instantes congelados por la cámara. Hice sin saberlo, y lo que es peor, sin sospecharlo siquiera, justo lo que Lars quería: empaparme de la biografía de aquel desgraciado. Al finalizar el álbum aparecía ya haciendo sus primeros pinitos teatrales, y cortejando a una chica rubia muy guapa, obviamente su novia… Algún tiempo después, tiempo en el que, lo reconozco, no hice otra cosa que esperar y esperar, sin tomar iniciativas de ningún tipo, llegó la segunda parte de la biografía de Fiorino, el segundo álbum. Así se llamaba, «Álbum familiar de Óscar Fiorino II», aunque la primera imagen presagiaba lo más siniestro. Era la única foto sin texto al pie, pero la reconocí de inmediato, como la reconocería usted ahora y como la reconocería cualquiera: el bombardeo del Palacio de la Moneda de Chile durante el golpe de mil novecientos setenta y tres. Fiorino fue detenido ese mismo día, y Lars lo eligió, junto a otros, para poner en práctica el experimento que concluiría trágicamente en el metro de París, casi veinte años después.

– ¿Cómo sabe todos esos detalles?

– Porque los pies de foto del segundo álbum venían escritos de puño y letra por Lars. Iban explicando la vida de Fiorino en el centro de detención, su calvario inimaginable. Se trataba, y me repugna decirlo, de un catálogo completo, matizadísimo, artesanal, de los pasos que un torturador profesional debe seguir para destruir, anímica y físicamente, a su víctima. Allí estaba todo: las brutalidades y las aberraciones corporales, el permanente ensañamiento vejatorio sobre el espíritu… el dolor infinito de todo el ser: alaridos captados por la cámara en su momento álgido, carne renegrida por los golpes, espaldas convertidas en llagas a causa de los latigazos, testículos hinchados como melones por suplicios que sigo siendo incapaz de sospechar. A todo ello, créame, lo hacía más pavoroso la baja calidad fotográfica, el pensar que mientras todos esos horrores eran aplicados a un ser humano había otro ser, a pesar de todo también humano, haciendo fotos tranquilamente, como si fuera un trabajo de oficina. Al principio me estremeció pensar que Fiorino había sido sometido a todo eso sólo para poder elaborar el álbum que luego se me iba a mandar; en definitiva, que hubiera sufrido así por mí y para mí. Pero luego comprendí que no, que las fotos eran del año setenta y tres y siguientes, y que Lars, entonces en la cumbre de su gloria, no podría haber previsto con tanto tiempo de antelación la visita que iba a realizarme lustros después. De todas formas, es aún peor: las fotos, tuve que deducir entonces, se hicieron efectivamente con la intención de realizar ese catálogo, un cursillo para torturadores con apoyo gráfico, ilustraciones y hasta recomendaciones médicas para mantener a la víctima consciente en medio del dolor. En el álbum iba visualizándose el progresivo quebranto de Fiorino: el físico, pues estaba asombrosamente delgado, débil hasta no poder tenerse en pie, entumecido por las ataduras permanentes, y el espiritual, sobre todo el espiritual, perceptible en la única fotografía de su mirada que se incluía: ojos extraviados de horror, liberados durante un segundo, exclusivamente para la ocasión, de la venda que en todo momento le cegaba. Tres años duró la reeducación de Fiorino, pues así, reeducación, la llama Lars en el catálogo: su confesado objetivo último no era el dolor por el dolor ni la tortura por la tortura, aunque él mismo apunta la conveniencia de que quienes aplican los castigos disfruten realmente provocando dolor. «Los verdugos ideales son aquellos que se excitan ante los gritos y los sollozos de angustia, los que eyaculan, imparables, sobre las heridas todavía frescas del gimiente», dice en uno de los comentarios al margen. Pero el objetivo último era esa reeducación siniestra. Hay una foto diabólica en la que un hombre de Lars, sonriente e impecablemente trajeado como si estuviera en un anuncio de televisión, susurra algo al oído del guiñapo humano en que habían convertido a Fiorino. Aprendí de memoria el pie de esa foto. Dice: «Instructor introduciendo el Código Secreto en el sujeto», «código» y«secreto» con la inicial en mayúscula… ¿Adivina a qué código se refiere?