En unos pocos minutos, se unieron las dos piezas de artillería. El teniente artillero, jefe accidental de Afrau, había encomendado al teniente de infantería que mandaba la sección de ametralladoras que se ocupara de disponer la defensa en el parapeto. Luego había acudido junto a sus hombres y dirigía ya el fuego de los cañones hacia donde se observaba mayor concentración de moros. Con el concurso de la artillería, y pese a la insuficiente pericia de los fusileros, los europeos lograron contener la embestida, y al cabo de unos minutos se advirtió en los harqueños una vacilación que encorajinó a los soldados. El fuego enemigo era intenso pero poco eficaz si se mantenían bien a cubierto. Afrau tenía la desventaja de estar batida en su interior por una altura próxima, donde la harka había emplazado a un buen número de tiradores, pero contaba por fortuna con un parapeto aspillerado, lo que evitaba a los hombres tener que ofrecer blanco para disparar. Uno de los cañones estaba además machacando aquella altura que les amenazaba.
– Seguid así, sin aflojar -arengaba Molina a sus hombres. Entre los que se aplastaban contra el parapeto había de todo: veteranos, pocos, y novatos, muchos; resueltos, algunos, y pusilánimes, otros. Estaban los que habían pagado por no ir de descubierta, y los que habían cobrado cuatro reales por arriesgarse más de lo que les tocaba. A algunos no los apreciaba especialmente, y a muchos los consideraba deficientes soldados. Pero eran sus soldados y Molina sentía, poderosa como pocas otras, la responsabilidad de mantenerlos firmes y confiados en sus fuerzas frente a la adversidad.
Sin embargo, en el momento en el que todo parecía ir mejor, desde que se había desencadenado el ataque, sucedió algo que socavó la moral de todos. En el extremo del parapeto que cubría un pelotón de la policía indígena se produjo un movimiento anormal. Quienes lo vieron tardaron en comprenderlo. Estaban saltando el parapeto, pero de dentro hacia fuera. A Molina no pudo caberle duda. Los policías estaban desertando, con sus municiones y fusiles. Entre los desertores, pocos más de una docena, identificó a Mhamed, el sargento. Al verle, Molina confirmó, esta vez sí, la intuición que le había movido siempre a desconfiar de aquel sujeto.
Pero ante todo, Molina comprendió que estaban perdiendo una docena de hombres que ganaría la harka, adiestrados y, lo que era peor, armados. Se irguió y vació el máuser contra ellos. Consiguió tumbar a uno y alcanzar al sargento, el más peligroso de todos. Sin embargo, aunque renqueante, Mhamed pudo huir. Cuando Molina volvió a dejarse caer al pie del parapeto se encontró con la cara de horror con que le observaba uno de los soldados. A fin de cuentas, aquellos hombres contra los que Molina acababa de disparar, aunque fueran desertores, habían convivido con ellos durante semanas. Molina suponía que el soldado pensaba eso, pero no se sentía culpable. Había tomado una disposición rápida y necesaria, como le aconsejaba el instinto imperioso del curtido cazador que era. No era cosa agradable herir o matar a un hombre, pero lo que acababa de hacer estaba al margen de cualquier juicio. A Molina le habían ordenado una vez, años atrás, disparar contra un viejo que estaba recogiendo cereal frente a una posición. Molina había tirado al aire y se había hecho arrestar por eso, porque había sentido que matar a aquel viejo era una crueldad gratuita. Pero a los policías desertores les apuntó con toda su alma. Y al soldado horrorizado le dijo:
– Ninguno de esos dos te dará ya a ti.
Después de recargar su fusil, el sargento le ordenó a González que cuidara de cubrir con un pelotón el flanco que habían dejado desprotegido los desertores. Después apuntó con el dedo a aquel soldado que se le había quedado mirando y a otros dos y les ordenó:
– Vosotros tres, venid conmigo.
Los soldados se pusieron inmediatamente en pie, aun manteniéndose un poco encorvados para protegerse de los tiradores enemigos. Ninguno se habría atrevido a mostrar en aquel momento el más mínimo titubeo en obedecer a Molina. El sargento los condujo a lo largo del parapeto hacia el otro extremo de la posición. Allí se hallaban los policías, cerca de quince, que seguían del lado de los europeos. La deserción de sus compañeros los había desconcertado, aunque alguno seguía disparando fríamente hacia los montes.
Molina dijo a los tres hombres que iban con éclass="underline" -Ojo ahora, y si alguno se desmanda, sin contemplaciones.
Los tres encañonaron con sus fusiles a los policías. Molina, con el suyo abatido, se dirigió al cabo que estaba al frente de los indígenas:
– ¿Qué vais a hacer vosotros, Hassan?
El cabo le observó con los ojos muy abiertos. No había tenido mucho trato con Molina, pero el sargento siempre había sido respetuoso con él. No era como otros militares europeos, que sólo veían en los soldados indígenas a unos perros útiles para echarlos contra otros perros.
– Yo estar amigo, sargento -murmuró.
Molina se fijó entonces en aquella curiosa equivocación verbal que padecían sistemáticamente los moros: no eran, sino que estaban amigos. En algunos era sólo eso, un error, pero en otros tenía un probable segundo sentido. Uno es lo que es y eso no tiene vuelta de hoja, pero estar se puede estar hoy aquí y mañana allí. Tampoco Molina los condenaba por eso, porque fueran amigos del europeo según lo dictaba la oportunidad. El europeo tenía cañones y dinero y siempre era preferible recibir sus billetes antes que sus cañonazos. Así planteado, el asunto no tenía por qué mezclarse con los sentimientos. Todos tenían a los moros por traidores, pero Molina se resignaba a que su lealtad fuera débil, sin reprochárselo. Y de aquellos quince policías que estaban en el parapeto de Afrau sólo le interesaba saber a qué atenerse.
– Te pregunto en serio, cabo -insistió-. Si no estáis seguros me dais los fusiles y le pido al teniente que os deje ir. Si os quedáis es para correr la suerte que corramos nosotros.
– Estar amigo, sargento -repitió el otro.
Los tres soldados que escoltaban a Molina sujetaban asustados sus fusiles. Los policías que rodeaban al cabo, hombres de pellejo endurecido al sol y el fuego de aquellos montes, les miraban a los ojos sopesando si serían capaces de dispararles. Pero veían a Molina y de él no podían dudar.
– De acuerdo, cabo. Reparte a tus hombres por el parapeto. Y si alguno chaquetea me respondes personalmente, así que tú verás lo que te conviene.
– Tú estar tranquilo -asintió el cabo.
Molina dejó allí a los tres hombres que iban con él, más inquietos que otra cosa, y envió a otros cuatro para que cubrieran el hueco de los policías que acudieron a otros puntos del parapeto, cumpliendo sus órdenes. Después se acercó a ver al teniente artillero. El tiroteo había amainado un poco, pero desde las laderas continuaban hostigándolos y seguía siendo arriesgado moverse por el espacio batido de la posición. Molina se trasladó con no poca dificultad hasta. el saliente donde estaban los cañones. El teniente, que era el único que sabía dirigir el fuego, observaba con sus prismáticos las montañas e iba dictando todos los movimientos a los servidores de las piezas. Era una ocupación absorbente, de la que Molina tardó en sacarle.