– Mi teniente -gritó, entre dos cañonazos.
– ¿Qué quiere, Molina? -se revolvió el teniente.
– Ha desertado la mitad de la sección de policía.
– Lo he visto. ¿Y qué? ¿Acaso podía esperarse otra cosa?
– La otra mitad sigue afecta. Les he permitido conservar sus fusiles y los he dispersado por la posición. -Haga lo que crea, sargento.
– Quería confirmar que daba su permiso para no desarmarlos.
– Joder, claro que lo doy, Molina. Vigílalos y ya está.
El sargento tomó nota de algo que venía estando más o menos claro desde que el teniente artillero había asumido el mando de la posición: cualquier decisión que le ahorrasen en relación con la tropa la daba por buena. Había algo que le llamaba la atención a Molina en los oficiales y soldados que tenían una relación tan estrecha con una máquina. La máquina, en aquel caso el cañón, era casi lo único que existía para ellos. Llevando a un extremo malévolo su suposición, Molina llegó a pensar que el denuedo que ponía el teniente en dirigir el fuego no tenía como razón principal el proteger a los demás hombres que estaban siendo atacados. Aquella ansiedad febril que había en la mirada del teniente parecía deberse, más bien, al temor de que sus dos preciadas piezas pudieran caer en poder del enemigo.
Molina regresó zigzagueando hacia el parapeto, desde donde sus hombres continuaban devolviendo el fuego como Dios les daba a entender, con alguna somera indicación de los cabos. Molina se acercó a González.
– Cabo, sólo están haciendo ruido. Hay que intentar que le acierten a algo, y a ti te toca cuidar de eso.
– Ya lo hago, mi sargento. Pero están acojonados. Casi ni me oyen. Bastante suerte tenemos con que no se disparen los unos a los otros.
Molina observó el despliegue de la harka a través de una de las aspilleras.
– Pese a todo, no lo tenemos tan mal -opinó.
– ¿Por qué? -preguntó González.
– Se nos han abalanzado por las bravas, creyendo que sólo con la sorpresa nos pasarían por encima. No han tomado buenas posiciones. Si las ametralladoras hacen su trabajo, los echamos atrás sin problemas.
González se alegró de escucharle eso a Molina, porque sabía que no hablaba por hablar y que de su criterio uno podía fiarse. Pero de ahí a sentirse tranquilo había todo un trecho. El cabo dijo, dubitativo:
– Mi sargento.
– ¿Sí?
– ¿Qué es lo que está pasando? ¿Dónde está el frente?
Molina no contestó en seguida.
– Nosotros somos ahora el frente, González. Y no nos enteraremos de más hasta que nos cepillemos a éstos y rompamos el cerco o hasta que vengan a ayudarnos, si es que viene alguien. Piensa en cada bala que tires y en nada más, que el resto será lo que Dios quiera.
La harka estaba bastante castigada. Por doquier se oían los lamentos de sus heridos, aserrados por las ráfagas de ametralladora o tronzados por los cañonazos. Los europeos, por su parte, habían sufrido pocas bajas. Un muerto y tres heridos, ninguno demasiado grave. El muerto, como casi siempre, había sido cosa de un descuido. Alguien que se había alejado imprudentemente del parapeto, para acercarse a recoger un peine de munición que se le había escapado de las manos al ir a recargar el fusil. Un moro estaba al tanto en su apostadero y con aquel tino fatídico que tenían le había puesto una bala en la cabeza. Lo único bueno era que el difunto casi no se había enterado. Había caído en seco, con un solo espasmo que lo había dejado ultimado e inmóvil sobre aquella tierra voraz.
Al cabo de un par de horas, los harqueños emprendieron la retirada. Retrocedieron como habían avanzado, pegados al suelo como lagartijas y arrancándose de pronto en inverosímiles trepadas por las peñas. Los soldados querían seguirlos hostigando mientras recogían a sus heridos, pero los oficiales ordenaron que cesara el fuego. Aunque habría sido una buena ocasión para aumentar fácilmente las bajas enemigas, tenían que pensar en ahorrar la munición para cuando hiciera más falta.
En los montes quedaron apostados unos cuantos tiradores, que cada tanto probaban suerte sobre la posición. La dotación de las ametralladoras hubo de permanecer por ello prevenida, y nadie pudo moverse por el espacio abierto o cobijarse en las tiendas. Todos se quedaron pegados al parapeto, junto al que aquel día se sirvió un rancho frío.
La tarde pasó sin más novedad que el incordio constante del paqueo. Parecía que la harka necesitaba reorganizarse, o quizá era, pensó sombríamente Molina, que tenían demasiado trabajo en otro lado. El teniente jefe reunió a los oficiales, el otro teniente, el médico y dos
– No tenemos ninguna noticia del regimiento -constató el teniente artillero. Eso quiere decir que no han podido o ni siquiera han intentado pasar. Estamos bastante lejos de la posición más cercana y no creo que tengamos hombres para intentar salir y llegar hasta allí. ¿Tú qué opinas, Rivas?
– Que no lo conseguiríamos -confirmó el otro teniente, afectando solvencia. Molina se acordó de cuando aquel oficial novato había perseguido pistola en mano al mono, y se preguntó, de paso, dónde se habría escondido el bicho. Desde que había empezado la función, ni se le había visto el pelo.
– Por otra parte -prosiguió el teniente artillero-, me da muy mala espina que nos hayan atacado como lo han hecho. No quiero imaginar lo que está pasando con el resto de las fuerzas de la comandancia.
– Imagínelo, mi teniente -intervino uno de los alféreces, un muchacho pelirrojo y bastante osado-. Los mojamés nos han pillado a todos cagando.
– No nos amargues, Andrade -le reprendió el teniente Y ten cuidado con lo que dices, que roza la insubordinación.
– No me insubordino, mi teniente -protestó el alférez-. Digo que están muy crecidos para no tenernos bien agarrados.
El teniente artillero soltó un bufido.
– En fin, no vamos a darle más vueltas. Sólo nos queda una solución. Hacernos fuertes y esperar a que venga la Armada a socorrernos. Si la cosa está mal en todo el frente, los barcos deben haber salido y tarde o temprano pasarán por aquí. Habrá que contar con ellos para lo que sea.
El teniente jefe quedó en silencio, mirando a sus subordinados. El era quien daba las órdenes, pero en momentos como aquellos, en los que se jugaba la vida de todos y estaban abandonados a su suerte, no quería cargar él solo con la responsabilidad. Necesitaba compartirla con alguien, aunque fueran aquellos infantes de los que se sentía tan lejano. Había momentos, pensó Molina, en que no era bueno que el jefe estuviera solo. El teniente los fue recorriendo uno por uno. Andrade parecía irritado por algo que le impedía respaldarle, pero Rivas, el médico y el otro alférez asintieron. Lo mismo hizo el suboficial, quien desde el comienzo de los combates parecía embobado y ausente. Molina no dijo nada, ya que allí era el último de todos.
– De acuerdo entonces -concluyó el teniente- Mañana empezaremos por replegar la avanzadilla. Recuperamos la ametralladora para proteger el recinto principal y de paso evitamos que nos dejen cortados a los que están allí. ¿A alguien se le ocurre algo más?
– Hay otro problema, mi teniente -apuntó Molina, cautelosamente.
– ¿Cuál?
– La aguada. No disponemos de gente para hacerla en esta situación. Habría que dejar el campamento vacío.
– Tiene razón, sargento. Suboficial, ocúpese de racionar el agua.
Los soldados de Afrau acogieron con angustia la noticia de que el agua quedaba racionada. Hasta el más lerdo se percataba de la gravedad del asunto. El sol fue cayendo hasta el sumidero de un atardecer incendiado e intenso, como sólo se daban en África. Recostados contra el parapeto, los soldados devanaban las peores dudas sobre su inmediato porvenir. Aquella noche de julio las estrellas parecieron temblar, tan aterradas como ellos, con cada balazo que les enviaban los incansables tiradores de los montes.