—Lo he oído. Deja que adivine. A su Oscura Majestad no le complace.
—Cuando entre triunfante en el mundo, Galdar, entonces no habrá dudas de a quién venerará la gente. Es sólo que... —Hizo una pausa, incapaz de explicarse o quizá detestando admitir que era necesaria la explicación.
—No es culpa tuya, Mina —dijo Galdar, cediendo y apiadándose de ella—. Tú estás en el mundo. La gente puede verte, oírte, tocarte. Tú realizas los milagros.
—Siempre en su nombre —insistió ella.
—Y sin embargo nunca impediste a la gente que clamara tu nombre —observó Galdar—. Nunca les dijiste que clamaran al dio. Único. Siempre es: «¡Mina! ¡Mina!».
La joven guardó silencio unos instantes.
—No lo impedí porque me gusta, Galdar —dijo después en voz queda—. No puedo evitarlo. Percibo el amor en sus voces. Lo veo en sus ojos. Su amor me hace sentir que soy capaz de lograr cualquier cosa, que puedo hacer milagros...
Enmudeció. Pareció darse cuenta de repente de lo que había dicho.
«Que puedo hacer milagros.»
—Ahora lo entiendo —musitó—. Ahora sé por qué fui castigada. Me sorprende que el Único me perdonara. Pero la resarciré.
«¡Te abandonó, Mina! —quiso gritar el minotauro—. Si hubieras muerto habría encontrado a otra persona para que la sirviera. Pero no pereciste, así que acudió corriendo con su cuento de "someter a prueba" y "castigar".»
Las palabras le quemaban en la lengua, pero mantuvo cerrada la boca para no pronunciarlas, porque si lo hacía Mina se pondría furiosa. Le daría la espalda, quizá para siempre, y él era el único amigo que tenía ahora, el único que veía claramente el camino que la aguardaba. Se tragó las palabras, aunque casi lo ahogaron.
—¿Qué es eso que he oído sobre restaurar el viejo templo de Duerghast? —preguntó para cambiar de tema.
El semblante de Mina se iluminó. Sus ojos ambarinos relucieron con un atisbo de su anterior entusiasmo.
—Allí es donde tendrá lugar la ceremonia, Galdar. Allí es donde el Único manifestará su poder. ¡Se celebrará en el estadio y será magnífica, Galdar! Todo el mundo estará allí para rendir pleitesía al Único... incluidos sus enemigos.
A Galdar le estaba dando dolor de tripas por haberse tragado las palabras antes. Volvió a sentirse enfermo, y siguió sentado en la cama, sin decir nada. No podía mirarla, no podía sostenerle la mirada, no soportaba verse a sí mismo, aquel minúsculo ser, aprisionado en el ámbar. Mina se acercó a él y le tocó la mano, pero el minotauro siguió eludiendo su rostro.
—Galdar, sé que te he hecho daño. Sé que tu cólera era en realidad miedo... Miedo por mí. —Sus dedos apretaron la mano del minotauro—. Tú eres el único que se preocupó realmente por mí, Galdar. Por mí, por Mina. A los demás sólo les importa lo que puedo hacer por ellos. Dependen de mí como niños, y como a niños he de guiarlos.
»No puedo depender de ellos. Pero sí de ti, Galdar. Volaste conmigo a una muerte segura, y no tuviste miedo. Te necesito ahora. Necesito tu fortaleza y tu coraje. No sigas enfadado conmigo. —Hizo una pausa y añadió—. No sigas enfadado con ella.
Los pensamientos del minotauro volvieron a la noche que había visto a Mina emerger de la tormenta, anunciando el trueno, nacida del fuego. Recordó el estremecimiento que sintió cuando le tocó la mano, ésta, la que era su regalo. Tenía tantos recuerdos de ella, cada uno unido a otro para formar una cadena dorada que los unía a ambos. Alzó la cabeza y la miró, la vio humana, pequeña, frágil, y de repente sintió un miedo inmenso por ella.
Era tanto el miedo que incluso mentiría por ella.
—Lo siento, Mina —dijo con voz áspera—. Estaba enfadado con... —Hizo una pausa. Había estado a punto de decir «Takhisis», pero le asqueaba pronunciar su nombre. Intentó salir del paso—. Estaba enfadado con el Único. Ahora lo entiendo, Mina. Acepta mis disculpas.
La joven sonrió y le soltó la mano.
—Gracias, Galdar. Tienes que venir conmigo a ver el templo. Todavía queda mucho que hacer para que esté listo para la ceremonia, pero he iluminado el altar y...
Sonó el toque de los cuernos. El sonido de tambores acompañó sus palabras.
—¿Qué ocurre? —preguntó Mina mientras se dirigía a la entrada de la tienda y se asomaba, irritada—. ¿Qué demonios hacen?
—Es el toque de llamada a las armas, Mina —contestó Galdar, alarmado. Recogió rápidamente su espada—. Deben de estar atacándonos.
—Eso es imposible —dijo ella—. El Único ve, oye y lo sabe todo. Me habría advertido...
—Sea como sea, ésa es la llamada a las armas —insistió Galdar, exasperado.
—No tengo tiempo para eso —repuso ella, irritada—. Hay mucho que hacer en el templo.
El toque de tambores sonó más fuerte, más insistente.
—Supongo que tendré que ocuparme de eso. —Mina salió de la tienda caminando deprisa, su enojo era claramente palpable en su semblante.
En las calles reinaba una gran confusión, con la gente mirando neciamente en dirección a las murallas, como si pudiera adivinar lo que ocurría simplemente con mirar, en tanto que otros demandaban a voces respuestas a gente que estaba tan desconcertada como ellos. Los más sensatos corrían hacia sus acuartelamientos para coger las armas, razonando que lo primero era equiparse y después enterarse contra quién luchaban.
Galdar se abrió paso por las calles abarrotadas de personas presas del pánico. Su vozarrón ordenaba a la gente que se apartara. Sus fuertes brazos agarraban y echaban a un lado a los que no le hacían caso. Mina lo seguía de cerca, y al verla la gente se puso a vitorearla y a clamar su nombre.
—¡Mina! ¡Mina!
Al mirar atrás, Galdar la vio todavía molesta por la interrupción, todavía convencida de que aquello no era nada. Llegaron a la Puerta Oeste, y justo en el momento en el que las enormes puertas se cerraban con un ruido estruendoso, el minotauro alcanzó a ver de refilón a uno de sus exploradores, un Dragón Azul, que había aterrizado fuera de las murallas. El jinete del dragón hablaba con el caballero al mando en la puerta.
—¿Qué ocurre? ¿Qué pasa aquí? —demandó Mina, que se abrió paso hacia el oficial apartando a empujones a la gente—. ¿Por qué tocaste la alarma? ¿Quién dio la orden?
Caballero y jinete se volvieron hacia ella y ambos se pusieron a hablar a la vez. Soldados y caballeros se apiñaron alrededor de Mina, incrementando el caos al levantar la voz para hacerse oír también.
—Un ejército conducido por Caballeros de Solamnia viene de camino a Sanction, Mina —dijo el jinete de dragón, que respiraba entre jadeos—. Los acompaña un ejército de elfos en el que ondean los dos estandartes, el qualinesti y el silvanesti.
La joven asestó una mirada iracunda al caballero al cargo de la puerta.
—¿Y por eso das la alarma y desatas el pánico? Quedas relegado del mando. Galdar, encárgate de que se azote a este hombre. —Mina se volvió hacia el jinete de dragón. Sus labios se torcieron en una mueca—. ¿A qué distancia está ese ejército? ¿A cuántas semanas de marcha?
—Mina... —El jinete tragó saliva—. No marchan a pie. Vuelan en dragones. Dragones Dorados y Plateados. Cientos de ellos...
—¡Dragones Dorados! —gritó un hombre, y antes de que Galdar pudiera impedírselo, el necio salió corriendo mientras propagaba la noticia a voz en cuello, despavorido. Toda la ciudad lo sabría en cuestión de minutos.
Mina miró fijamente al jinete. Se había puesto blanca como el papel, como si no le quedara una gota de sangre en el cuerpo. Parecía más muerta que viva, más incluso que cuando había estado a un paso de la muerte. Temiendo que se desplomara, Galdar alargó la mano para sostenerla, pero ella lo apartó bruscamente.
—Imposible —masculló entre los lívidos labios—. Los Dragones Dorados y Plateados desaparecieron de este mundo para nunca más volver.