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—Siento contradecirte, Mina —dijo, vacilante, el jinete—, pero los vi con mis propios ojos. A nosotros —señaló hacia el exterior de la muralla, donde se encontraba la hembra Azul que utilizaba de montura, con los flancos agitados por la respiración jadeante y las alas y la cabeza hundidas por el agotamiento— nos cogieron por sorpresa y faltó poco para que nos mataran. Hemos llegado vivos a duras penas.

Los caballeros se agruparon alrededor de la joven con aire tenso.

—¿Tus órdenes, Mina?

—He de actuar ahora mismo —musitó, pero hablaba para sí misma—. La ceremonia no puede esperar.

—¿A qué distancia están los dragones? —preguntó Galdar al jinete.

El hombre echó un vistazo atemorizado al cielo.

—Venían pisándonos los talones. Me sorprende que no se los vea ya...

—Mina, despacha una orden —dijo el minotauro—. Convoca a los Dragones Rojos y Azules. Muchos de los antiguos subalternos de Malys todavía siguen en las cercanías. ¡Convócalos a la batalla!

—No vendrán —dijo el jinete de dragón.

—¿Por qué no? —lo interrogó la joven volviendo la vista hacia él.

El hombre señaló con el pulgar hacia atrás, hacia la hembra Azul.

—No lucharán contra los de su propia especie. Tal vez la vieja animosidad reaparezca más adelante, pero no ahora. Estamos solos.

—¿Qué hacemos, Mina? —demandaron sus caballeros con voz enronquecida por el miedo—. ¿Cuáles son tus órdenes?

Mina no contestó. Permaneció callada, con aire abstraído. No los escuchaba; estaba oyendo otra voz.

Galdar sabía muy bien de quién era esa voz y estaba decidido a que esta vez lo escuchara a él. La asió del brazo y la sacudió.

—Sé lo que estás pensando, y no podemos hacerlo, Mina —dijo—. ¡No podemos resistir un ataque así! Sólo el miedo al dragón amedrentará a la mayor parte de las tropas, las dejará incapacitadas para la lucha. Las murallas y el foso de fuego no detendrán a los dragones.

—Tenemos el ejército de muertos...

—¡Bah! —resopló el minotauro—. Los Dragones Dorados no temen a las almas de humanos muertos ni de goblins muertos ni de ninguno de esos pobres infelices cuyos espíritus ha retenido el Único. En cuanto a los solámnicos, ya han luchado antes contra los muertos, y esta vez estarán preparados para afrontar el miedo.

—Entonces ¿qué aconsejas, Galdar? —inquirió fríamente Mina—. Ya que pareces tan seguro de que no podemos vencer.

—Mi consejo es que nos larguemos cuanto antes de aquí —repuso sin rodeos el minotauro, y los caballeros apoyaron su idea—. Si nos marchamos ahora podremos evacuar la ciudad, escapar a las montañas. Este lugar es un laberinto de túneles. Los Señores de la Muerte nos han protegido antes y nos protegerán ahora. Podemos retirarnos a Jelek o a Neraka.

—¿Retirarnos? —Mira le asestó una mirada abrasadora e intentó soltar el brazo de un tirón—. ¡Eres un traidor sólo por pronunciar esas palabras!

Galdar mantuvo sujeto el brazo de la joven con determinación.

—Deja que los solámnicos se queden con Sanction, Mina. Se la quitamos una vez y podemos arrebatársela de nuevo. Todavía dominamos Solamnia. Solanthus es nuestra, igual que Palanthas.

—No, no es así. —Mina siguió forcejando para soltarse—. Ordené a la mayoría de las tropas que marcharan hacia aquí, que vinieran a Sanction para que presenciaran la gloria del Único.

Galdar abrió la boca y después la cerró bruscamente, con un chasquido de dientes.

—¡No imaginé que habría dragones! —gritó Mina.

El minotauro se vio reflejado en sus ojos y advirtió que su imagen se iba haciendo más y más pequeña. La soltó.

—No retrocederemos —manifestó la joven.

—Mina...

—Escuchad todos. —Los reunió con una sola mirada, todas las diminutas figuras petrificadas en los ojos ambarinos—. Tenemos que conservar esta ciudad cueste lo que cueste. Cuando la ceremonia haya terminado y el Único entre en el mundo no habrá fuerza alguna en Krynn capaz de oponérsele. Los destruirá a todos.

Los oficiales se quedaron mirándola en silencio, sin moverse. Algunos dieron un respingo y echaron ojeadas al cielo. Galdar sintió una punzada de miedo atenazándole las entrañas, miedo al dragón que, aunque distante aún, se acercaba velozmente.

—Bien ¿a qué esperáis? —demandó Mina—. Regresad a vuestros puestos.

Nadie se movió. Nadie vitoreó. Nadie entonó su nombre.

—¡Se os ha dado una orden! —gritó la joven con voz ronca—. Galdar, ven conmigo.

Dio media vuelta para marcharse. Sus caballeros no se movieron. Le cerraban el paso con sus cuerpos. Ella iba sin armas; no se le había ocurrido coger una.

—Galdar, mata a cualquier hombre que intente detenerme —dijo.

El minotauro llevó la mano a la empuñadura de su espada.

Uno tras otro, los caballeros se apartaron y abrieron un paso.

Mina caminó entre ellos con el semblante tan frío como la muerte.

—¿A dónde vas? —demandó Galdar mientras la seguía.

—Al templo. Hay mucho que hacer y disponemos de muy poco tiempo para hacerlo.

—Mina —le susurró al oído en tono urgente—, no puedes dejar que se enfrenten solos a esto. Por amor a ti encontrarán el valor necesario para aguantar y luchar contra los Dragones Dorados, pero si no estás aquí...

Mina se detuvo.

—¡No luchan por amor a mí! —La voz le temblaba—. ¡Luchan por el Único! —Se volvió para mirar a sus caballeros—. Oídme bien. Libraréis esta batalla por el Único. Tenéis que defender la ciudad en su nombre. Cualquier hombre que huya ante el enemigo conocerá la ira del Único.

Sus caballeros agacharon la cabeza y dieron media vuelta. Pero no caminaban enorgullecidos de vuelta a sus puestos como podían haber hecho antaño, sino que iban como escabulléndose, el gesto hosco.

—¿Qué les pasa? —preguntó Mina consternada, desconcertada.

—Antes te seguían por amor, Mina. Ahora te obedecen como lo haría un perro azotado, por miedo al látigo. ¿Es eso lo que quieres?

La joven se mordió el labio, aparentemente indecisa, y Galdar confió en que rehusara atender a la voz. Que hiciera lo que le parecía honorable, lo que creía justo. Que siguiera leal a sus hombres, como ellos le habían sido leales a pesar de los muchos peligros y penalidades.

Mina endureció el gesto y sus ojos ambarinos reflejaron dureza.

—Que corran esos perros. No los necesito. Tengo al Único. Voy al templo a preparar la ceremonia. ¿Vienes? —demandó—. ¿O también vas a salir corriendo?

Galdar miró los ojos ambarinos y ya no se vio en ellos. Ya no vio a nadie. Estaban vacíos.

Echó a andar sin esperar su respuesta, sin mirar si la seguía. Le daba igual una cosa u otra.

El minotauro vaciló. Miró hacia la Puerta Oeste, donde los caballeros estaban reunidos en grupos que hablaban en voz baja. Dudaba mucho de que estuvieran discutiendo estrategias para la batalla. Un alboroto de gritos empezó a levantarse en las calles a medida que se extendía la noticia de que cientos de Dragones Dorados y Plateados iban a caer sobre Sanction. Nadie hacía nada para disipar el terror. Ahora cada cual pensaba sólo en sí mismo y sólo tenía un pensamiento en la cabeza: sobrevivir. A no tardar estallaría un tumulto cuando hombres y mujeres se convirtieran en animales salvajes, mordiendo, arañando y luchando para salvar el pellejo. En su pánico, podría muy bien ocurrir que se destruyeran a sí mismos antes de que el ejército de su enemigo hubiera llegado.

«Si me quedo en las murallas podría agrupar a unos cuantos —pensó Galdar—. Encontraría algunos que combatirían el terror y lucharían conmigo. Tendría una muerte honorable, digna.»

Siguió con la mirada a Mina, que se alejaba sola, a excepción de la vaga figura de cinco cabezas que se cernía sobre ella, la rodeaba, la aislaba de todos los que la habían amado o admirado.

—¡Grandísima zorra! —masculló Galdar—. No te librarás de mí tan fácilmente.

Asió su espada y corrió en pos de Mina.