Era un elfo.
Silvanoshei lo miró fijamente, con los ojos clavados en el elfo, inmóvil. Durante un instante que pareció eterno temió que Samar lo hubiera rastreado hasta allí, pero enseguida se dio cuenta de que no era Samar.
A primera vista el elfo parecía joven, como Silvanoshei. Su cuerpo tenía la fortaleza y la grácil agilidad de la juventud. Al observarlo con más detenimiento, Silvanoshei tuvo que replantearse su primera impresión. El rostro del elfo no tenía las huellas del paso del tiempo y, sin embargo, su expresión denotaba una gravedad que no era propia de la juventud, que no tenía nada que ver con la esperanza, el entusiasmo y la jubilosa ilusión de los jóvenes. Sus ojos brillaban como los de un joven, pero era un brillo apagado, atemperado por el pesar. Silvanoshei tuvo la extraña sensación de que ese hombre le conocía, pero fue del todo incapaz de situar al extraño elfo.
Éste lo miró y después volvió la vista hacia el templo una vez más.
Silvanoshei aprovechó que la atención del otro elfo se desviara de él para correr hacia la brecha de la muralla. Trepó ágilmente sin dejar de vigilar al hombre extraño, que no hizo el menor movimiento. Silvanoshei saltó al otro lado de la muralla y echó una ojeada hacia atrás, entre los cascotes, pero el elfo seguía plantado en el mismo sitio, esperando.
Apartando de su mente al extraño personaje, Silvanoshei entró en el derruido templo y empezó a buscar a Mina.
46
Por amor a Mina
Mina se abrió paso a trancas y barrancas por las abarrotadas calles de Sanction. Su avance se veía frenado por la gente que, al verla, se acercaba para tocarla. Gritaban aterrados por la próxima llegada de los dragones, le suplicaban que los salvara.
—¡Mina! ¡Mina! —llamaban; y el clamor le resultaba odioso a la joven.
Intentó no oírlos, hacer caso omiso de ellos, librarse de sus ansiosas manos, pero con cada paso que daba se arremolinaban más y más personas a su alrededor, clamando su nombre, repitiéndolo una y otra vez en una frenética letanía contra el miedo.
Alguien más pronunciaba su nombre, llamándola. La voz de Takhisis, alta e insistente, la urgía para que se apresurara. Una vez la ceremonia se completara, una vez que entrara en el mundo y uniera el reino espiritual y el físico, la Reina Oscura tomaría la forma que quisiera y bajo esa forma combatiría a sus enemigos.
Que los necios Dorados y los cobardes Plateados fueran contra el monstruo de cinco cabezas en el que podía convertirse. Que esos ridículos ejércitos de caballeros y de elfos batallaran contra las hordas de muertos que se levantarían a su orden.
Takhisis se alegraba de que el despojo que era el mago muerto y su colaborador, el Plateado ciego, hubieran liberado a los dragones de colores metálicos. En aquel momento se había encolerizado, pero ahora, al considerarlo con calma, recordó que era la única deidad en Krynn. Todo redundaba en beneficio de su propósito, incluso las conspiraciones de sus enemigos.
Hicieran lo que hicieran, jamás podrían perjudicarla. Cada flecha que dispararan apuntaría hacia su propia destrucción, hacia el blanco de sus corazones. Que atacaran. Esta vez los destruiría a todos —caballeros, elfos, dragones—, los destruiría definitivamente, los borraría de Krynn, los aplastaría para que jamás se levantaran contra ella de nuevo. Entonces atraparía sus almas y las esclavizaría. Aquellos que la habían combatido en vida la servirían en la muerte, para siempre.
Para conseguirlo, Takhisis necesitaba entrar en el mundo. Controlaba la puerta del reino espiritual, pero no podía abrir la del físico. Para eso necesitaba a Mina. La había elegido y la había preparado para esa única tarea. Había allanado el camino de la muchacha, había quitado de en medio a sus enemigos. Ahora estaba cerca de satisfacer su desmesurada ambición. No temía que se le arrebatara el mundo en el último momento. Tenía el control de todo. Nadie podía desafiarla. Sin embargo, estaba impaciente. Impaciente por iniciar la batalla que terminaría con su triunfo final.
Instó a Mina a darse prisa. «Mata a esos desdichados —ordenó—, si no se apartan de tu camino.»
Mina cogió la espada de alguien y la alzó en el aire. Ya no veía personas. Veía bocas abiertas, sentía manos ansiosas agarrándola. Los vivos la rodeaban, asiéndola, gritando y balbuciendo, pegando los labios a su piel.
—¡Mina! ¡Mina! —clamaban, y sus gritos se tornaron chillidos cuando las manos empezaron a caer.
Las calles se quedaron desiertas, y fue sólo entonces cuando oyó el horrorizado bramido de Galdar y vio la sangre en la espada, en sus manos, en los cuerpos sangrantes que yacían en la calle y fue consciente de lo que había hecho.
—Me ordenó que me diera prisa —dijo—, y no se apartaban de mi camino.
—Ahora ya lo han hecho —musitó Galdar.
Mina contempló los cadáveres. Conocía a algunos. Ahí estaba un soldado que la había acompañado desde el cerco a Sanction. Yacía en un charco de sangre. Lo había atravesado con la espada. Guardaba un borroso recuerdo de verlo suplicando para que le perdonara la vida.
Pasó sobre los cadáveres y siguió su camino, sin soltar la espada, aunque no tenía práctica en el uso de esa arma y la asía torpemente, notando la mano pringosa de sangre.
—Ve delante, Galdar —ordenó—. Despeja el camino.
—No sé a dónde vamos, Mina. El templo en ruinas se encuentra fuera de la muralla, al otro lado del río de lava. ¿Cómo vas desde aquí?
—Por esta calle —señaló con la espada—, siguiendo la muralla. Justo enfrente del Templo de Duerghast hay una torre. Dentro de ella, un túnel conduce por debajo de la muralla y del foso de lava, va directamente al templo.
Reemprendieron la marcha a todo correr.
—Aprisa —ordenó Takhisis.
Mina obedeció.
Los primeros dragones aparecieron volando a gran altura, sobre las montañas. Las primeras oleadas del miedo al dragón comenzaron a surtir efecto en los defensores de Sanction. La luz del sol se reflejaba en las escamas doradas y plateadas, arrancaba destellos en las armaduras de los jinetes de dragones. Sólo en las grandes guerras del pasado se habían reunido tantos dragones de la luz para ayudar a humanos y elfos en su causa. Volaban en grandes formaciones de líneas en fondo, con los rápidos Plateados a la cabeza y los Dorados, más pesados, detrás.
Una extraña niebla empezó a fluir muralla arriba, a esparcirse por las calles y callejones. A Galdar le pareció extraño que se levantara niebla tan de repente, en un día soleado, y de pronto advirtió que la niebla tenía ojos, bocas y manos. El minotauro alzó la vista hacia el cielo azul a través de la heladora niebla. Los rayos del astro incidieron en el vientre de un Dragón Plateado, irradiando una luz argéntea tan intensa que atravesó la niebla como hace el sol en un caluroso día veraniego.
Los espíritus eludieron la luz, buscaron la oscuridad, se escabulleron en callejones o al abrigo de la sombra arrojada por las altas murallas.
Los dragones no tenían miedo de las almas de humanos, goblins y elfos muertos.
Galdar imaginó los chorros de fuego expulsados por los Dragones Dorados incinerando a todos los que defendían las murallas, derritiendo armaduras, fundiéndolas con la carne viva mientras los hombres aullaban en su agonía. La imagen era vivida y colmó su mente, de manera que casi percibió el hedor a carne quemada y escuchó los gritos de muerte. Las manos empezaron a temblarle y la boca se le quedó seca.
«Miedo al dragón —se repitió para sus adentros una y otra vez—. Miedo al dragón. Pasará. Deja que pase.»
Miró a Mina para comprobar cómo le iba a ella. Estaba pálida pero tranquila. Los vacíos ojos ambarinos miraban fijamente al frente, no hacia el cielo o a las murallas desde las que los hombres empezaban a saltar de puro terror.
Los Plateados volaban por encima de ellos a gran velocidad, muy bajo. Era la primera oleada y no atacaron. Se limitaban a propagar el miedo, suscitando pánico, reconociendo el terreno. Las sombras de las relucientes alas se deslizaban sobre las calles haciendo que la gente corriera loca de terror. Aquí y allí, algunos dominaban el miedo, se sobreponían a él. Una balista disparó. Un par de arqueros lanzaron flechas que se elevaron en arco hacia el cielo, en un fallido intento de conseguir dar en el blanco por chiripa. En su mayoría, los hombres se apelotonaban encogidos al resguardo de las sombras de las murallas y respiraban de forma entrecortada, estremecida, esperando que todo pasara; que pasara, por favor.