Su tono era frío, pero la voz le temblaba. La luz de la antorcha que sostenía oscilaba por el temblor de su mano. La había cogido desprevenida, por sorpresa.
Galdar reconoció al rey elfo perdidamente enamorado de la joven. El joven silvanesti tenía el semblante mortalmente pálido. Estaba delgado y demacrado, y sus finos ropajes, hechos andrajos. Sin embargo, no tenía aquella expresión desesperada, hundida. Su actitud era serena, más que la de Mina.
La palabra «asesino» y la extraña serenidad del joven elfo hizo que Galdar enarbolara la espada. La habría descargado sobre su cabeza, partiendo en dos al elfo, si Mina no lo hubiera detenido.
—No, Galdar —ordenó, y su voz rebosaba desprecio—. No es ninguna amenaza para mí. Sería incapaz de hacerme daño. Sólo conseguirías que su abyecta sangre profanara el sagrado suelo que pisa.
—Vete, pues, escoria —instó Galdar, que bajó el arma a regañadientes—. Mina perdona tu despreciable vida. Acéptala y márchate.
—No antes de decir algo —manifestó Silvanoshei con gran dignidad—. Cómo lo siento, Mina. Cómo me apena lo que te ha ocurrido.
—¿Que te doy pena yo? —Mina lo miró con desprecio—. Siente pena por ti. Caíste en la trampa del Único. Los elfos serán aniquilados, total, absolutamente. Miles han caído ya ante mi poder y caerán miles más hasta que todos los que se me oponen hayan perecido. Por tu culpa, por tu debilidad, tu pueblo será barrido. ¿Y yo te doy pena?
—Sí. No fui el único que cayó en la trampa. Si hubiese sido más fuerte quizás habría podido salvarte, pero no lo fui. Eso es lo que siento.
Mina lo miró de hito en hito y sus ojos ambarinos se endurecieron a su alrededor como si quisiera estrujarlo hasta dejarlo sin vida.
El elfo permaneció firme, los ojos llenos de pesar. Mina le dio la espalda, desdeñosa.
—Tráelo —ordenó a Galdar—. Presenciará el final de lo que le es más querido.
—Mina, deja que lo mate... —empezó el minotauro.
—¿Es que siempre tienes que llevarme la contraria? —demandó la joven al tiempo que se volvía hacia él, furiosa—. He dicho que lo traigas. No temas. No será el único testigo. Todos los enemigos del Único estarán aquí para presenciar su triunfo. Incluido tú, Galdar.
Giró sobre sus talones y cruzó la puerta que daba a la arena.
El minotauro tenía el vello de la nuca erizado y las manos húmedas de sudor.
—Corre —instó bruscamente al elfo—. No te detendré. Vete, sal de aquí.
—Me quedaré, como tú —dijo Silvanoshei a la par que sacudía la cabeza—. Ambos nos quedamos por la misma razón.
Galdar gruñó. Siguió parado en el umbral, debatiendo consigo mismo qué hacer, aunque ya sabía lo que haría. El elfo tenía razón. Los dos se quedaban por la misma razón.
Rechinando los dientes, cruzó la puerta y entró en la arena. Al mirar atrás para comprobar si el rey elfo lo seguía, Galdar se quedó estupefacto al ver a otro elfo de pie detrás de Silvanoshei.
«¡Dioses, son como una plaga!», pensó el minotauro.
El elfo lo miraba directamente y Galdar tuvo la repentina e incómoda sensación de que ese tipo de semblante joven y ojos viejos podía leerle los pensamientos y las emociones.
A Galdar no le gustaba eso. No confiaba en el nuevo elfo, y vaciló, preguntándose si debería regresar a vérselas con él.
El elfo siguió en el mismo lugar, tranquilo, esperando.
«Todos los enemigos del Único estarán aquí para presenciar su triunfo.»
Suponiendo que ése era uno más, Galdar se encogió de hombros y entró en la arena. Tuvo que seguir a Mina guiándose por la luz de la antorcha, ya que no veía a la joven en la oscuridad.
47
La Batalla de Sanction
Los Dragones Plateados volaban bajo sobre Sanction, sin molestarse en utilizar la mortífera arma de su aliento, confiando en que el miedo por sí solo ahuyentaría al enemigo. Gerard ya había volado a lomos de un dragón, pero nunca en una batalla, y a menudo se había preguntado por qué cualquier persona arriesgaría el cuello combatiendo en el aire cuando podía hacerlo sobre el sólido suelo. Ahora, al experimentar la euforia de una pasada en picado sobre las defensas de Sanction, comprendió que nunca podría volver al esfuerzo, al agobiante peso y al calor de una batalla en tierra.
Lanzó un grito solámnico de guerra y su Plateado y él cayeron en picado sobre los desventurados defensores, no porque creyera que iban a escucharlo sino por el simple gozo del vuelo y de la imagen del enemigo huyendo ante él dominado por el pánico. A su alrededor, por doquier, los otros caballeros gritaban también. Los elfos arqueros, sentados a lomos de los Dragones Dorados, disparaban las flechas contra el tropel de soldados que intentaban escapar de la reluciente muerte que volaba sobre ellos.
El río de almas giraba en torno a Gerard, tratando de detenerlo, de rodearlo con sus gélidos brazos, de sumergirlo, de cegarlo. Pero el ejército de muertos no tenía líder. No había nadie para dar órdenes, nadie que los dirigiera. Las alas de los Dragones Dorados y Plateados hendían el río de espíritus, haciéndolo jirones del mismo modo que los rayos de sol deshacen las nieblas matutinas que flotan a lo largo de las márgenes de una corriente. Gerard veía las manos crispadas tendidas hacia él y las bocas suplicantes moviéndose en un remolino a su alrededor. Ya no le inspiraban terror. Sólo lástima.
Apartó la vista y volvió a enfocarla en la tarea que tenía entre manos; y los muertos desaparecieron.
Cuando se hubo ahuyentado de las murallas a la gran mayoría de los defensores, los dragones aterrizaron en los valles que rodeaban Sanction. Los guerreros elfos y humanos que habían cabalgado en sus lomos desmontaron. Formaron filas y empezaron a marchar contra la ciudad, en tanto que Gerard y los otros jinetes de dragón seguían patrullando el cielo.
Los silvanestis y qualinestis clavaron sus estandartes en la cima de un pequeño montículo en el centro del valle. Alhana habría querido dirigir el asalto a Sanction, pero era la gobernante titular de la nación silvanesti y, aunque a regañadientes, convino con Samar en que su sitio estaba en la retaguardia, para dar órdenes y guiar el ataque.
—Pero yo rescataré a mi hijo —le dijo a Samar—. Seré yo quien lo libere de la prisión.
—Mi reina... —empezó el elfo con expresión grave.
—No lo digas, Samar —ordenó Alhana—. Encontraremos a Silvanoshei sano y salvo. Lo encontraremos.
—Sí, majestad.
Samar se marchó y la reina se quedó de pie en el cerro, con los colores de los harapientos estandartes ondeando y creando un borroso arco iris sobre su cabeza.
Gilthas se encontraba a su lado. Al igual que a Alhana, le habría gustado estar entre los guerreros, pero sabía que un espadachín inepto e inexperto sólo era un peligro para sí mismo y para los desafortunados que se hallaran cerca de él. Gilthas vio a su esposa correr valientemente hacia la batalla. La distinguía entre otros miles de guerreros por su llameante mata de pelo rizoso y alborotado y por el hecho de que siempre tenía que ponerse en la vanguardia junto con sus guerreros kalanestis, lanzando los viejos gritos de guerra y blandiendo sus armas, desafiando al enemigo a que dejara de esconderse tras las murallas y saliera a luchar.
Temió por ella. Siempre temía por ella, pero la conocía de sobra para no hablarle de ese miedo ni para intentar que permaneciera a salvo, a su lado. Ella se lo tomaría como un insulto y con razón. Era una guerrera, con corazón de guerrera, instintos de guerrera y el valor de una guerrera. No sería una víctima fácil. El corazón de Gilthas se comunicó con el de su mujer, y cuando ella sintió el roce de su amor, volvió la cabeza, levantó la espada y lo saludó.
Él devolvió el saludo, pero La Leona no lo vio. Había vuelto de nuevo el rostro hacia la batalla. Ahora, lo único que Gilthas podía hacer era esperar el desenlace.
Lord Tasgall dirigía a los Caballeros de Solamnia a lomos de su Dragón Plateado. Todavía le escocía la derrota en Solanthus. Al recordar las palabras sarcásticas de Mina desde lo alto de las murallas mientras se alzaba victoriosa sobre la ciudad, el caballero anheló verla de nuevo en una muralla... su cabeza en una pica sobre una muralla.