Unos pocos enemigos habían conseguido sobreponerse al miedo al dragón y montaban la defensa. Los arqueros que habían vuelto a las almenas lanzaron una andanada de flechas al Plateado que montaba lord Tasgall. Un Dragón Dorado localizó la andanada, expulsó un chorro de fuego y las flechas ardieron en el aire. Lord Tasgall dirigió a su Plateado hacia el centro de Sanction.
Los ejércitos del valle marchaban hacia el foso de lava. Los Dragones Plateados exhalaron su helador aliento sobre el foso, enfriando la lava y haciendo que se endureciera hasta formar rocas negras. Se alzó una nube de vapor que proporcionó cobertura a los ejércitos que avanzaban cuando unos cuantos defensores voluntariosos empezaron a disparar desde las torres.
Los arqueros elfos se pararon para disparar y arrojaron andanada tras andanada de flechas al enemigo. Cubierto por esos disparos, lord Ulrich condujo a sus hombres hacia las murallas. Unas pocas catapultas seguían funcionando y arrojaron un par de piedras, pero no causaron daño al caer lejos de su blanco ya que habían sido disparadas con la precipitación inducida por el miedo. Los soldados lanzaron garfios sobre las murallas y empezaron a escalarlas.
Unos grupos de osados arqueros elfos se dejaron caer desde los lomos de los dragones que volaban bajo y aterrizaron en los tejados de las casas. Desde su aventajada posición, en la retaguardia de los defensores, dispararon sus flechas y causaron estragos en las filas enemigas.
No habían podido llevar un ariete para forzar las puertas, pero resultó innecesario. Una hembra de Dragón Dorado se posó delante de la Puerta Oeste y, sin hacer el menor caso a las flechas que le disparaban desde las almenas, exhaló un chorro de fuego sobre las puertas. Éstas se desintegraron en ardientes cenizas. Con un grito de triunfo, humanos y elfos irrumpieron en Sanction.
Una vez dentro de la ciudad, la batalla cobró intensidad ya que los defensores, enfrentados ahora a una muerte cierta, perdieron el miedo al dragón y lucharon con denuedo. Los dragones poco podían hacer para ayudar, pues temían dañar a sus propias fuerzas.
Aun así, Gerard dedujo que no pasaría mucho tiempo antes de que la victoria fuera suya. Iba a ordenar a su dragón que lo bajara a tierra para unirse a la lucha, cuando oyó a Odila gritar su nombre.
Puesto que el dragón ciego, Espejo, no podía participar en el asalto, Odila y él se habían ofrecido voluntarios para actuar como observadores y así dirigir a los atacantes hacia los lugares donde eran necesarios. Tras llamar a Gerard, señaló hacia el norte. Una numerosa fuerza de Caballeros de Neraka y soldados de a pie había conseguido escapar de la ciudad y se retiraba hacia los Señores de la Muerte. No era una huida en desbandada, dominada por el pánico, sino que marchaban en filas un tanto desorganizadas.
Detestando dejarlos escapar, consciente de que una vez que estuvieran en las montañas sería imposible dar con ellos, Gerard instó a su dragón a volar hacia allí para interceptarlos. Entonces, un destello metálico en uno de los pasos de montaña atrajo su atención.
Otro ejército salía de las montañas por el este. Esos soldados marchaban en un rígido orden, moviéndose con rapidez ladera abajo como una colosal mortífera serpiente escamosa.
Incluso desde esa distancia, Gerard reconoció la naturaleza de esa fuerza: un ejército de draconianos. Distinguía las alas en sus espaldas, alas que los sustentaban en el aire y los ayudaban a salvar con facilidad cualquier obstáculo en su camino. El sol brillaba en sus pesadas armaduras y arrancaba destellos en sus yelmos y en su piel escamosa.
Los draconianos acudían al rescate de Sanction. Un millar o más. El ejército de caballeros negros que huía vio que los draconianos venían en su dirección y prorrumpieron en vítores tan altos que Gerard los oyó desde el aire. Los caballeros negros y sus soldados dieron media vuelta, tratando de reagruparse y volver al ataque con sus nuevos aliados.
Los draconianos avanzaban deprisa, descendiendo a gran velocidad por las laderas. En poco tiempo llegarían a las murallas de Sanction y, una vez dentro de la ciudad, los dragones no podrían hacer nada para detenerlos por miedo a dañar a los caballeros y elfos que luchaban en las calles.
El Plateado de Gerard se preparaba para lanzarse al ataque cuando Gerard, desorbitados los ojos por la sorpresa, bramó una orden para que el reptil se detuviera.
En un ágil giro, los draconianos arremetieron contra los estupefactos caballeros oscuros que, sólo unos instantes antes, aclamaban su aparición como aliados.
Los draconianos dieron cuenta enseguida de los sorprendidos caballeros. La fuerza se derrumbó bajo el repentino ataque y se desintegró en un visto y no visto. Hecho el trabajo, los draconianos volvieron a colocarse en formación y marcharon en ordenadas filas hacia Sanction.
Gerard no entendía lo que pasaba. ¿Cómo era posible que los draconianos fueran aliados de solámnicos y elfos? Se preguntó si debería intentar frenar su avance o si debería permitirles entrar en la ciudad. El sentido común se decantaba por lo primero mientras que el corazón se inclinaba por la segunda opción.
La decisión dejó de estar en sus manos porque, un instante después, la ciudad de Sanction, las sinuosas filas de draconianos en marcha, las alas plateadas, la cabeza y la crin del dragón en el que montaba desaparecieron ante sus ojos.
Una vez más, experimentó el movimiento giratorio y el estómago revuelto al viajar por los corredores de la magia.
Gerard se encontró sentado en un duro banco de piedra bajo un cielo negro, mirando a la arena de un estadio que iluminaba una luz fría, blanca. A primera vista no existía una fuente de la que procediera esa luz, pero entonces, con un escalofrío, Gerard cayó en la cuenta de que emanaba de las incontables almas de los muertos que llenaban el estadio, de manera que daba la impresión de que el caballero, el estadio y todos los que estaban en él flotaban sobre un vasto y agitado océano de muertos.
Gerard miró a su alrededor y vio a Odila mirando fijamente, boquiabierta. Vio a lord Tasgall y a lord Ulrich sentados juntos, con lord Siegfried algo separado. Alhana Starbreeze ocupaba un asiento, al igual que Samar, ambos mirando en derredor con ira y desconcierto. Gilthas se hallaba presente con su esposa, La Leona, y Planchet.
Amigos y enemigos se encontraban allí. El capitán Samuval se sentaba en las gradas con aire consternado y perplejo. También estaban dos draconianos, uno un gran bozak que lucía una cadena dorada al cuello, y el otro un sivak vestido con el equipo completo para la batalla. El bozak se mostraba serio, y el sivak, inquieto. Más de uno de los que se hallaban allí había sido apartado a la fuerza de la lucha. Sus rostros, congestionados y ardorosos, manchados de sangre, miraban a todos lados con sorpresa y confusión. El cuerpo del hechicero Dalamar estaba presente, sentado en una grada, mirando al vacío.
Los muertos no hacían ruido, y tampoco los vivos. Gerard abrió la boca e intentó llamar a Odila, pero descubrió que no tenía voz. Una mano invisible le frenaba la lengua, lo sujetaba contra el asiento de manera que no podía moverse salvo hacia donde la mano lo guiaba. Sólo podía ver lo que se le permitía, nada más.
Se le ocurrió la idea de que estaba muerto, de que una flecha lo había alcanzado en la espalda, quizá, y que había sido llevado a aquel sitio donde se congregaban los muertos. El temor cedió. Notaba el latido de su corazón, el golpeteo de la sangre en sus oídos. Podía apretar los puños, clavarse las uñas en las palmas hasta hacerse daño. Podía rebullir en el asiento. Podía sentir terror, y supo que no estaba muerto. Era un prisionero llevado allí en contra de su voluntad por algún propósito que sólo llegaba a imaginar como algo terrible.