Выбрать главу

Silenciosos e inmóviles como los muertos, los vivos estaban obligados a contemplar la arena iluminada por la fantasmagórica luz.

La figura de un dragón apareció. Efímeras, insustanciales, cinco cabezas salían horriblemente de un único cuello. Alas inmensas formaban un dosel que cubría el estadio, borrando toda esperanza. La enorme cola se enroscaba en torno a todos los que se sentaban bajo la sombra espantosa de las alas. Diez ojos miraban en todas direcciones, atrás y adelante, viendo todos los corazones, buscando la oscuridad de su interior. Cinco bocas masticaban hambrientas al hallar esa oscuridad, alimentándose con ella.

Las cinco fauces se abrieron y lanzaron una llamada silenciosa que hendió los tímpanos de quienes escuchaban, que tuvieron que apretar los dientes para soportar el dolor y contener las lágrimas.

En respuesta a la llamada, apareció Mina en la arena.

Vestía la armadura negra de los Caballeros de Neraka, que no brillaba con la espeluznante luz sino que era una con la oscuridad de las alas del dragón. No llevaba yelmo y su semblante resaltaba fantasmagóricamente blanco. Sostenía en las manos una Dragonlance. Tras ella, casi perdido en las sombras, se hallaba el minotauro, fiel guardián a su espalda.

Mina contempló a la silenciosa multitud que ocupaba las gradas. Su mirada abarcaba tanto a vivos como a muertos.

—Soy Mina —anunció—. La elegida del Único.

Hizo una pausa, como si esperara vítores a los que tan acostumbrada estaba. Nadie habló, ni vivos ni muertos. Privados de la voz, observaban en silencio.

—Sabed esto —continuó, y su tono sonó frío, imperioso—. El Único es el único dios ahora y para siempre. No vendrán otros. Adoraréis al Único ahora y para siempre. Serviréis al Único ahora y para siempre, en la vida y en la muerte. Quienes sirvan lealmente serán recompensados. Los que se rebelen, serán castigados. En este día, el Único hace manifiesto su poder. En este día, el Único entra en el mundo en forma física y de ese modo une lo inmortal con lo mortal. Libre de moverse entre ambos mundos a voluntad, el Único regirá uno y otro.

Mina alzó la Dragonlance. Antaño una hermosa arma, la brillante lanza plateada relucía fría y lóbrega, su punta manchada de negro con sangre seca.

—Presento esto como prueba del poder del Único. En mi mano sostengo la legendaria Dragonlance. Antaño arma de los enemigos del Único, la Dragonlance se ha convertido en su arma. La hembra de dragón, Malystryx, murió merced a ella, murió por la voluntad del Único. El Único no teme a nada. Como muestra de ello, destruyo la Dragonlance.

Asió el arma con las dos manos y la golpeó contra su rodilla doblada. La lanza se partió en dos como si fuera un palo largo tiempo muerto y seco. Mina tiró los trozos por encima del hombro en un gesto despectivo, y cayeron sobre el suelo de la arena. Su luz plateada titiló breve, valientemente. Las cinco cabezas del dragón escupieron a las dos partes rotas. La luz perdió intensidad y se apagó.

Vivos y muertos observaron en silencio.

Galdar observaba en silencio.

Se encontraba detrás de Mina, guardándole la espalda, porque en alguna parte, en la oscuridad, merodeaba el extraño elfo, por no mencionar al despreciable Silvanoshei. El minotauro no temía gran cosa de este último, pero estaba decidido a que nadie le sobrepasara. Nadie importunaría a Mina en ese momento, su hora de triunfo.

«Será la única protagonista —se dijo Galdar para sus adentros—. Recibirá todos los honores. Es lo menos que Takhisis puede hacer por ella.» Se repitió lo mismo una y otra vez, pero el temor seguía corroyéndole.

Por primera vez, el minotauro presenciaba el verdadero poder de la Reina Oscura. Contempló con sobrecogimiento el estadio rebosante de personas, atrapadas en vida y llevadas allí a la fuerza para ser testigos de su victoriosa entrada en el reino mortal. Miró con temor reverencial su forma de dragón, cuya inmensa envergadura de alas borraba toda luz de esperanza y traía la noche eterna al mundo.

Comprendió que no la había tenido en cuenta y su alma cayó de hinojos ante ella. Era un esclavo rebelde que había cometido la necedad de intentar ir más allá de lo que le correspondía. Había aprendido la lección. Sería siempre un esclavo, incluso después de morir. Aceptaba su destino porque allí, en presencia de la todopoderosa Reina Oscura, se daba cuenta de que era lo que se merecía.

Pero Mina no. Mina no había nacido para ser esclava. Había nacido para dirigir. Había demostrado su valía, su lealtad. Había pasado a través de sangre y fuego sin demudarse, sin que su fe inquebrantable flaqueara lo más mínimo. Que Takhisis hiciera lo que quisiera con él, que devorara su alma. Mientras a Mina se la honrara y se la recompensara, él se sentiría satisfecho.

—Los enemigos del Único han sido derrotados —gritó Mina—. Sus armas, destruidas. Nadie puede impedir su entrada triunfal en el mundo.

La joven levantó las manos y sus ojos ambarinos se alzaron hacia el dragón.

—Majestad, siempre os he adorado, os he reverenciado. Puse mi vida a vuestro servicio y estoy dispuesta a cumplir ese compromiso. Por mi culpa perdisteis el cuerpo de Goldmoon, el cuerpo en el que habríais habitado. Os ofrezco el mío. Tomad mi vida. Utilizadme como vuestro receptáculo. ¡Ésta es la prueba de mi fe!

Galdar soltó una exclamación ahogada, horrorizado. Quería parar esa locura, quería detener a Mina, pero aunque bramó su protesta, sus palabras fueron un grito silencioso que nadie escuchó.

Las cinco cabezas contemplaron a Mina.

—Acepto tu sacrificio —dijo Takhisis.

Galdar se lanzó hacia adelante y permaneció inmóvil. Levantó el brazo, que no se movió. Sujeto por la oscuridad, sólo podía presenciar cómo todo cuanto había amado y honrado se destruía.

Unos nubarrones negros y pavorosos, surcados de relámpagos, se descolgaron de los Señores de la Muerte. Las nubes se arremolinaron en torno a la Reina Oscura ocultándola a la vista. Las nubes giraron y bulleron, levantando un ventarrón que azotó a Galdar con dolorosa fuerza haciéndolo arrodillarse.

La oración de Mina, su fe, abrió la puerta de la prisión.

Las nubes tormentosas se transformaron en un carro de guerra tirado por cinco dragones. En el carro, con las riendas en la mano, se encontraba Takhisis en su forma de mujer.

Era bellísima, su hermosura cruel y terrible a la vista. Su semblante era tan gélido como las vastas y heladas tierras yermas del sur, donde un hombre perecía en un instante, el aliento tornándose hielo en sus pulmones. Sus ojos eran las llamas de una pira funeraria. Sus uñas eran garras, y su pelo el largo y desgreñado cabello de un cadáver. Su armadura, fuego negro. Al costado llevaba una espada perpetuamente teñida de sangre, una espada utilizada para segar las almas de sus cuerpos.

Su carro de guerra notaba en el aire, sustentado por el aleteo de las alas de los cinco dragones. Takhisis bajó del carro a la arena del estadio. Caminaba sobre los relámpagos, las nubes tormentosas eran su capa, ondeando tras ella.

Takhisis se dirigió hacia Mina. Los cinco dragones alzaron las cabezas y entonaron un himno triunfal.

Galdar no podía moverse, no podía salvarla. El viento lo azotaba con tal fuerza que ni siquiera era capaz de levantar la cabeza. Gritó el nombre de Mina, pero el feroz ventarrón se llevó su voz y su llamada no se oyó.

Mina esbozó una trémula sonrisa.

—Mi reina —susurró.

Takhisis alargó hacia ella su mano como una terrible garra. Mina aguardó, estoica, sin inmutarse.

La Reina Oscura tendió la mano hacia el corazón de la joven para hacerlo suyo. Tendió la mano hacia su alma, para arrancarla de su cuerpo y arrojarla al olvido eterno. Buscó entrar en el cuerpo de Mina para llenarlo con su propia esencia inmortal.

Takhisis alargó su mano pero no pudo tocar a Mina.

La joven se quedó desconcertada, sobresaltada. Su cuerpo empezó a temblar. Alargó la mano hacia su reina, pero le fue imposible tocarla.