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El joven elfo exhaló una exclamación ahogada y la miró de hito en hito.

—Mina... —Sus blancos labios formaron la palabra, pero le faltaba voz para pronunciarla. Su rostro se crispó por el dolor.

Furiosa, con el gesto sombrío, Mina empujó e hincó más profundamente la espada. Lo dejó colgado, empalado en la hoja, durante unos largos instantes mientras lo miraba y sus ojos ambarinos se endurecían sobre él. Satisfecha al ver que estaba muriendo, sacó la espada de un tirón.

Silvanoshei se deslizó por la hoja manchada con su sangre y se desplomó en la arena.

Asiendo con fuerza la espada ensangrentada, Mina caminó hacia Paladine, que empezaba a levantarse lentamente de la arena. La joven lo miró, lo absorbió en el ámbar de sus ojos, y arrojó la espada de Takhisis a sus pies.

—Sentirás el dolor de la muerte, pero aún no. Ahora no. Así lo quería mi reina, y cumplo sus últimos deseos. Pero ten esto presente, desdichado: en el rostro de todo elfo que encuentre, veré tu rostro. La vida de cada elfo que tome, será tu vida. Y me cobraré muchas... en venganza de una.

Le escupió en la cara. Luego se volvió hacia los dioses y los miró desafiante. Después se arrodilló junto al cadáver de su reina y besó la fría frente. Levantó el cuerpo en sus brazos y salió del Templo de Duerghast.

El silencio se adueñó del estadio a excepción de las pisadas de Mina que se iban alejando. Galdar apoyó la cabeza en la arena, que estaba cálida por los rayos del sol. Se sentía muy cansado. Sin embargo, ahora podía descansar porque Mina estaba a salvo. Por fin estaba a salvo.

El minotauro cerró los ojos e inició el largo viaje a la oscuridad. No había recorrido mucho cuando encontró el paso cerrado.

Galdar alzó la vista y se encontró con un colosal minotauro. Era tan alto como la montaña en la que la hembra Roja había perecido. Sus cuernos rozaban las estrellas y su pelambre era negro como el azabache. Lucía un arnés de cuero ribeteado con plata pura y fría.

—¡Sargas! —musitó. Apretando el muñón sangrante, se incorporó con esfuerzo sobre las rodillas e inclinó la cabeza, rozando con los cuernos la arena.

—Levántate, Galdar —dijo el dios, cuya voz retumbaba en los cielos—. Me siento complacido contigo. En tu momento de necesidad, me buscaste a mí.

—Gracias, gran Sargas —dijo Galdar que, sin osar levantarse, alzó la cabeza.

—A cambio de tu lealtad, te devuelvo la vida —dijo el dios—. La vida y tu brazo derecho.

—El brazo no, gran Sargas —suplicó Galdar a quien el dolor le abrasaba el pecho—. Acepto la vida, y viviré para honrarte, pero el brazo lo perdí y no quiero recuperarlo.

A Sargas no le gustó su respuesta.

—La nación de los minotauros se ha librado al fin de las cadenas que nos ataron durante muchos siglos. Estamos saliendo del aislamiento de las islas donde estuvimos prisioneros largo tiempo y preparándonos para ocupar el puesto que nos pertenece en este continente. Necesito guerreros aguerridos como tú, Galdar. Los necesito enteros, no lisiados.

—Te lo agradezco, gran Sargas, pero si no te importa, aprenderé a luchar con la mano izquierda —pidió humildemente Galdar.

Galdar aguardó tenso, con temor, el estallido de la ira del dios. Al no ocurrir nada, se arriesgó a echar una ojeada hacia arriba.

Sargas sonrió. Era una mueca a regañadientes, pero no dejaba de ser una sonrisa.

—Se hará como quieres, Galdar. Eres libre de decidir tu destino.

El minotauro soltó un largo y hondo suspiro.

—Por ello, gran Sargas, te doy mis más sinceras gracias.

Galdar parpadeó y levantó el hocico de la húmeda arena. No conseguía recordar dónde se encontraba, ni entendía qué hacía allí tirado, echando una siesta en mitad del día. Mina podría necesitarlo. Se enfadaría al encontrarlo holgazaneando. Se incorporó de un brinco e hizo un gesto instintivo de llevar la mano a la espada que colgaba de su cintura.

No tenía espada. Ni mano con la que asirla. Su brazo cortado estaba tirado en la arena, a sus pies. Miró donde había tenido el brazo, miró la sangre en la arena y de pronto lo recordó todo.

Se encontraba sano y salvo, excepto que le faltaba el brazo derecho. El muñón estaba curado. Se volvió para darle las gracias al dios, pero Sargas se había marchado. Todos los dioses habían desaparecido. En el estadio no quedaba nadie salvo el cadáver del rey elfo y el extraño elfo de rostro joven y ojos viejos.

Lenta, torpemente, tanteando con la mano izquierda, Galdar recogió su espada. Giró el cinturón de forma que pudiera colgarla sobre la cadera derecha y, tras muchos intentos fallidos, por fin logró enfundar el arma en la vaina. Sentir la espada en ese costado le resultaba extraño, incómodo. Pero ya se acostumbraría. Esta vez tendría que acostumbrarse.

El aire no era tan caluroso como recordaba. El sol se ponía detrás de las montañas y arrojaba las sombras que anunciaban la noche. Tendría que apresurarse si quería encontrarla. Tendría que marcharse enseguida, mientras aún quedaba luz del día.

—Eres un amigo leal, Galdar —dijo Paladine mientras el minotauro pasaba a su lado.

Galdar gruñó y siguió caminando tras el rastro de las pisadas de la joven y de la sangre de su reina.

Por amor a Mina.

48

La era de los mortales

La batalla por la ciudad de Sanction no duró mucho. A la caída de la noche, la ciudad se había rendido. Probablemente lo habría hecho mucho antes, pero nadie quería tomar la decisión.

Los caballeros negros y sus soldados llamaron a Mina en vano. Ella no respondió, no acudió, y finalmente comprendieron que no iba a volver. Algunos sintieron amargura; otros, cólera. Y todos se sintieron traicionados. Conscientes de que si sobrevivían a la batalla se los ejecutaría o se les haría prisioneros, unos cuantos caballeros siguieron luchando. La mayoría lo hizo porque estaban atrapados o se encontraron arrinconados por el enemigo.

Algunos decidieron actuar siguiendo el consejo de Galdar e intentaron encontrar refugio en las cuevas de los Señores de la Muerte. Éstos formaban la tropa que topó con los draconianos. Pensando que habían encontrado un aliado, los caballeros negros se dispusieron a detener su retirada y dar media vuelta para intentar recobrar la ciudad. Su estupefacción cuando los draconianos cayeron sobre ellos fue inmensa, pero fugaz.

Quiénes eran esos extraños draconianos y por qué habían acudido en ayuda de elfos y solámnicos nunca se sabría. El ejército draconiano no entró en Sanction. Mantuvo su posición fuera de la ciudad hasta que el estandarte de los caballeros negros fue arrancado y en su lugar ondearon las banderas de Qualinesti y Silvanesti y de la nación solámnica.

Un corpulento bozak, que vestía armadura y una cadena dorada al cuello, avanzó junto a un sivak, que lucía los atalajes de un alto oficial draconiano. El sivak ordenó ponerse firme a las tropas. Él y el bozak saludaron a las banderas en tanto que los soldados draconianos golpeaban las espadas contra los escudos a modo de saludo. El sivak dio la orden de marchar y la tropa dio media vuelta y partió en dirección a las montañas.

Alguien recordó haber oído hablar de un grupo de draconianos que se había hecho con el control de la ciudad de Teyr. Se decía que esos draconianos no sentían el menor aprecio por los caballeros negros. Aun cuando tal cosa fuera cierta, Teyr se encontraba a mucha distancia de Sanction y nadie entendía cómo los draconianos habían podido llegar justo en el momento oportuno. Puesto que nadie volvió a verlos, el misterio nunca se resolvió.

Cuando la victoria en Sanction se hubo conseguido, muchos de los Dragones Dorados y Plateados se marcharon, dirigiéndose hacia las islas de los Dragones o dondequiera que tuvieran su hogar. Antes de irse, cada reptil tomó y transportó una parte de las cenizas del tótem para darles adecuada sepultura en las islas de los Dragones. Los Dorados y Plateados se llevaron todas las cenizas, aunque estuviesen mezcladas con las de Rojos, Azules, Blancos, Verdes y Negros. Porque todos ellos eran dragones de Krynn.