—¿Y qué harás tú, señor? —le preguntó Gerard a Espejo—. ¿Regresarás a la Ciudadela de la Luz?
Gerard, Odila y Espejo se encontraban fuera de la Puerta Oeste de Sanction, contemplando la salida del sol al día siguiente de la batalla. Fue un amanecer bellísimo, con bandas de intensos tintes rojos y naranjas que iban oscureciéndose hasta el color púrpura e incluso al negro a medida que el día desplazaba a la noche. El Dragón Plateado tenía vueltos los ojos hacia el sol como si pudiera verlo, y quizás en su alma podía. Dirigió la mirada ciega hacia el sonido de la voz de Gerard.
—La Ciudadela ya no necesita de mi protección. Mishakal hará suyo el templo. En cuanto a mí, mi guía y yo hemos decidido aliarnos.
Gerard observó de hito en hito a Odila, que asintió en silencio.
—Dejo la caballería —dijo la mujer—. Lord Tasgall ha aceptado mi renuncia. Es lo mejor, Gerard. Los caballeros no se habrían sentido cómodos teniéndome en sus filas.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Gerard. Habían pasado tantas vicisitudes juntos que no esperaba separarse tan pronto de ella.
—La reina Takhisis habrá desaparecido, pero la oscuridad perdura —repuso la mujer con gesto sombrío—. Los minotauros se han apoderado de Silvanesti. No se conformarán con esa tierra y pueden amenazar otras naciones. Espejo y yo hemos decidido asociarnos. —Palmeó el plateado cuello del reptil—. Un dragón que es ciego y una humana que lo estuvo... Buen equipo, ¿no te parece?
Gerard sonrió.
—Si os encamináis hacia Silvanesti es muy posible que nos encontremos. Voy a intentar establecer una alianza entre la caballería y los elfos.
—¿Crees de verdad que el Consejo de Caballeros accederá a ayudar a los elfos a recuperar su tierra? —inquirió Odila en tono escéptico.
—No lo sé —contestó Gerard, que se encogió de hombros—, pero de lo que no me cabe duda es de que voy a darles que pensar sobre ello. Sin embargo, antes que nada tengo una tarea que llevar a cabo. Hay una cerradura rota en una tumba de Solace. Prometí arreglarla.
Un silencio incómodo cayó sobre ellos. Era mucho lo que quedaba por decir para decirlo en ese momento. Espejo agitó las alas, obviamente deseoso de marcharse. Odila captó la indirecta.
—Adiós, Mollete de Maíz —dijo, sonriendo.
—¡Adiós y en buena hora! —repuso Gerard, sonriendo a su vez.
Odila se acercó y lo besó en la mejilla.
—Si vuelves a bañarte desnudo en un arroyo, no dejes de avisarme.
Montó en el Dragón Plateado, que inclinó la cabeza en un saludo.
Después extendió las alas y se elevó grácilmente en el aire. Odila agitó la mano. Gerard hizo otro tanto y los siguió con la mirada, viendo cómo empequeñecían en la distancia; continuó mirando mucho después de perderlos de vista.
Aquel día también hubo otra despedida. Un adiós que duraría toda la eternidad.
En la arena, Paladine se arrodilló junto al cadáver de Silvanoshei y le cerró los párpados. Limpió la sangre del rostro del joven elfo y acomodó la postura de sus miembros. Paladine se sentía cansado. No estaba acostumbrado a ese cuerpo mortal, a sus molestias, dolores y necesidades, a la profusión e intensidad de emociones, la pena y el dolor, la rabia y el temor. Al mirar el rostro del rey elfo muerto, Paladine vio juventud y prometedora esperanza, todo perdido, todo desperdiciado. Hizo un alto en su tarea para enjugarse el sudor de la frente y se preguntó cómo iba a poder continuar con tal aflicción y pesadumbre en su corazón. Cómo iba a poder continuar solo.
Sintió un leve roce en el hombro y alzó los ojos; vio a una diosa bellísima, radiante. Ella sonrió, pero en su gesto había un poso de tristeza y en sus ojos el arco iris de lágrimas contenidas.
—Llevaré al joven a su madre —se ofreció Mishakal.
—No presenció su muerte, ¿verdad? —preguntó Paladine.
—No, al menos se ahorró eso. Liberamos a todos los que Takhisis había traído aquí a la fuerza para que presenciaran su triunfo. Alhana no vio morir a su hijo.
—Dile que murió como un héroe —dijo quedamente Paladine.
—Lo haré, amado mío.
Un beso tan suave como una pluma rozó los labios del elfo.
—No estás solo —susurró Mishakal—. Siempre estaré contigo, esposo mío, alma mía.
Él deseaba fervientemente que fuera así, que pudiera serlo. Pero entre ellos se iba abriendo una brecha, una distancia que se ensanchaba más y más cada momento que pasaba. Ella se encontraba en la playa, y él luchaba para mantenerse a flote en el agua y cada ola lo arrastraba un poco más lejos.
—¿Qué ha pasado con los espíritus de los muertos? —preguntó.
—Son libres —contestó ella, y su voz sonó distante. La oía a duras penas—. Libres para seguir su viaje.
—Algún día me uniré a ellos, amor mío.
—Ese día te estaré esperando —prometió la diosa.
El cuerpo de Silvanoshei desapareció, transportado en una nube de luz plateada.
Paladine permaneció largo rato en la oscuridad, solo. Después se encaminó hacia la puerta del estadio, solo, y salió al mundo, solo.
Los hijos de los dioses, Nuitari, Lunitari y Solinari, entraron en el que antaño fuera Templo del Corazón. El cuerpo del hechicero Dalamar se encontraba sentado en un banco, mirando al vacío.
Los dioses de la magia se situaron delante del oscuro y abandonado altar.
—Que el hechicero, Raistlin Majere, se presente.
Raistlin emergió de la oscuridad y las ruinas del templo. El borde de su negra túnica de terciopelo esparció los fragmentos de ámbar que aún seguían tirados en el suelo, ya que no se había podido encontrar a nadie que se atreviera a tocar los restos malditos del sarcófago en el que el cuerpo de Goldmoon había estado aprisionado. Caminó sobre los añicos, triturando el ámbar bajo los pies.
Raistlin sostenía en los brazos un cuerpo envuelto en tela blanca.
—Tu espíritu ha sido liberado —anunció seriamente Solinari—. Tu gemelo te aguarda. Prometiste abandonar el mundo. Debes cumplir esa promesa.
—No tengo intención de quedarme aquí —contestó suavemente Raistlin—. Mi hermano me espera, al igual que mis antiguos compañeros.
—¿Te han perdonado?
—O los he perdonado yo —replicó en tono quedo el hechicero—. Es un asunto entre amigos que no os concierne. —Bajó la vista hacia el cuerpo que cargaba en los brazos—. Pero esto sí.
Soltó el cadáver de su sobrino a los pies de los dioses. Después se retiró la capucha y miró a los tres hermanos.
—Os pido un último favor —dijo—. Devolvedle la vida a Palin. Devolvedlo con su familia.
—¿Por qué habríamos de hacer tal cosa? —demandó Lunitari.
—Sus pasos se desviaron por la senda que antaño recorrí yo —contestó—. Vio su error al final, pero no pudo vivir para rectificarlo. Si le devolvéis la vida podrá desandar sus pasos y encontrar el camino a casa.
—Lo que tú no pudiste hacer —apuntó suavemente Lunitari.
—Lo que yo no pude hacer.
—¿Hermanos? —Lunitari se volvió hacia Solinari y Nuitari—. ¿Qué decís?
—Digo que hay otro asunto pendiente que resolver —manifestó Nuitari—. Que se presente el hechicero Dalamar.
El cuerpo del elfo seguía inmóvil en el banco, y el espíritu del hechicero, de pie, detrás del cuerpo. Dalamar se aproximó receloso, tenso, a los dioses.
—Nos traicionaste —acusó Nuitari.
—Tomaste partido por Takhisis —abundó Lunitari—, y casi perdimos la única oportunidad que teníamos de regresar al mundo.
—Traicionaste a nuestro fiel seguidor, Palin —añadió severamente Solinari—. Por orden suya, lo asesinaste.
Dalamar miró a los resplandecientes dioses de uno en uno, y cuando habló su voz sonó queda y amarga.
—¿Cómo podríais entenderlo? ¿Cómo podríais saber lo que se siente cuando se pierde todo?