Los que presenciaron directamente la muerte de Takhisis retuvieron las imágenes de lo que habían visto y oído para siempre, grabadas en el alma como el hierro al rojo vivo marca la carne. La impresión y el dolor fueron terribles al principio, pero finalmente el dolor cesó a medida que el cuerpo y la mente sanaban de manera paulatina.
Al principio, algunos echaron de menos el dolor, porque sin él, ¿qué prueba tenían de que todo había sido verdad? Para hacerlo real, para asegurarse de que había sido real, algunos hablaban de lo que habían visto; hablaban volublemente. Otros guardaban bajo llave sus pensamientos y jamás hacían referencia a lo ocurrido.
Al igual que los habitantes de Krynn que habían sido testigos de otros hitos en la historia —los viajes caóticos de la Gema Gris, la caída de Istar, el Cataclismo—, pasaron sus relatos del Milagro de generación en generación. Para las futuras generaciones de Krynn, la Quinta Era empezaría con el robo del mundo en el momento de la derrota de Caos. Pero la Quinta Era sólo empezó a llamarse comúnmente la Era de los Mortales el día en el que el Juicio del Libro privó de su naturaleza divina a uno de los dioses y aceptó el sacrificio de otro.
Silvanoshei sería enterrado en la Tumba de los Héroes en Solace, si bien no sería su sepulcro definitivo. Su desconsolada madre, Alhana Starbreeze, confiaba en que un día podría llevarlo a Silvanesti, pero ese día aún estaba muy lejano. La nación de minotauros envió tropas y suministros a raudales y se atrincheraron firmemente en aquella tierra antaño hermosa.
El capitán Samuval y sus mercenarios continuaron asaltando y saqueando el territorio de Qualinesti. Los caballeros negros expulsaron o mataron a los pocos elfos que seguían en Qualinesti y redamaron como suya la tierra. Los elfos eran exiliados ahora. Los supervivientes de ambas naciones discutieron sobre adonde ir y qué hacer.
Los exiliados elfos acamparon en el valle fuera de Sanction, pero aquello no era un hogar, y los Caballeros de Solamnia, ahora dirigentes de Sanction, los instaron cortésmente a que se mudaran a otro sitio. El Consejo de Caballeros discutió el asunto de aliarse con los elfos para expulsar a los minotauros de Silvanesti, pero había ciertas cuestiones respecto a la Medida, y el tema se sometió a estudiosos a fin de que lo elucidaran, cosa que, con suerte, podía esperarse que ocurriera al cabo de diez o veinte años.
A Alhana Starbreeze se le ofreció el gobierno de los silvanestis, pero, con el corazón destrozado, lo había rechazado. Sugirió que gobernara Gilthas en su lugar. Los qualinestis, en su mayoría, aceptaban esa solución. Los silvanestis, no, aunque no tenían a nadie mas a quien recomendar para el puesto. Las dos naciones enfrentadas volvieron a unirse, con sus representantes viajando juntos al funeral de Silvanoshei.
Un Dragón Dorado transportó el cuerpo del rey elfo a la Tumba de los Héroes. Los caballeros solámnicos, montados en Dragones Plateados, formaban una guardia de honor al mando de Gerard Uth Mondor. Alhana acompañaba a su hijo, al igual que su primo Gilthas.
Gilthas no lamentaba dejar atrás las disputas e intrigas. Se preguntó si tendría fuerza para volver. No quería la corona de las dos naciones elfas. No se consideraba la persona adecuada para eso. No deseaba la responsabilidad de liderar a un pueblo en exilio, un pueblo sin hogar.
De pie ante el panteón, Gilthas observó cómo la procesión de elfos transportaba el cuerpo de Silvanoshei, cubierto con una mortaja de tela dorada, a su lugar de reposo temporal. Su cadáver se puso en un sepulcro de mármol y se lo cubrió de flores. Los fragmentos de la Dragonlance rota se colocaron en sus manos.
El panteón sería el lugar de reposo eterno para Goldmoon. Sus cenizas se mezclaron con las de Riverwind. Por fin los dos estaban juntos.
Un elfo vestido con ropas de tonos marrones y verdes, sucias por el polvo del camino, se situó junto a Gilthas. No dijo nada y contempló con solemne reverencia cómo las cenizas de Goldmoon y Riverwind se transportaban dentro del panteón.
—Adiós, queridos y fieles amigos —musitó.
Gilthas se volvió hacia él.
—Me alegro de tener esta oportunidad de hablar con vos, E'li... —empezó.
—Ese ya no es mi nombre —le interrumpió el elfo.
—Entonces ¿cómo hemos de llamaros, señor? —preguntó Gilthas.
—He tenido tantos... E'li entre los elfos, Paladine entre los humanos. Incluso Fizban. He de admitir que ése era mi favorito. Ninguno de ellos me sirve ahora. He elegido otro nuevo.
—Y es...
—Valthonis —dijo el elfo.
—¿El exiliado? —tradujo Gilthas, desconcertado. De pronto lo entendió. Intentó hablar pero sólo consiguió decir con voz ronca—. Así que compartiréis nuestra suerte.
Valthonis puso la mano en el hombro de Gilthas.
—Vuelve con tu pueblo, Gilthas. Ambos, los silvanestis y los qualinestis, lo son. Vuelve a hacer un solo pueblo de ellos, y aunque sea un pueblo en exilio, aunque no tengáis patria a la que llamar vuestra, seréis una nación.
Gilthas sacudió la cabeza.
—La tarea que te aguarda no es fácil —dijo Valthonis—. Trabajarás duro y con denuedo para unir lo que otros se esforzarán en destruir. Tendrás fracasos, pero no renuncies nunca a la esperanza. Si eso ocurriera, conocerás la derrota.
—¿Estaréis conmigo? —preguntó Gilthas.
—Tengo que recorrer mi propia senda —contestó el otro elfo, sacudiendo la cabeza—, como tú y como cada uno de nosotros. Sin embargo, nuestros caminos se cruzarán de vez en cuando.
—Gracias, señor. —Gilthas le estrechó la mano—. Haré lo que decís. Regresaré con los míos. Con todos. —Suspiró profundamente y sonrió atribulado—. Incluso el senador Palthainon.
Gerard se hallaba frente a la entrada del panteón esperando que el último doliente del cortejo fúnebre se marchara. La ceremonia había acabado. Era de noche. La multitud que se había congregado para observar empezó a dispersarse, algunos en dirección a la posada El Ultimo Hogar, donde Palin y Usha se unieron a sus hermanas, Laura y Dezra, para consolar a los dolientes ofreciéndoles sonrisas, buena comida y la mejor cerveza de Ansalon.
Mientras esperaba, Gerard rememoró todo lo ocurrido desde aquel día, hacía tanto tiempo, en el que escuchó la voz de Tasslehoff por primera vez gritando desde el interior del panteón. El mundo había cambiado y, sin embargo, no había cambiado.
Ahora había tres lunas en el cielo en lugar de una. No obstante, el sol que salía cada mañana era el mismo que había marcado el comienzo de la Quinta Era. La gente podía mirar al cielo y encontrar de nuevo las constelaciones de los dioses y mostrárselas a sus hijos. Pero no eran las mismas de antaño. Se componían de estrellas diferentes, ocupaban otros lugares en el cielo. Faltaban dos; dos que nunca se podrían encontrar, que nunca se volverían a ver sobre Krynn.
—La Era de los Mortales —se dijo Gerard. El término tenía un nuevo significado, un nuevo alcance.
Miró dentro del panteón y vio que aún quedaba una persona, el extraño elfo que había visto en el estadio por primera vez. Gerard aguardó respetuosa, pacientemente, dispuesto a dar todo el tiempo necesario a aquel doliente.
El elfo ofreció sus plegarias en silencio y después, con un último adiós amoroso, se encaminó hacia Gerard.
—¿Arreglaste la cerradura? —preguntó sonriente.
—Lo hice, señor. —Gerard cerró la puerta del panteón tras él. Oyó el chasquido del mecanismo al girar. No se marchó de inmediato. También le costaba despedirse.
—Señor, me preguntaba si... —Hizo una pausa y después se lanzó—. No sé cómo decirlo, pero, ¿hizo Tasslehoff...? ¿Hizo lo que pensaba hacer?
—¿Quieres decir que si murió cuando y donde se suponía que debía morir? —inquirió el elfo—. ¿Si derrotó a Caos? ¿Te refieres a eso?
—Sí, señor, a eso me refiero.
En respuesta, el elfo alzó los ojos hacia el cielo nocturno.