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—No hablaremos de este plan con nadie, caballeros —dijo lord Tasgall al tiempo que miraba a los otros.

Acordado aquello, Gerard estaba a punto de marcharse cuando el soldado entró para anunciar que había llegado un mensajero con noticias urgentes.

Puesto que tales nuevas podían tener relevancia para el plan de Gerard, lord Tasgall le hizo un gesto indicándole que se quedara. El mensajero entró. Gerard se sobresaltó al reconocer a un joven escudero al servicio de lord Vivar, comandante del puesto de avanzada de caballeros solámnicos que protegían Solace, lugar de su último destacamento. Se puso tenso, presintiendo malas noticias. El escudero, manchado de barro y con las ropas ajadas por el viaje, se adelantó, se puso firme ante lord Tasgall, y le tendió un estuche de pergaminos al tiempo que inclinaba la cabeza en un saludo respetuoso.

Lord Tasgall abrió el estuche, sacó el pergamino y empezó a leer.

Su semblante cambió de forma notoria y sus cejas se arquearon. Después alzó la vista, con gesto estupefacto.

—¿Sabes lo que pone aquí? —le preguntó al escudero.

—Sí, milord —respondió el joven—. En caso de que el mensaje se perdiera, lo aprendí de memoria para transmitíroslo.

—Entonces hazlo —ordenó lord Tasgall mientras se apoyaba en la mesa—. Quiero que estos caballeros lo oigan. Quiero oírlo yo mismo —añadió en voz baja—, porque casi no doy crédito a lo que he leído.

—Milores —empezó el escudero a la par que se volvía a mirarlos—, hace tres semanas el dragón Beryl lanzó un ataque contra la nación elfa de Qualinesti.

Los caballeros asintieron en silencio. No estaban sorprendidos. Aquel ataque se veía venir hacía tiempo. El mensajero hizo una pausa para tomar aire y pensar qué decir a continuación. Gerard, ansioso por tener noticias sobre sus amigos en Qualinesti, tuvo que hacer un esfuerzo y apretar los puños para no sacarle la información a la fuerza.

—Milord Vivar lamenta informar que la ciudad de Qualinost quedó completamente destruida en el ataque. Si se da crédito a los informes que hemos recibido, la ciudad ha sido borrada de la faz de Ansalon. Una gran extensión de agua la cubre ahora.

Los caballeros lo miraron de hito en hito, mudos por la sorpresa.

—Los elfos lograron llevarse por delante a su enemigo. La gran Verde, Beryl, ha muerto.

—¡Excelente noticia! —exclamó lord Ulrich.

—Quizás haya un dios, después de todo —comentó lord Siegfried, haciendo un mal chiste que nadie rió.

Gerard cruzó la estancia en dos zancadas, agarró al sobresaltado escudero por el cuello de la chaqueta y casi lo alzó en vilo.

—¿Y qué ha sido de los elfos, maldita sea? ¿De la reina madre, del rey? ¿Qué les ha ocurrido?

—Señor, por favor... —exclamó el mensajero, al que le entrechocaban los dientes por las sacudidas.

Gerard soltó al joven, que respiraba con dificultad.

—Os pido disculpas, señor, milores —dijo Gerard en un tono menos estridente—, pero he estado recientemente en Qualinesti, como ya sabéis, y les he tomado un gran aprecio a esas personas.

—Por supuesto, lo entendemos, sir Gerard —contestó lord Tasgall—. ¿Qué noticias se tienen del rey y de la familia real?

—Según los supervivientes que lograron llegar a Solace, la reina madre murió en la batalla con el dragón —informó el mensajero, lanzando una mirada desconfiada a Gerard mientras se mantenía fuera de su alcance—. Se la aclama como heroína. Al parecer el rey ha escapado sano y salvo, y se dice que se unirá con el resto de su pueblo, los que consiguieron huir de la ira de la Verde.

—Al menos, con el dragón muerto los elfos podrán regresar ahora a Qualinesti —dijo Gerard, abrumado por el pesar.

—Me temo que no es el caso, milord —repuso el mensajero, sombrío—. Aunque el dragón murió y su ejército se dispersó, poco después llegó un nuevo comandante para tomar el control. Es un Caballero de Neraka que afirma que estuvo presente en la toma de Solanthus. Ha agrupado a lo que queda de los ejércitos de Beryl y ha invadido Qualinesti. Son miles los que han acudido en tropel bajo su estandarte porque ha prometido riquezas y tierras gratis a todo el que se una a él.

—¿Y qué pasa en Solace? —inquirió, inquieto, lord Tasgall.

—De momento nos encontramos a salvo. Haven se ha liberado. Las fuerzas de Beryl que controlaban la ciudad han abandonado sus puestos y viajan hacia el sur para no perderse el saqueo de la nación elfa. Pero mi señor cree que una vez que el tal lord Samuval, como se denomina a sí mismo, tenga bien asegurado el control en Qualinesti, centrará su atención en Abanasinia como objetivo. En consecuencia, mi señor pide refuerzos...

El mensajero hizo una pausa y sus ojos fueron de un caballero a otro. Todos rehuyeron su mirada suplicante, y tras intercambiar miradas, apartaron la vista. No había refuerzos que pudieran mandar.

Gerard estaba tan afectado que al principio no identificó el nombre de Samuval relacionándolo con el hombre que lo había escoltado en el campamento de Mina. Sólo lo recordaría estando ya de camino a Solanthus. En aquel momento, sólo era capaz de pensar en Laurana, pereciendo en la batalla contra la gran Verde, y su amigo y enemigo, el comandante de los caballeros negros, el gobernador Medan. Los solámnicos nunca mencionarían a Medan ni lo calificarían de héroe, cierto, pero Gerard suponía que si Laurana había perecido, el aguerrido gobernador debía de haberla precedido en la muerte.

Su corazón compadeció al rey, que ahora tenía que conducir a su pueblo al exilio. Gilthas era demasiado joven para que el destino le impusiera una responsabilidad tan terrible; demasiado joven e inexperto. ¿Estaría a la altura de las circunstancias? ¿Lo estaría cualquiera, sin importar lo mayor que fuera o la experiencia que tuviera?

—Sir Gerard...

—Sí, milord.

—Tienes permiso para marcharte. Sugiero que partas esta noche. En medio del tumulto nadie se hará preguntas sobre tu desaparición. ¿Tienes todo lo que necesitas?

—He de arreglar la cuestión de quién llevará mis mensajes, milord. —Gerard no podía permitirse el lujo de entregarse a la tristeza por más tiempo. Esperaba que algún día se le presentara la ocasión de vengar a los muertos, pero, de momento, tenía que asegurarse de que no se uniría a ellos—. Una vez resuelto eso, estaré preparado para partir de inmediato.

—Mi escudero, Richard Kent, es joven pero sensato, y un jinete experto —dijo lord Tasgall—. Lo designaré como tu mensajero. ¿Te parece un arreglo satisfactorio?

—Sí, milord.

Se mandó llamar a Richard. Gerard había visto al joven antes, y le había causado buena impresión. Los dos no tardaron en convenir el lugar donde Richard esperaría para recibir noticias de Gerard y el método de comunicarse. Después, Gerard saludó a los caballeros del Consejo y se marchó.

Al salir de la capilla de Kiri-Jolith, Gerard se encontró en el anegado patio y agachó la cabeza para protegerse los ojos de la lluvia. Su primera idea fue buscar a Odila y ver qué tal estaba. Su segunda —y mejor— le convenció de que la dejara en paz. Le haría preguntas de hacia dónde se dirigía y qué planeaba, y le habían dado orden de no contárselo a nadie. En lugar de mentirle, decidió que era mejor no hablar con ella.

Para evitar tropezar con Odila o con cualquiera, se dirigió a recoger lo que necesitaba dando un rodeo. No cogió la armadura, ni siquiera la espada. Fue a la cocina y guardó un poco de comida en las alforjas, también agua, y una gruesa capa que había colgada delante del fuego para que se secara. La prenda aún estaba húmeda en algunos sitios y soltaba un intenso olor a oveja mojada, pero era ideal para su propósito. Vestido sólo con camisa y pantalones, se envolvió en la capa y se encaminó a los establos.

Tenía por delante una larga cabalgada; larga, mojada y solitaria.