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—Cuando el agua se acabe, podremos sacar sangre a los caballos y vivir de ella durante unos pocos días —dijo La Leona.

—¿Y qué pasará cuando mueran? —preguntó su marido.

Ella se encogió de hombros.

Al día siguiente, dos personas murieron por las quemaduras que sufrían. No pudieron enterrarlas, porque ninguna herramienta de las que llevaban rompería la sólida roca. Tampoco había piedras en la llanura barrida por el viento para cubrir los cadáveres con ellas. Finalmente los envolvieron en capas de lana y bajaron con cuerdas los cuerpos a una de las profundas grietas que se abrían en la roca.

Mareado por caminar bajo el sol abrasador, Gilthas escuchaba los lamentos de aquellos que lloraban a los muertos. Bajó la mirada hacia la grieta y pensó, aturdido, en el bendito frescor que debía de haber allí abajo. Sintió un roce en el brazo.

—Tenemos compañía —advirtió La Leona, señalando al norte.

Gilthas se resguardó los ojos con la mano e intentó atisbar a través del intenso resplandor. A lo lejos, rielantes por las ondas de calor, vislumbró tres jinetes a caballo. No distinguía detalles; eran manchas informes contra el horizonte. Miró fijamente hasta que los ojos le lloraron, albergando la esperanza de ver aproximarse a los jinetes, pero éstos no se movieron. El rey agitó los brazos y gritó hasta enronquecer, pero los jinetes se limitaron a permanecer inmóviles.

No queriendo perder más tiempo, Gilthas dio la orden de que se reanudara la marcha.

—Los observadores se mueven ahora —dijo La Leona.

—Pero no hacia nosotros —adujo Gilthas, angustiado por la decepción.

Los jinetes avanzaban en paralelo con los elfos, a veces perdiéndose de vista entre las rocas, pero siempre reapareciendo. Hacían notar su presencia para que los elfos se dieran cuenta de que se los vigilaba. Los extraños jinetes no parecían amenazadores, pero tampoco tenían necesidad de serlo. Si veían a los elfos como enemigos, el sol abrasador era la única arma que necesitaban.

El llanto de los niños y los gemidos de los enfermos y los moribundos fue más de lo que Gilthas pudo soportar.

—Vas a hablar con ellos —adivinó La Leona con la voz ronca por la falta de agua.

Él asintió con la cabeza. Tenía demasiado seca la boca para malgastar saliva.

—Si son habitantes de las Praderas, detestan a los extraños que entran en su territorio —le advirtió su mujer—. Podrían matarte.

Gilthas volvió a asentir en silencio; luego le agarró la mano, se la llevó a los labios y la besó. Hizo girar a su caballo y cabalgó hacia el norte, en dirección a los desconocidos jinetes. La Leona hizo detener la marcha, y los elfos se dejaron caer en el ardiente suelo rocoso. Algunos siguieron con la mirada a su joven rey, pero la mayoría estaban demasiado cansados y abatidos para preocuparse por su suerte o por la de ellos mismos.

Los extraños jinetes no galoparon al encuentro de Gilthas y tampoco se alejaron. Esperaron a que llegara. El rey todavía no distinguía detalles y, a medida que se aproximaba, entendió la razón. Los jinetes iban envueltos en ropas blancas que los cubrían de la cabeza a los pies, protegiéndolos del sol y del calor. También vio que llevaban espada al costado.

Ojos oscuros, entrecerrados para protegerse de la luz del sol, lo observaron desde las sombras arrojadas por los pliegues de la tela que envolvía sus cabezas. Era unos ojos fríos, desapasionados, que no traslucían los pensamientos.

Uno de los jinetes taconeó a su caballo situándose delante, como si estuviera al mando. Gilthas reparó en el detalle, pero siguió mirando al jinete que se mantenía ligeramente apartado del resto. Era muy alto, les sacaba la cabeza a los demás y, aunque Gilthas no habría sabido decir el porqué, el instinto le indujo a creer que el hombre alto era quien realmente estaba al mando.

El jinete que iba delante desenvainó la espada y la sostuvo ante sí a la par que gritaba una orden.

Gilthas no entendió las palabras, pero el gesto lo decía todo y se paró. Levantó las manos quemadas para mostrar que no llevaba armas.

—Din'on du'auth —dijo, pronunciando todo lo bien que le permitían los labios agrietados—. Os saludo.

El extraño respondió con un torrente de palabras que a los oídos del rey sonaron como zumbidos, todas semejantes y todas sin sentido.

—Lo siento —dijo, enrojeciendo y hablando en Común—, pero eso es todo lo que sé de vuestro lenguaje. —Tenía la garganta en carne viva, y hablar le producía un intenso dolor.

El extraño agitó la espada, espoleó a su montura y cabalgó directamente hacia Gilthas. El rey no se movió, no se inmutó. La espada silbó, inofensiva, detrás de su cabeza. El extraño giró, regresó a galope y sofrenó bruscamente al caballo levantando una nube de arena y haciendo toda una demostración de pericia ecuestre.

El jinete iba a hablar, pero el hombre alto levantó la mano en un gesto imperioso. Hizo avanzar a su montura y contempló a Gilthas con aprobación.

—Tienes coraje —dijo en Común.

—No. Simplemente estoy demasiado cansado para moverme —respondió el rey.

El hombre alto se echó a reír, pero fue una risa corta y seca. Hizo una señal a su compañero para que enfundara la espada y después se volvió a mirar a Gilthas de nuevo.

—¿Por qué vosotros, los elfos, que deberíais estar viviendo en vuestra opulenta tierra, abandonáis tal opulencia para invadir la nuestra?

Gilthas se sorprendió contemplando fijamente el odre de agua que el hombre llevaba, un odre que estaba hinchado y salpicado de gotitas de la evaporación. Se obligó a apartar los ojos y dirigirlos hacia el extraño.

—No invadimos vuestra tierra —afirmó mientras se lamía los labios resecos—. Intentamos cruzarla. Nos dirigimos a la tierra de nuestros parientes, los silvanestis.

—¿No pretendéis establecer residencia en las Praderas de Arena? —inquirió el hombre alto. No derrochaba palabras, sólo pronunciaba las precisas, ni más ni menos. Gilthas supuso que no era de los que derrochan nada con nadie, incluida la compasión.

—Créeme, no planeamos hacer tal cosa —respondió fervientemente—. Somos gente de árboles verdes y agua corriente fría. —Al pronunciar esas palabras, una intensa añoranza se adueñó de él hasta el punto de que le entraron ganas de llorar. Pero no le quedaban lágrimas. El calor del implacable sol las había evaporado—. Hemos de regresar a nuestros bosques o, en caso contrario, pereceremos.

—¿Y por qué os fuisteis de vuestra verde tierra y de la fría agua? —preguntó el hombre alto.

Gilthas se tambaleó en la silla. Tuvo que hacer una pausa e intentó encontrar saliva que humedeciera la reseca garganta, pero sin éxito. Cuando habló lo hizo en un ronco susurro.

—La hembra de dragón, Beryl, atacó nuestro país. Ha muerto, pero Qualinost se destruyó en la batalla. Muchos elfos, humanos y enanos perdieron la vida defendiéndola. Ahora los caballeros negros han invadido nuestra tierra con el propósito de aniquilarnos totalmente. No somos lo bastante fuertes para enfrentarnos a ellos, así que hemos de...

De lo siguiente que Gilthas tuvo conciencia fue de estar tendido de espaldas en el suelo, mirando el ojo ardiente del vengativo sol. El hombre alto, envuelto en sus ropajes, se encontraba acuclillado junto a él mientras uno de sus compañeros le mojaba los labios dejando caer agua lentamente. El hombre alto sacudió la cabeza.

—No sé qué es más grande, si el coraje de los elfos o su ignorancia. Viajar en las horas de más calor, sin la vestimenta adecuada... —Volvió a sacudir la cabeza.

Gilthas intentó incorporarse, y el hombre que le daba agua lo empujó para que siguiera tendido.

—O mucho me equivoco —siguió el hombre alto—, o eres Gilthas, hijo de Lauralanthalasa y Tanis el Semielfo.