Выбрать главу

—¡Díselo! —siseó Dalamar—. ¿Qué mas da? Un simple registro a los kenders dejará claro que no tienen el ingenio. Guárdate esa actitud desafiante para algo realmente importante.

El cuerpo de Palin sacudió la cabeza.

Mina soltó el medallón. Se hizo salir a los kenders, que protestaban afirmando que también eran El Tasslehoff Burrfoot.

Mientras los veía partir, Palin se preguntó cómo se las habría arreglado Tasslehoff, el verdadero Tasslehoff, para evitar su captura durante tanto tiempo. La frustración de Mina y su dios iba aumentando más y más.

Tasslehoff y su ingenio eran las chinches que impedían que la reina durmiera bien de noche. Saber que era vulnerable debía de ser una picazón constante, ya que, por muy poderosa que se hiciera, el kender se encontraba allí, donde y cuando no debería estar.

Si le ocurría algo —¿y qué kender había llegado a viejo?— los grandes planes de su Oscura Majestad se malograrían, acabarían en nada. La idea podría ser reconfortante salvo por el hecho de que Krynn y sus habitantes también acabarían igual.

—Razón de más para seguir vivos —adujo Dalamar con vehemencia, leyendo los pensamientos de Palin—. Una vez te unas a ese río de muertos, te hundirás y estarás para siempre a merced de la corriente, como lo están esas pobre almas que lo forman. Todavía conservamos un atisbo de voluntad propia, como acabas de comprobar. Ése es el fallo del experimento, el fallo que Takhisis no ha corregido todavía. Nunca le ha gustado la idea de libertad, lo sabes. Nuestra capacidad de pensar y actuar por nosotros mismos ha sido siempre su mayor enemigo. A menos que encuentre un modo de privarnos de ello, hemos de aferramos a nuestra fuerza, conservarla como sea. Se presentará nuestra oportunidad, y tenemos que estar preparados para no dejarla escapar.

«¿Nuestra oportunidad o la tuya?», se preguntó Palin. La actitud de Dalamar le hacía gracia y le enfurecía por igual, y, pensándolo bien, la suya le hacía sentirse completamente avergonzado de sí mismo.

«Me he quedado sentado sin hacer nada, compadeciéndome, como siempre, mientras que mi ambicioso e interesado colega se ha estado moviendo y haciendo algo. Se acabó. Seré tan egoísta, tan ambicioso, como dos Dalamar juntos. Puede que esté perdido en un país extraño, atado de pies y manos, en el que nadie habla mi idioma y todos son sordomudos, y ciegos para rematar. Aun así, de algún modo, encontraré a alguien que me vea, que me oiga, que me entienda.»

—Tu experimento fracasará, Takhisis —juró Palin.

El propio experimento se encargaría de ello.

12

En presencia del dios

El día que Gerard pasó en la cárcel fue el peor de su vida. Había confiado en acostumbrarse al hedor, pero le resultó imposible, y se sorprendió a sí mismo preguntándose si realmente valía la pena respirar. Los guardias echaron comida dentro de la celda y trajeron cubos de agua para beber, pero el agua sabía tan mal como olía y tuvo una arcada al tragarla. Le produjo una lúgubre complacencia advertir que el carcelero diurno, que no parecía muy inteligente, se mostraba —si tal cosa era posible— más nervioso y confuso que el de la noche.

A última hora de la tarde, Gerard empezó a pensar que había calculado mal, que su plan no era tan bueno como había pensado y que tenía todas las probabilidades de pasarse el resto de la vida en ese agujero. Le había cogido de sorpresa la visita de Mina a las celdas acompañando a los kenders. Era la última persona que deseaba ver. Mantuvo el rostro oculto, quedándose agachado en el suelo hasta que la chica se marchó.

Tras unas pocas horas, cuando parecía que no iba a aparecer nadie más, Gerard empezó a poner en tela de juicio su misión. ¿Y si no acudía nadie? Estaba pensando que no era ni de lejos tan listo como creía, cuando oyó un ruido que levantó inmensamente su ánimo: el golpeteo del acero, el tableteo de una espada.

Los guardias de la cárcel portaban garrotes, no espadas. Gerard se levantó de un brinco. Dos miembros de los Caballeros de Neraka entraron en el corredor de las celdas. Llevaban los cascos con la visera bajada (seguramente para protegerse del olor), corazas sobre los jubones, pantalones de cuero y botas. Las espadas iban envainadas, pero sus manos reposaban sobre las empuñaduras.

De inmediato se alzo un clamor entre los prisioneros, algunos demandando ser puestos en libertad, otros suplicando poder hablar con alguien sobre el terrible error que se había cometido. Los caballeros negros no les hicieron caso. Se encaminaron hacia la celda donde los dos magos permanecían sentados, mirando a las paredes, ajenos al alboroto.

Gerard se abalanzó hacia adelante y consiguió meter el brazo entre los barrotes y agarrar la manga de uno de los caballeros negros. El hombre se giró bruscamente. Su compañero desenvainó la espada, y si Gerard no hubiera apartado la mano quizá la habría perdido.

—¡Capitán Samuval! —gritó—. ¡Tengo que ver al capitán Samuval!

Los ojos del caballero eran destellos de luz en las sombras del yelmo. Alzó el visor para ver mejor a Gerard.

—¿Cómo es que conoces al capitán Samuval? —demandó.

—¡Soy uno de vosotros! —dijo desesperadamente Gerard—. Los solámnicos me capturaron y me encerraron aquí. He intentado convencer a esos dos zoquetes que se encargan de la prisión de que me liberen, pero no me han hecho caso. Tú trae al capitán aquí, ¿vale? Él me reconocerá.

El caballero miró fijamente a Gerard un instante más antes de cerrar el visor con un gesto brusco, y siguió caminando hacia la celda de los magos. Gerard no tenía más remedio que esperar que el hombre se lo dijera a alguien, que no lo dejaran allí para morir entre porquería.

Los caballeros negros escoltaron a Palin y a su compañero fuera del pabellón de celdas. Los prisioneros se echaron hacia atrás cuando los magos pasaron ante ellos; no querían tener nada que ver con hechiceros. Los magos estuvieron ausentes más de una hora, tiempo que Gerard empleó en preguntarse una y otra vez si el caballero se lo diría a alguien. Con suerte, el nombre del capitán Samuval lo empujaría a la acción.

El golpeteo de espadas anunció el regreso de los caballeros, que dejaron a los catatónicos hechiceros de vuelta en los camastros. Gerard se apresuró a acercarse a los barrotes para intentar hablar de nuevo con el caballero negro. Los prisioneros aporreaban los barrotes y gritaban llamando a los guardias cuando el alboroto cesó de repente, algunos interrumpiendo sus gritos tan bruscamente que se atragantaron.

Un minotauro entró en el corredor de las celdas. El hombre-bestia, cuyo rostro de toro resultaba aún más feroz a causa de los ojos inteligentes que observaban entre la masa de pelambre marrón, era tan alto que tenía que caminar con la cabeza inclinada para no rozar el techo con los afilados cuernos. Llevaba un arnés de cuero que dejaba al aire su torso musculoso e iba armado hasta los dientes, entre otras cosas llevaba una pesada espada que Gerard dudaba de ser capaz de levantar con las dos manos. Imaginó acertadamente que el minotauro venía a verlo, y no supo si preocuparse o sentirse agradecido.

Al acercarse el minotauro a la celda, los otros prisioneros forcejearon para ver quién podía llegar más deprisa a la parte posterior, y Gerard se quedó con toda la parte delantera para él. Intentó desesperadamente recordar el nombre del minotauro, pero sin éxito.

—Menos mal, señor —dijo, arreglándoselas para salir del paso—. Empezaba a pensar que me pudriría aquí. ¿Dónde está el capitán Samuval?

—Está donde tiene que estar —retumbó el minotauro. Sus ojos pequeños y bovinos se clavaron en Gerard—. ¿Para qué lo quieres?

—Para que responda por mí. Me recordará, estoy seguro. Quizá también me recordéis vos, señor. Estaba en vuestro campamento justo antes del ataque a Solanthus. Tenía una prisionera, una Dama de Solamnia.

—Lo recuerdo —dijo el minotauro, estrechando los ojos—. La solámnica escapó. Tuvo ayuda. La tuya.