—¡No, señor, no! —protestó Gerard, indignado—. ¡Os equivocáis! Quienquiera que la ayudara, no fui yo. Cuando supe que se había escapado, fui en su persecución. La alcancé, pero ya estábamos cerca de las líneas solámnicas. Gritó, y antes de que tuviera tiempo de acallarla —se llevó la mano al cuello—, sus compañeros acudieron a su rescate. Me cogieron prisionero, y estoy encarcelado desde entonces.
—Tras la batalla, los nuestros comprobaron si había algún caballero prisionero —apuntó el minotauro.
—Intenté decírselo —protestó Gerard, ofendido—. ¡Lo he estado diciendo desde entonces! ¡Nadie me cree!
El minotauro no respondió y se limitó a mirarlo fijamente. Gerard no podía saber qué pensaba el hombre-bestia bajo esos cuernos.
—Mirad, señor —continuó exasperado—, ¿iba a estar en este apestoso agujero si mi historia no fuera cierta?
El minotauro siguió mirando un instante más a Gerard. Después se dio media vuelta y se dirigió al fondo del corredor para conferenciar con el carcelero. Gerard vio que el hombre lo observaba, luego sacudía la cabeza y levantaba las manos en un gesto de impotencia.
—Déjalo salir —ordenó el minotauro.
El carcelero obedeció con presteza. Metió la llave en la cerradura y abrió la puerta de la celda. Gerard salió acompañado de un coro de maldiciones y amenazas de sus compañeros de prisión. Le daba igual. En ese momento, habría sido capaz de abrazar al minotauro, pero pensó que su reacción debía ser de indignación, no de alivio. Soltó a su vez unas cuantas maldiciones y lanzó una mirada fulminante al carcelero.
El minotauro plantó una pesada mano sobre el hombro de Gerard. Y no era en un gesto amistoso. Las uñas se clavaron dolorosamente en su carne.
—Te llevaré ante Mina —le dijo el minotauro.
—Quiero presentar mis respetos a la Señora de la Noche —contestó Gerard—, pero no puedo aparecer así ante ella. Dadme un rato para que me asee y encuentre algo de ropa decente...
—Te verá como estás —replicó el minotauro, que añadió como si se le acabara de ocurrir—. Nos ve a todos como somos.
Siendo precisamente eso lo que temía, Gerard no tenía ni pizca de ganas de entrevistarse con Mina. Había esperado recuperar su equipo de caballero (conocía el almacén donde los solámnicos lo habían escondido), mezclarse con la multitud y quedarse por los barracones, con los otros caballeros y soldados, enterarse de los últimos chismes, descubrir quién había dado órdenes para hacer qué, y después marcharse para presentar un informe.
Sin embargo, la cosa no tenía remedio. El minotauro (que se llamaba Galdar, recordó finalmente Gerard) lo condujo fuera de la cárcel. Gerard echó una última ojeada a Palin cuando salía. El mago no se había movido.
Sacudió la cabeza mientras un escalofrío lo recorría de pies a cabeza, y acompañó al minotauro por las calles de Solanthus.
Si había alguien que supiera los planes de Mina, ése era Galdar. Sin embargo, el minotauro no era un tipo parlanchín. Gerard mencionó Sanction un par de veces, pero el minotauro se limitó a responderle con una fría mirada. Gerard se dio por vencido y se concentró en observar la vida que se llevaba en la ciudad. Había gente en las calles ocupándose de sus cosas diarias, pero lo hacían de un modo apresurado, temeroso, manteniendo las cabezas gachas, eludiendo los ojos de las numerosas patrullas.
Todas las tabernas estaban clausuradas, las puertas selladas ceremoniosamente con una banda de tela negra extendida de lado a lado. Gerard conocía el dicho de que el valor se encuentra en el fondo de una jarra de aguardiente enano y suponía que ése era el motivo del cierre de tales establecimientos. La banda de tela negra también aparecía extendida sobre las puertas de otros negocios, en particular las tiendas de artículos de magia y en las que se vendían armas.
Poco después tuvieron a la vista el Gran Salón donde habían procesado a Gerard. Los recuerdos se agolparon impetuosos en su mente, en particular los relacionados con Odila. Era su mejor amiga; en realidad, su única amiga, ya que no era de los que hacían amistades fácilmente. Ahora lamentaba no haberse despedido de ella y, al menos, haberle dado alguna pista de lo que planeaba hacer.
Galdar pasó delante del Gran Salón y dejó atrás el edificio, que bullía de soldados y caballeros ya que al parecer se había destinado a acuartelamiento. Gerard creía que se detendrían allí, pero el minotauro lo condujo hacia los antiguos templos que se alzaban cerca del otro edificio.
Dichos templos habían estado dedicados anteriormente a los dioses más venerados por los caballeros: Paladine y Kiri-Jolith. El templo de Kiri-Jolith era el más antiguo de los dos y ligeramente más grande, ya que los solámnicos lo consideraban su patrón. El de Paladine, construido con mármol blanco, llamaba la atención por su diseño sencillo pero elegante. Cuatro columnas adornaban la fachada, y los escalones de mármol, de ángulos redondeados para darles apariencia de olas, descendían suavemente desde el pórtico.
Los dos templos estaban unidos por un patio y una rosaleda donde crecían rosas blancas, el símbolo de la caballería. Aun después de la marcha de los dioses y, posteriormente, de los clérigos, los solámnicos habían conservado los templos en buen estado y cuidado las rosaledas. Los templos los habían utilizado para el estudio o la meditación. Los ciudadanos de Solanthus encontraban en ellos un remanso de paz y tranquilidad y a menudo se los veía entrar con sus familias.
«No es de sorprender que el tal Único los contemple con ojos codiciosos —se dijo Gerard para sus adentros—. Me instalaría en ellos en un visto y no visto si me encontrara vagando por el universo en busca de un hogar.»
Un gran número de ciudadanos se había congregado ante las puertas del templo de Paladine, que estaban cerradas, y la multitud parecía esperar que se permitiera su acceso al interior.
—¿Qué ocurre, señor? —preguntó Gerard—. ¿Qué hace toda esa gente aquí? No parece que amenacen con atacar, ¿verdad?
Una leve sonrisa asomó al hocico del minotauro, que casi soltó una risita.
—Esta gente ha acudido para oír hablar del Único. Mina se dirige a la multitud todos los días con ese propósito. Sana a los enfermos y realiza otros milagros. Verás a muchos residentes de Solanthus rindiendo culto en el templo.
Gerard no supo qué decir a ese comentario. Cualquier cosa que se le ocurriera sólo lo metería en problemas, de modo que mantuvo la boca cerrada. Atravesaban la rosaleda cuando un fuerte destello de la luz del sol al reflejarse en ámbar atrajo su mirada. Parpadeó, abrió los ojos con sorpresa y se frenó tan bruscamente que Galdar, irritado, casi le arrancó el brazo de un tirón.
—¡Esperad! —gritó Gerard, consternado—. Es sólo un momento. ¿Qué es eso? —Señaló.
—El sarcófago de Goldmoon —contestó Galdar—. Antaño era la cabeza de los Místicos de la Ciudadela de la Luz. También era madre de Mina. Madre adoptiva —se sintió obligado a añadir—. Era una mujer muy, muy vieja. Más de noventa años, según dicen. Mírala, es joven y hermosa de nuevo. Así es como el Único otorga su favor a los leales.
—De mucho le va a servir, estando muerta —masculló entre dientes Gerard, que al mirar el cuerpo aprisionado en ámbar se le puso el corazón en un puño.
Recordaba perfectamente a Goldmoon, su hermoso cabello dorado que parecía tejido con rayos de luna. Recordaba su semblante de gesto firme y compasivo; y perdido, aunque sin abandonar la búsqueda. No obstante, en aquel cadáver no veía a la Goldmoon que había conocido. El rostro bajo el ámbar era el de nadie, el de cualquiera. El cabello rubio plateado tenía un tono ambarino, al igual que sus ropajes blancos. Estaba atrapada en la resina del mismo modo que el resto de los insectos.
—Se le otorgará de nuevo la vida —dijo Galdar—. El Único ha prometido realizar un gran milagro.
Gerard percibió un timbre extraño en la voz del minotauro y miró, sobresaltado, a Galdar. ¿Desaprobador? Resultaba difícil de creer. Aun así, recordando lo que sabía sobre los minotauros, a los que siempre se había descrito como devotos seguidores de su anterior dios, Sargonnas, que también era un minotauro, pensó que quizá Galdar empezaba a albergar dudas sobre ese dios Único. Gerard tomó nota de ello con la corazonada de que podría serle de utilidad más adelante.