Dio un paso hacia la salida, con las manos extendidas. Al acercarse al umbral sus movimientos se tornaron lentos, como si vadeara un río e intentara avanzar contracorriente. Finalmente se detuvo y sacudió la cabeza.
—¡No... puedo! —repitió con voz ahogada.
Gerard la miraba perplejo. Odila lo había intentado, eso era indiscutible, pero también resultaba obvio que algo le impedía salir.
Su mirada se desvió del rostro aterrado de la mujer al medallón que llevaba al cuello, y lo señaló.
—¡El medallón! ¡Quítatelo!
Odila alzó la mano hacia el colgante. Apartó bruscamente los dedos al tiempo que soltaba un grito de dolor.
Gerard agarró el medallón con el propósito de quitárselo de un tirón.
Una fuerte sacudida lo lanzó trastabillando contra las puertas. La mano le ardía y le palpitaba con un dolor punzante. Miró con impotencia a la mujer, que le devolvió la mirada con igual impotencia.
—No entiendo... —empezó Odila.
—Y, sin embargo, la explicación es de lo más sencillo —dijo una voz suave.
Con la mano en la empuñadura de la espada, Gerard giró sobre sus talones y se encontró con Mina de pie en el umbral.
—Quiero irme —dijo Odila, consiguiendo con un gran esfuerzo mantener la voz firme—. Tienes que dejarme marchar. No puedes retenerme contra mi voluntad.
—No te estoy reteniendo, Odila —contestó Mina.
La solámnica trató de cruzar las puertas una vez más. Prietas las mandíbulas, forzó todos sus músculos.
—¡Mientes! —gritó—. ¡Me has lanzado un conjuro!
—No soy hechicera —dijo Mina a la par que extendía las manos—. Lo sabes. Como también sabes qué te retiene aquí.
Odila sacudió la cabeza violentamente, negando.
—Tu fe —sentenció Mina.
La mujer solámnica la miró de hito en hito, desconcertada.
—Yo no...
—Oh, sí. Crees en el dios Único. Lo dijiste tú misma. «He visto sus designios. He visto el inmenso poder que posee.» Pusiste tu fe en el Único, Odila, y a cambio el dios reclama tu servicio.
—La fe no debería hacer de nadie un prisionero —manifestó Gerard, enfurecido.
Mina volvió los ojos hacia él y el caballero vio, consternado, las imágenes de miles de personas atrapadas en sus ambarinas profundidades. Tuvo la espantosa sensación de que si se quedaba mirando el tiempo suficiente, acabaría también allí.
—Descríbeme lo que es un servidor fiel —lo instó Mina—. O, mejor aún, un caballero fiel. Uno que es leal a su Orden. ¿Qué ha de hacer para que se le describa como «leal»?
Gerard mantuvo un obstinado silencio, pero dio lo mismo porque Mina respondió a su propia pregunta. Su tono era ferviente y sus ojos brillaban con una luz interior.
—Un servidor fiel actúa con lealtad y sin cuestionar los cometidos que le encarga su señor. A cambio, su señor lo viste y lo alimenta y lo protege de sufrir daño. Si el sirviente es desleal, si se rebela contra su señor, se le castiga. Ocurre igual con el caballero leal que está obligado a obedecer a su superior. Si no cumple con su deber o se rebela contra la autoridad, ¿qué le ocurre? Es castigado por romper su juramento. Hasta los solámnicos castigarían a un caballero así, ¿no es cierto, sir Gerard?
«Ella es la servidora fiel —comprendió Gerard—. Es el caballero leal. Y ello la hace peligrosa, quizá la persona más peligrosa que haya pisado Krynn jamás.»
Su argumento estaba viciado. Gerard lo sabía en lo más profundo de su ser, pero no se le ocurría por qué. No mientras siguiera contemplando aquellos ojos ambarinos.
Mina le sonrió dulcemente. Al no responderle, dio por hecho que había ganado. Volvió los ojos ambarinos hacia Odila.
—Niega que crees en el Único, Odila, y podrás marcharte libremente —le dijo.
—Sabes que no puedo —contestó la solámnica.
—Entonces, la fiel servidora del Único permanecerá aquí para cumplir con sus deberes. Regresa a tus aposentos, Odila. Es tarde. Necesitas descansar, porque mañana tenemos que preparar muchas cosas para la batalla que será la caída de Sanction.
Odila inclinó la cabeza y se dispuso a obedecer.
—¡Odila! —se arriesgó a llamarla Gerard.
La mujer continuó caminando y no se volvió a mirarlo.
Mina la siguió con la mirada y después se giró hacia Gerard.
—¿Te veremos entre las filas de nuestros caballeros mientras marchamos triunfantes a Sanction, sir Gerard? ¿O tienes otros deberes que te reclaman en algún otro lugar? Si es así, puedes irte. Tienes mis bendiciones y las del Único.
«¡Lo sabe! —comprendió Gerard—. Sabe que soy un espía, y aun así no hace nada. ¡Incluso me ofrece la oportunidad de marcharme! ¿Por qué no ordena detenerme? ¿O que me torturen? ¿O que me maten?»
De repente deseó que la muchacha lo hiciera. Hasta la muerte sería mejor que la idea de saber en su fuero interno que lo estaba utilizando, dejando que creyera que actuaba por propia iniciativa cuando, todo el tiempo, hiciera lo que hiciese, estaba ejecutando la voluntad del Único.
—Marcharé con vosotros —dijo Gerard, sombrío, y pasó ante la joven en dirección a las puertas.
En la escalinata del templo se detuvo, miró la oscuridad que envolvía el edificio, y anunció en voz alta:
—¡Regreso a mi alojamiento! Intenta no retrasarte, ¿quieres?
Cuando entró en su cuarto Gerard encendió una vela, fue hacia el escritorio y se quedó mirando largo rato el estuche de pergaminos. Lo abrió y sacó la misiva con su detallado plan para derrotar al ejército de Mina. Con deliberada lentitud, rompió la hoja en trocitos pequeños. Hecho esto, los quemó, pedazo a pedazo, en la llama de la vela.
15
El lisiado y el ciego
El ejército de Mina partió de Solanthus al día siguiente. No era el ejército al completo, ya que tuvo que dejar tropas suficientes para ocupar lo que supuestamente era una ciudad hostil. Dicha hostilidad era en gran parte un mito a juzgar por el número de solanthinos que salieron a aclamar a la joven, a desearle que le fuera bien y a ofrecerle tantos regalos que se habría llenado la carreta en la que transportaban el sarcófago de ámbar si Mina lo hubiera permitido. En cambio les dijo que entregaran esos regalos a los pobres en nombre del dios Único. Entre lágrimas, la gente de Solanthus bendijo su nombre.
Gerard también se habría echado a llorar, pero por razones diferentes. Había pasado la noche preguntándose qué hacer, si irse o quedarse. Finalmente decidió seguir con el ejército y cabalgar hasta Sanction. Se dijo que era por Odila.
La mujer también marchaba con las tropas. Iba sentada en la carreta con el cadáver de Goldmoon aprisionado en ámbar y los de los dos hechiceros, presos en su propia carne. Al reparar en los desdichados cadáveres ambulantes, Gerard se extrañó de no haberse dado cuenta de la verdad en el mismo momento de ver a Palin, con los ojos fijos y vacíos de expresión. Odila no miró al caballero cuando la carreta pasó ante él traqueteando.
Galdar sí lo miró; en sus oscuros ojos había una expresión torva. Gerard le sostuvo la mirada. El desagrado del minotauro le proporcionó cierto consuelo. El hecho de que marchara con el ejército de Mina encolerizaba al minotauro de forma tan obvia que Gerard sacó la conclusión de que al menos estaba haciendo algo bien.
Mientras pasaba por las puertas de la ciudad, situándose en un lugar de la retaguardia, tan lejos de Mina como le era posible sin dejar de formar parte de la tropa, su caballo estuvo a punto de arrollar a dos mendigos que se echaron precipitadamente a un lado.
—Lo siento, caballeros —se disculpó Gerard mientras refrenaba al animal—. ¿Está herido alguno de los dos?
Uno de los mendigos era un hombre mayor, de cabello y barba canosa, con el rostro surcado de arrugas y curtido por el sol. Sus ojos eran penetrantes, de un color azul brillante como el de un acero recién forjado. Aunque cojeaba y se apoyaba en una muleta, tenía el aire y el porte de un hombre de armas. Tal suposición la reforzaba el hecho de que llevaba lo que parecía una especie de uniforme descolorido y andrajoso.