Выбрать главу

—Nada, para variar —contestó ella, sonriéndole a través de los alborotados bucles dorados. Husmeó el aire—. ¿A qué hueles?

—A arena —contestó Gilthas mientras se frotaba la nariz, que siempre parecía estar atascada de polvo—. ¿Por qué? ¿A qué hueles tú?

—Agua. No el agua turbia de un oasis, sino agua que corre rápida y fresca. Hay un río cerca... —Los ojos se le llenaron de lágrimas y la voz le falló—. Lo hemos logrado, esposo. ¡Hemos cruzado las Praderas de Arena!

Y era un río, pero uno como los qualinestis no habían visto nunca. Los elfos se agolparon en la ribera y contemplaron un tanto consternados el agua que fluía roja como la sangre. Los hombres de las Praderas les aseguraron que el agua era potable, que el color rojo se debía a las rocas entre las que corría el río. Quizá los adultos habrían vacilado todavía, pero los niños se soltaron de sus padres y corrieron para chapotear en el agua que borbotaba alrededor de las raíces de una ceiba gigante. A no tardar, lo que quedaba de la nación qualinesti reía, chapoteaba y se divertía en el río Torath.

—Aquí os dejamos —anunció Wanderer—. Podéis vadear el río por este punto. Al otro lado, a sólo unos cuantos kilómetros, llegaréis a los restos de la calzada del Rey, el camino que os llevará a Silvanesti. El río corre junto a esta calzada durante muchos kilómetros, así que tendréis agua de sobra. Tampoco os faltará comida, ya que los frutos de los árboles que crecen a lo largo del río están en sazón en esta época del año.

Wanderer le tendió la mano a Gilthas.

—Os deseo suerte y éxito al final del viaje. Y para ti, ojalá que algún día oigas el canto de las estrellas.

—Qué sus voces nunca callen para ti, amigo mío —contestó Gilthas mientras le estrechaba la mano con afecto—. Nunca podré agradecerte bastante lo que tú y tu gente habéis hecho por...

Se interrumpió, ya que le estaba hablando a la espalda de Wanderer. Dicho todo lo que era necesario, el hombre de las Praderas hizo un gesto a sus compañeros y los condujo de vuelta al desierto.

—Qué gente tan extraña —comentó La Leona—. Son rudos y zafios y aman las rocas, cosa que jamás entenderé, pero resulta que los admiro.

—También yo —convino Gilthas—. Nos salvaron la vida, salvaron a la nación qualinesti. Espero que nunca tengan que lamentar lo que han hecho por nosotros.

—¿Y por qué iba a ocurrir eso? —inquirió La Leona, sobresaltada.

—No lo sé, amor mío. No lo sé. Es sólo una sensación que tengo.

Se alejó, dirigiéndose al río, y dejó a su esposa mirándolo con una expresión preocupada y consternada.

19

La mentira

Alhana Starbreeze se encontraba sola, sentada en el refugio que le habían construido los elfos que todavía poseían algún poder mágico, al menos el suficiente para ordenar a los árboles que proporcionaran un cobijo seguro para la exiliada reina elfa. Sin embargo resultó que los elfos no necesitaron su magia, pues los árboles, que siempre habían amado a esa raza, al ver a su reina vencida por la pena y el agotamiento y a punto de desplomarse, doblaron las ramas por voluntad propia y colgaron protectoras sobre ella, las hojas entrelazadas para impedir el paso de la lluvia y el viento. La hierba formó una suave y densa alfombra para servirle de lecho. Los pájaros cantaron suavemente a fin de atenuar su dolor.

Era por la tarde, a última hora, uno de los contados momentos de tranquilidad en la ajetreada vida de Alhana. Eran tiempos de agitación, ya que ella y sus fuerzas vivían en los bosques y sostenían una guerra de táctica relámpago contra los caballeros negros: ataques a campos de prisioneros, asaltos a barcos de suministros, osadas incursiones en la propia ciudad para rescatar a elfos en peligro. Sin embargo, en ese instante todo era paz. La cena ya había sido servida y los silvanestis bajo su mando se preparaban para pasar la noche. De momento nadie la necesitaba, nadie pedía que tomara decisiones que costarían más vidas elfas, que derramaran más sangre elfa. A veces Alhana soñaba que nadaba en un río de sangre, y de ese sueño nunca podía escapar, salvo ahogándose.

Algunos podrían opinar —de hecho había elfos que lo decían— que los caballeros negros le habían hecho un favor a Alhana Starbreeze. En el pasado se la juzgó como elfa oscura y fue exiliada de su patria por tener la osadía de intentar promover la paz entre los elfos de Silvanesti y sus parientes de Qualinesti, por tener el atrevimiento de contraer matrimonio con un qualinesti a fin de unificar sus dos reinos enzarzados en peleas.

Ahora, en el momento de mayor dificultad, su pueblo la había aceptado de nuevo. La sentencia de exilio había sido derogada formalmente por los Cabezas de las Casas que seguían vivos después de que los caballeros negros hubieran ocupado la capital, Silvanost. Ahora el pueblo de Alhana la abrazaba. De rodillas ante ella se habían lamentado vehementemente del «malentendido». No importaba que hubiesen intentado que la asesinaran. Y lo siguiente fue pedirle a voces:

—¡Salvadnos! ¡Reina Alhana, salvadnos!

Samar estaba encorajinado con ella, con su pueblo. Los silvanestis habían invitado a los caballeros negros a entrar en su ciudad y la rechazaron a ella. Apenas unas semanas antes, habían caído de hinojos ante la cabecilla de los caballeros negros, una chica humana llamada Mina. Se les advirtió de la traición de la muchacha, pero los milagros realizados por Mina en nombre del Único los habían cegado. Samar había sido uno de los que les advirtió, que les llamó necios por confiar en humanos, tanto si hacían milagros como si no. Los elfos se quedaron estupefactos, conmocionados y horrorizados cuando los caballeros negros la emprendieron contra ellos, crearon los campos de esclavos y las prisiones, y mataron a quienes se oponían.

Le producía una sombría satisfacción que los silvanestis hubiesen acabado venerando a Alhana Starbreeze, la única persona que se mantuvo leal a su pueblo y había combatido por ellos aun cuando la habían vilipendiado. Pero no le complacía tanto la respuesta de su soberana, que fue indulgente, magnánima, paciente. De ser por él, habrían tenido que arrastrarse y humillarse para obtener su favor.

—No puedo castigarlos, Samar —le dijo Alhana la tarde en que la sentencia de exilio se derogó, con lo que la reina era libre de regresar a su patria. Una patria sometida al dominio de los Caballeros de Neraka. Una patria por la que tendría que luchar para reclamarla como suya—. Y sabes el motivo.

Claro que lo sabía. Lo hacía todo por su hijo, Silvanoshei, que era rey de Silvanesti. Un hijo que no era digno de ello, en opinión de Samar. Silvanoshei era el responsable de admitir a los Caballeros de Neraka en la ciudad de Silvanost. Enamorado de la chica humana, Mina, Silvanoshei era la causa de la perdición de la nación silvanesti.

Aun así, la gente lo adoraba y seguía reivindicándolo como su rey. Seguían a su madre por él. Y por su causa Samar realizaba un viaje peligroso, obligado a dejar a su soberana en el momento más crítico de la larga historia de la nación silvanesti, obligado a rastrear todo Ansalon en busca de ese hijo. Aunque eran pocos los que lo sabían, el rey de Silvanesti había huido la misma noche en que Samar y otros elfos arriesgaron la vida para rescatarlo de los caballeros negros.

Que fueran contados quienes estaban enterados de la huida se debía a que Alhana se negaba a admitirlo, ni ante su pueblo ni ante sí misma. Lo sabían los elfos que habían acompañado a Samar la noche que Silvanoshei se marchó, pero la reina les había hecho jurar que mantendrían en secreto lo ocurrido. Leales desde hacía mucho tiempo, venerándola, habían accedido de buena gana, y ahora Alhana seguía fingiendo que Silvanoshei estaba enfermo y que tenía que permanecer aislado hasta que se curara.

Entretanto, estaba convencida de que regresaría.

—Se halla en algún lugar, enfurruñado —le había dicho a Samar—. Superará ese capricho pasajero y recobrará la sensatez. Volverá conmigo, con su pueblo.