Esos dragones exploradores habían visto la muchedumbre de gente en el desierto, pero ignoraban que eran qualinestis. Los tomaron por bárbaros, el pueblo de las Praderas de Arena, que huían de la invasión de la señora suprema Sablet. El general Dogah se preguntó qué hacer con esa emigración. No tenía órdenes con respecto al pueblo del desierto. Sus efectivos eran limitados y su control de Silvanost endeble, en el mejor de los casos. No quería empezar la guerra en otro frente, así que despachó un correo urgente para Mina a lomos de un dragón, en el que la informaba de la situación y solicitaba órdenes.
Al correo no le resultó fácil dar con la joven, ya que en primer lugar voló a Solanthus y allí se encontró con que el ejército había partido y marchaba hacia Sanction.
Tras otro día de vuelo, el correo la localizó. Después regresó con la respuesta, breve y escueta.
General Dogah:
Ésos no son habitantes del desierto. Son exiliados qualinestis. Destruidlos. En nombre del dios Único,
Dogah envió a sus jinetes de dragones para cumplir la orden pero, en el ínterin, los qualinestis habían desaparecido. No había rastro de ellos por ningún sitio. Soltó un juramento al recibir este informe, porque sabía lo que significaba. Los qualinestis se las habían arreglado para escapar hacia el interior de los bosques de Silvanesti y ahora estaban fuera de su alcance.
Ahora habría más elfos que atacarían a sus patrullas y lanzarían flechas incendiarias a sus barcos de suministro. Como si ya no tuviera bastantes problemas, los dragones empezaron a llevarle informes de que los ogros, encolerizados con los caballeros desde mucho tiempo atrás por robarles su tierra, se estaban agrupando en la frontera septentrional de Silvanesti con Blode, sin duda con la esperanza de apoderarse de parte del territorio elfo como compensación.
Para empeorar las cosas, empezaba a haber problemas con la moral de la tropa. Mientras Mina había estado allí para encandilarlos y embelesarlos, los soldados se entregaron a su trabajo con la dedicación y el entusiasmo de fieles seguidores, pero ya hacía semanas que la joven se había marchado. Los caballeros y los soldados a su mando se encontraban aislados en medio de un reino extraño y hostil, donde el enemigo acechaba desde cada sombra, y Silvanesti era una tierra de sombras. Las flechas caían del cielo para matarlos. Hasta la vegetación parecía resuelta a acabar con ellos. Las raíces de los árboles les hacían tropezar, las ramas muertas se desplomaban sobre sus cabezas, la maleza los conducía hacia zonas enmarañadas de las que muy pocos regresaban.
Ni un solo barco de suministro había bajado por el río en la última semana. Los elfos prendían fuego a los que lo intentaban. Los soldados no tenían otra comida que la que ingerían los elfos, y ningún humano podía subsistir mucho tiempo con plantas y hierbas. Los humanos, ansiosos de comer carne, no se atrevían a entrar en el bosque a cazar porque, como enseguida descubrieron, todas y cada una de las criaturas de la fronda eran espías de los elfos.
Los elfos de la ciudad de Silvanost, aparentemente acobardados por el poderío de los caballeros negros, actuaban cada vez con más osadía. Ningún hombre de Dogah osaba aventurarse solo en la ciudad si no quería correr el riesgo de acabar muerto en un callejón. Los hombres empezaron a quejarse y a rezongar.
Dogah dictó órdenes de torturar a más elfos, pero esa diversión sólo mantenía entretenida a la tropa durante un corto tiempo. Podía considerarse afortunado de que no se hubieran producido deserciones. Y no se debía a la lealtad, eso lo sabía bien, sino al hecho de que a los hombres les aterraban demasiado los elfos y el bosque que los cobijaba como para plantearse la huida.
Ahora, con la noticia de que mil elfos más se habían unido a los que se escondían en el bosque, las protestas se hicieron más fuertes amenazando con el amotinamiento, por lo que Dogah no pudo hacer oídos sordos. Él mismo empezó a albergar dudas. Cuando no se veía reflejado en sus ojos ambarinos, su confianza en Mina empezaba a decaer.
Despachó otro mensaje urgente a la joven, informándole que los qualinestis habían escapado a pesar de sus esfuerzos por destruirlos, que la moral de las tropas estaba por los suelos, y que a menos que ocurriera algo que cambiara la situación, se vería obligado a retirarse de Silvanesti o se enfrentaría a un motín.
Con la oscura barba acentuando el gesto hosco y sombrío de su semblante, el fornido general permaneció en sus aposentos, solo (se fiaba poco incluso de su guardia personal), bebiendo vino elfo (que habría cambiado con gusto por un licor más fuerte) y esperando la respuesta de Mina.
Los qualinestis entraron en el bosque para ser recibidos fríamente por sus parientes, los silvanestis, de los que llevaban tanto tiempo alejados. Se intercambiaba un beso de cortesía o un saludo, y acto seguido se ponían lanzas y flechas en las manos de los recién llegados. Si iban a instalarse en Silvanesti, entonces más valía que se prepararan para luchar por ella.
Los qualinestis estaban más que encantados de ayudarles, ya que veían aquello como una ocasión de vengarse de quienes les habían arrebatado su país y ahora lo arrasaban.
—¿Cuándo atacamos? —demandaron con ansiedad.
—Cualquier día de éstos —fue la respuesta de los silvanestis—. Esperamos el momento oportuno.
—¿Esperar el momento oportuno? —instó La Leona a su esposo—. ¿A qué «momento oportuno» esperamos? He hablado con los exploradores y los espías. Superamos en número a los caballeros negros, que no salen de Silvanost. Su moral se debilita más deprisa que un enano naufragado vestido con armadura completa. ¡Ahora es el mejor momento para atacarlos!
Los dos hablaban dentro del refugio que les habían proporcionado: un chozo construido con ramas de sauce, junto a un burbujeante arroyo. Era pequeño y apenas quedaba espacio para moverse, pero tenían más suerte que la mayoría de los elfos, ya que disponían de un espacio propio (debido al rango de Gilthas) y algo de intimidad. Casi todos los elfos dormían en las ramas de los árboles vivos o en los tocones huecos de los árboles muertos, dentro de cuevas o simplemente tumbados en la hierba, bajo las estrellas. Los qualinestis no se quejaban. Tras el viaje a través del desierto, no pedían más que dormir sobre las olorosas agujas de pino, arrullados por el suave murmullo de la lluvia.
—No me dices nada que no sepa ya —contestó Gilthas, taciturno. De nuevo vestía ropa más típica de su pueblo: túnica larga, ceñida con un cinturón, camisa de lana y calcetines, con los colores del bosque. Sin embargo, había doblado y guardado las prendas del desierto con cuidado.
»Pero hay problemas. Los silvanestis se encuentran desperdigados por todo el territorio, algunos situados a lo largo del río para cortar las líneas de suministro de los caballeros negros, otros ocultos cerca de Silvanost para asegurarse de que ninguna patrulla que tenga el coraje de abandonar la ciudad regresa intacta. Y hay otos dispersos por las fronteras...
—El viento, el halcón y la ardilla transportan mensajes —argüyó La Leona—. Si se enviaran órdenes ahora, la mayoría de los silvanestis podrían agruparse fuera de Silvanost dentro de una semana. Los días pasan y no se da la orden. Tenemos que seguir agazapados en el bosque y esperar. ¿Esperar a qué?
Gilthas lo sabía, pero no podía responder. Guardó silencio pues, obligado a dejar que su mujer echara chispas.
—¡Sabemos lo que pasará si dejamos pasar la ocasión! Así fue como los caballeros negros tomaron nuestra tierra durante la Guerra de Caos. Ocurrirá igual en Silvanesti si no actuamos ahora. ¿Es Silvanoshei, tu primo, el que frena la acción? Es joven. Probablemente no lo entiende. Tienes que hablar con él, Gilthas, explicárselo...