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Conocía bien a su marido. Al mirarle el semblante, las palabras murieron antes de salir de su boca. La Leona lo observó atentamente.

—¿Qué ocurre, Gilthas? ¿Qué es lo que va mal? Algo sobre Silvanoshei, ¿no es cierto?

Gilthas la miró de mala gana.

—¿Tan transparente soy? Los reyes deberían estar envueltos en misterio, ser inescrutables.

—Esposo —rió La Leona sin poder evitarlo—, eres tan inescrutable y misterioso como una copa de cristal. La verdad que hay dentro de ti está a la vista del mundo.

—La verdad... —Gilthas torció el gesto—. La verdad es, querida, que Silvanoshei no dirigirá a su pueblo ni en una carrera de sacos, cuanto menos en una guerra. No está aquí ni cerca de Silvanesti. Le prometí a Alhana que no diría nada, pero han pasado quince días y me parece que el momento de las mentiras ha quedado atrás. Con todo —Gilthas sacudió la cabeza—, temo que la verdad hará más mal que bien. Los silvanestis siguen a Alhana ahora sólo porque ella habla en nombre de su hijo. Algunos todavía la miran con desconfianza, la ven como una elfa oscura. Si descubren la verdad, si se enteran que les ha mentido, me temo que nunca más la creerán, que nunca le harán caso.

La Leona miró a su marido a los ojos.

—Eso te deja a ti, Gilthas.

Ahora fue él quien se echó a reír.

—Soy todo lo que ellos desprecian, querida. Un qualinesti con parte de sangre humana. No me seguirían.

—Entonces tienes que persuadir a Alhana de que le diga la verdad a su pueblo.

—No creo que pueda. Lleva manteniendo esa mentira tanto tiempo que, para ella, la mentira es ya verdad.

—¿Qué hacemos, entonces? —demandó ella—. ¿Vivir aquí en el bosque hasta que echemos raíces junto con los árboles? Los qualinestis podríamos atacar a los caballeros negros...

—No, querida —la atajó firmemente Gilthas—. Los silvanestis nos han permitido entrar en su patria, eso es indiscutible, pero nos miran con desconfianza, sin embargo. Hay algunos que piensan que estamos aquí para usurpar su país. Si los qualinestis atacaran Silvanost...

—Lo qualinestis no atacarían Silvanost, sino a los caballeros negros que están en Silvanost —argumentó La Leona.

—No sería así como lo interpretarían los silvanestis, y lo sabes tan bien como yo.

—Entonces nos sentamos de brazos cruzados.

—No sé qué otra cosa podemos hacer —repuso, sombrío, Gilthas—. La única persona que habría podido agrupar y dirigir a su pueblo se halla ausente, atraída por el señuelo que lo ha embobado. Sólo quedan dos personas para dirigir a los elfos: una reina elfa oscura y un rey semihumano.

—Aun así, antes o después alguien tendrá que ponerse al mando —dijo La Leona—. Tenemos que seguir a alguien.

—¿Y adonde nos conduciría esa persona, salvo a nuestra propia destrucción? —inquirió Gilthas, sombrío.

El general Dogah se había bebido ya varios barriles de vino. Sus problemas aumentaban día a día. Seis soldados a los que se les ordenó hacer guardia en las almenas se negaron a obedecer. Sus oficiales les amenazaron con azotarlos y ellos los atacaron, dándoles una gran paliza, tras lo cual huyeron con la esperanza de perderse en las calles de Silvanost. Dogah envió a sus tropas a por los desertores con la intención de colgarlos para dar un escarmiento.

Los elfos le ahorraron el trabajo de ahorcarlos. Los cuerpos de los seis fueron entregados en el castillo. Todos habían sufrido una muerte espantosa, de un modo truculento. En uno de los cadáveres encontraron una nota, garabateada en Común, que decía: «Un regalo para el dios Único».

Esa noche, Dogah envió otro mensaje a Mina, suplicándole que enviara refuerzos o le diera permiso para ordenar la retirada. Sin embargo, pensó con desánimo, no tenía la menor idea de hacia dónde se retirarían. Dondequiera que mirara, veía enemigos.

Dos días después, llegó el mensajero.

General Dogah,

Resista en suposición. La ayuda está en camino. En nombre del dios Único.

Mina

Eso no le servía de mucho consuelo.

Día tras día, Dogah subió a las murallas de Silvanost y oteó hacia el norte, hacia el sur, hacia el este, hacia el oeste. Los elfos estaban ahí fuera. Lo tenían rodeado. Día tras día, esperó el ataque de los elfos.

Los días pasaron y los elfos no hicieron nada.

21

El laberinto de setos

Tasslehoff Burrfoot se sentía, en ese momento del tiempo, extremadamente confuso y desorientado, mareado y con náuseas. De las tres sensaciones, predominaba la del mareo, así que le estaba resultando muy difícil pensar con claridad. Hubo un tiempo en que suelos de madera lisos y tierra sólida parecían elementos vulgares y corrientes en lo concerniente a él, pero ahora pensaba con cariño, anhelo y nostalgia en tierra o suelo o cualquier superficie sólida bajo sus pies.

También pensaba con añoranza en sus pies situados en el lugar que les correspondía y no creyéndose que eran la cabeza, que era lo que hacía constantemente, ya que siempre los miraba desde arriba y ahora se los encontraba por encima. Lo único bueno que le había pasado era que Acertijo se había quedado ronco de tanto gritar y ahora sólo emitía una especie de débiles graznidos.

Tas culpaba de todo ello al ingenio de viajar en el tiempo. Se preguntó tristemente si ese girar y dar vueltas y caer en distintos momentos del tiempo iba a repetirse eternamente, y la perspectiva lo amilanó un poco. Entonces se le ocurrió que antes o después el ingenio tendría que soltarlo en el instante del tiempo en que lo pisaba Caos. En definitiva, no era una posibilidad muy halagüeña.

Tales pensamientos le pasaron por la cabeza, que estaba girando y girando constantemente a través del tiempo. Los examinó tan a fondo como le era posible, considerando la sensación de mareo, y de repente una nueva idea surgió imponiéndose a las demás. Quizás el propietario de la voz que había oído y de la mano que había sentido en el hombro podría hacer algo respecto a ese continuo dar vueltas y vueltas. Decidió que en el mismo momento en que aterrizaran de nuevo, haría cuanto pudiera para ver al dueño de la mano.

Cosa que hizo. En el instante que sintió suelo firme (¡bendito suelo!) bajo sus pies, se volvió trastabillando (y bamboleándose mucho) para mirar tras de sí.

Vio a Acertijo y la mano de Acertijo, pero era la mano equivocada. No había nadie más, y de inmediato Tas supo el porqué. El gnomo y él se encontraban en lo que parecía un campo carbonizado por el fuego. A cierta distancia, unos edificios de cristal reflejaban el último fulgor de la tarde y brillaban anaranjados, purpúreos o dorados con las pinceladas de los rayos mortecinos del sol poniente. El aire todavía estaba cargado de olor a quemado, aunque el fuego que había consumido la vegetación se había apagado hacía tiempo. Tas oyó voces, pero sonaban lejos. De alguna parte llegó la dulce y penetrante música de una flauta.

Tasslehoff tuvo la vaga sensación de haber estado allí antes. O quizá había estado después de antes. Con todo ese saltar en el tiempo ya no estaba seguro de nada. El sitio le resultaba familiar, y se disponía a ponerse en marcha para buscar a alguien que pudiera decirle dónde estaba cuando Acertijo soltó una ahogada exclamación.

—¡El laberinto de setos!

Tas miró abajo y a los lados, y comprendió que el gnomo tenía razón. Se encontraban en lo que quedaba del laberinto de setos de la Ciudadela después de que los Dragones Rojos lo hubieran destruido con su aliento abrasador. Las paredes de hojas eran montones de cenizas en el suelo. Los senderos que giraban y torcían entre los muros de plantas —conduciendo a quienes los recorrían hacia el interior del laberinto— se encontraban al descubierto. El laberinto ya no era tal. Tas distinguía claramente el trazado, los blancos caminos resaltando en marcado contraste con el negro. Veía cada recodo, cada giro, cada espiral, cada curva, cada paso sin salida. Veía el camino hacia el corazón del laberinto de setos y veía la salida. La Escalera de Plata se alzaba a plena vista, al descubierto. Ahora se distinguía claramente que subía y subía hacia el vacío, y Tas, sintiendo revuelto el estómago, recordó su salto desde lo alto y su zambullida en el humo y las llamas.