—Lunitari, querida, Lunitari. Era una antigua diosa de la magia —le corrigió su amiga, otra de las esposas, mientras le daba con el codo—. Una de las deidades que se marcharon y nos dejaron a merced de esos enormes y monstruosos dragones.
—No, estoy segura que no era ésa —insistió la primera mujer, ofendida—. Era Lauratari, y mató a una de esas bestias horribles con un ingenio gnomo llamado dragonlezna. Se llamaba así porque se lo clavó hasta el fondo y lo agujereó como una suela de zapato. Y ojalá apareciera otra igual e hiciera lo mismo con estos dragones nuevos.
—Bueno, por lo que he oído, la tal Mina se propone hacer exactamente eso —intervino el primer mercader en un intento de poner paz entre las dos mujeres, que mascullaban mirándose malhumoradas.
—¿La habéis visto? —preguntó Silvanoshei, con el corazón en un puño—. ¿Habéis visto a esa Mina?
—No, pero está en boca de todo el mundo por las ciudades por las que hemos pasado.
—¿Y dónde se halla? —inquirió Silvanoshei—. ¿Cerca de aquí?
—Marcha por la calzada a Sanction. No te pasará por alto. Cabalga con un ejército de caballeros negros —contestó el tipo discutidor en tono adusto.
—No os toméis eso a mal, caballero —dijo una de las esposas—. Mina llevará la armadura negra, pero por lo que he oído tiene un corazón de oro.
—Por dondequiera que pasamos vemos algún niño al que ha curado o algún lisiado al que ha hecho que vuelva a andar —añadió su amiga.
—Va a romper el cerco de Sanction —abundó el mercader— y a devolvernos nuestro puerto. Entonces no tendremos que viajar a través de medio continente para vender nuestras mercancías.
—¿Y a ninguno os parece mal eso? —protestó el discutidor con aire furioso—. Nuestros Caballeros de Solamnia están en Sanction, intentando resistir, y vosotros jaleáis a la cabecilla de nuestros enemigos.
Aquellos provocó una encendida discusión que acabó con la mayoría del grupo a favor del bando que fuera con tal de que se abrieran los puertos de nuevo. Los solámnicos habían intentado levantar el cerco de Sanction y habían fracasado. Bien, pues que la tal Mina y sus caballeros negros probaran, a ver qué podían hacer.
Espantado y horrorizado de pensar que Mina se pusiera en semejante peligro, Silvanoshei se apartó un trecho para tumbarse separado de los demás, y permaneció despierto la mitad de la noche, enfermo de miedo por ella. ¡No debía atacar Sanction! Había que disuadirla de que tomara un curso de acción tan peligroso.
Se levantó y se puso en marcha con las primeras luces del día. No tuvo que azuzar al caballo. Fuego Fatuo estaba tan ansioso por regresar con su ama como lo estaba su jinete. Los dos se esforzaron al máximo, con el nombre de Mina sonando en cada golpeteo de los cascos, en cada latido del corazón de Silvanoshei.
Varios días después de su encuentro con Silvanoshei, la caravana de mercaderes llegó a la pequeña ciudad portuaria. Las dos mujeres dejaron a sus maridos levantando el campamento y fueron a visitar el mercado, donde les paró otro elfo que andaba merodeando por los establos, abordando a todos los recién llegados.
Éste era un elfo «estirado», como sentenció una de las esposas. El elfo se dirigió a ellas, en palabras de una de las mujeres: «Como si fuéramos las sobras que se echan a un perro».
Con todo, no dudaron en coger el dinero del elfo y le contaron lo que quería saber a cambio de él.
Sí, en la calzada se habían topado con un elfo joven vestido como un caballero. Un joven educado y cortés. No como otros, añadió la mujer del mercader con una mirada significativa. No recordaba dónde dijo que iba, pero sí que habían hablado sobre Sanction. Sí, suponía que era posible que se encaminara a esa ciudad, pero también era posible que se dirigiera a la luna, por lo que ella sabía.
El elfo mayor, de semblante severo y maneras cortantes, les pagó y se marchó por la misma calzada tomada por Silvanoshei.
Las dos esposas dedujeron inmediatamente a qué venía todo ese lío.
—Ese joven era su hijo y había huido de casa —manifestó la primera mientras asentía con aire enterado.
—Pues no le culpo, con un viejo de cara avinagrada como ése —dijo la otra, que miraba al elfo que se alejaba con aire iracundo.
—Vaya, ojalá le hubiera dado una pista falsa —abundó la primera—. Le estaría bien empleado.
—Hiciste lo que creíste que era mejor, querida —le contestó su amiga mientras estiraba el cuello para ver cuántas monedas de plata le había dado—. No debemos involucrarnos en asuntos de gente tan extravagante como ésa.
Agarradas del brazo, la dos se dirigieron hacia la taberna más cercana para gastarse el dinero del elfo.
23
Convictos de fe
Las tropas de Mina avanzaron inexorablemente y sin pausa hacia Sanction. Siguieron sin encontrar oposición ni resistencia en su camino. Mina no cabalgaba con sus legiones, sino por delante de ellas y entraba en pueblos, villas y ciudades para realizar sus milagros, propagar la palabra del Único y hacer redadas de kenders. A muchos les extrañó esto último. La mayoría daban por hecho que se proponía matarlos (y muy pocos lo habrían lamentado), pero se limitó a interrogarlos, a todos, uno por uno, preguntando por un kender en particular que se hacía llamar Tasslehoff Burrfoot.
Hubo muchos Tasslehoff que se presentaron por sí mismos ante la muchacha, pero ninguno era El Tasslehoff Burrfoot. Una vez que les había interrogado, Mina los soltaba y los dejaba ir con la promesa de una rica recompensa si encontraban a ese Burrfoot.
A diario, llegaban kenders a espuertas al campamento trayendo consigo Tasslehoff Burrfoot de todo tipo y descripción con la esperanza de recibir la recompensa. Esos Tasslehoff incluían no sólo kenders, sino perros, cerdos, un asno, un cabrito y, en una ocasión, un enano terriblemente irritado y con una gran resaca. Diez kenders lo metieron, atado y amordazado, casi a rastras al campamento, afirmando que era El Tasslehoff Burrfoot que se había puesto una barba falsa para disfrazarse.
Los humanos y los kenders de Solamnia, Throt y Estwilde estaban tan entusiasmados con Mina como lo habían estado los elfos de Silvanesti. La observaban con gran desconfianza cuando entraba en las poblaciones, y después la seguían entonando plegarias y cantos cuando se marchaba. Castillo tras castillo, ciudad tras ciudad, cayeron ante el encanto de Mina, no ante la fuerza de su ejército.
Hacía mucho que Gerard había renunciado a la esperanza de que los Caballeros de Solamnia atacaran. Suponía que lord Tasgall se proponía concentrar sus esfuerzos en Sanction en lugar de intentar frenar a Mina a lo largo del camino. Gerard les habría dicho que estaban perdiendo el tiempo. El ejército de la joven crecía de día en día a medida que más y más hombres y mujeres se unían a su bandera y a la veneración del dios Único. Aunque el paso marcado por sus oficiales era rápido y las tropas tenían que levantarse de madrugada y marchar hasta que caía la noche, la moral era alta. La marcha más parecía el desfile de una boda avanzando hacia una alegre celebración que un ejército dirigiéndose hacia una batalla, una carnicería, y la muerte.
Gerard seguía sin ver apenas a Odila. La mujer viajaba con el séquito de Mina y a menudo no se encontraba con el grueso de las tropas. Gerard ignoraba si iba por propia voluntad o si la forzaban a hacerlo, ya que Odila ponía gran cuidado en evitar cualquier contacto con él. El caballero sabía que lo hacía por su propia seguridad, pero no tenía a nadie más con quien hablar y no le habría importado arriesgarse con tal de tener ocasión de compartir sus pensamientos —por oscuros y pesimistas que fueran— con alguien que le comprendiera.
Un día, Galdar lo sacó bruscamente de sus reflexiones. El minotauro, al verlo cabalgando en la retaguardia, le ordenó situarse delante, con los otros caballeros. Gerard no tuvo más opción que obedecer, y se pasó el resto de la marcha viajando bajo la vigilante mirada del minotauro.