Tras decidir que ganaría tiempo yendo a pie por las abarrotadas calles, Gerard dejó el caballo en el establo de una posada próxima a la Puerta Oeste, y caminó hacia el norte, donde se alzaba el templo sobre una colina un tanto alejada de la ciudad y desde la que se dominaba la urbe.
Encontró a unas cuantas personas reunidas delante del templo, escuchando a Mina relatar los milagros del dios Único. Un hombre mayor mostraba una expresión sumamente ceñuda, pero casi todos los demás parecían interesados.
El templo resplandecía con las luces, tanto dentro como fuera. Las inmensas puertas dobles se abrieron de par en par. Al mando de Galdar, los caballeros introdujeron el sarcófago de ámbar de Goldmoon en la nave central del altar. La cabeza astada del minotauro se divisaba con facilidad, los cuernos y el hocico perfilados contra las llamas de las antorchas colocadas en hacheros en las paredes. Mina observó atentamente el procedimiento, echando ojeadas frecuentes a la procesión para asegurarse de que el sarcófago era manejado con cuidado y que sus caballeros se comportaban con dignidad y respeto.
Gerard se había parado bajo la densa sombra de un árbol envuelto en la noche a fin de reconocer el terreno, confiando en atisbar a Odila, y observó cómo el sarcófago de ámbar entraba lenta y majestuosamente en el templo. En cierto momento oyó a Galdar lanzar una dura reprimenda, y vio que Mina giraba la cabeza rápidamente para ver qué ocurría. Estaba tan preocupada que perdió el hilo de su sermón y tuvo que pensar un momento para recordar dónde se había quedado.
Gerard no podía pedir una ocasión mejor que aquella para hablar con Odila, mientras Galdar supervisaba los detalles del funeral y Mina hacía proselitismo entre la gente. Cuando un grupo de caballeros pasó hacia el templo llevando el equipaje de Mina, Gerard se situó tras los últimos.
Los caballeros estaban de buen humor y charlaban y reían por la estupenda broma que significaba que Mina hubiera ocupado el templo de los hacedores de buenas obras, los Místicos. Gerard no le veía la gracia, y dudaba mucho de que a Mina le hubiera gustado si los hubiese oído.
Los caballeros entraron por otras dobles puertas, encaminándose a los aposentos de Mina. Al mirar por una puerta abierta que había a su izquierda, hacia la intensa luz de las velas, Gerard vio a Odila de pie junto al altar, dirigiendo el emplazamiento del sarcófago de ámbar encima de varios caballetes de madera.
Gerard se quedó en las sombras, esperando que se presentara la ocasión de pillar sola a Odila. Los caballeros avanzaron con el pesado sarcófago y lo depositaron sobre los caballetes entre gruñidos y resoplidos, así como un grito y una maldición, debidos a que uno de los hombres había soltado demasiado pronto su carga con el resultado de pillarle los dedos a otro. Odila lanzó una seca recriminación y Galdar gruñó una amenaza. Los hombres empujaron una y otra vez y, al poco rato, el sarcófago se encontraba en su sitio.
Cientos de velas blancas ardían en el altar, probablemente colocadas allí por Odila. Las llamas de las velas se reflejaban en el ámbar, de manera que daba la impresión de que Goldmoon yacía en medio de una miríada de minúsculas llamas. La luz iluminaba su céreo rostro. Tenía un aspecto más sereno de lo que Gerard recordaba, si es que tal cosa era posible. Quizá, como había dicho Mina, a Goldmoon le complacía encontrarse en casa.
Gerard se pasó la manga por la frente sudorosa. Las velas irradiaban muchísimo calor. El caballero vio un hueco en un banco, en la parte trasera de la nave del altar. Se movió tan silenciosamente como le fue posible, sosteniendo la espada para evitar que golpeara contra la pared. Estaba un poco deslumbrado por haber contemplado las llamas fijamente, y tropezó con alguien. Iba a disculparse cuando le sacudió un escalofrío al ver que esa persona era Palin. El mago estaba sentado en el banco, completamente inmóvil, mirando sin pestañear las llamas de las velas.
Tocar el fláccido brazo del mago fue como tocar un cadáver caliente. Sintiendo una náusea, Gerard se cambió rápidamente a otro banco. Tomó asiento y aguardó con impaciencia que el minotauro se marchara.
—Pondré una guardia alrededor del sarcófago —anunció Galdar.
Gerard masculló una maldición. No había contado con eso.
—No es necesario —dijo Odila—. Mina va a venir a rezar al altar y ha dado órdenes de que quiere estar sola.
Gerard respiró con alivio, y entonces se le cortó del golpe la respiración. El minotauro estaba a medio camino hacia la puerta cuando hizo una pausa y recorrió con la mirada la nave del altar. Gerard se quedó completamente inmóvil mientras intentaba recordar si los minotauros tenían buena vista nocturna o no. Le pareció que Galdar lo había visto, ya que los ojos bovinos se quedaron clavados en él. El caballero esperó, tenso, a que Galdar lo llamara, pero al cabo de unos instantes de escrutinio el minotauro salió del templo.
Gerard se enjugó el sudor que le corría por la cara y le goteaba en la barbilla. Lenta y cautelosamente, se apartó de las filas de bancos y se dirigió hacia el altar. Intentó no hacer ruido, pero el cuero crujía y el metal tintineaba.
La luz de las velas bañaba a Odila. Tenía el rostro vuelto parcialmente hacia él, y Gerard se alarmó al ver lo delgada y demacrada que estaba. Había perdido su buen tono muscular al viajar durante semanas en la carreta y sin hacer otra cosa que escuchar las arengas de Mina y obligar a comer a los magos. Probablemente todavía podía empuñar su espada, pero no duraría ni dos asaltos con un oponente sano y avezado en la lucha.
Apenas hablaba y nunca reía, llevando a cabo sus tareas en silencio. A Gerard no le había gustado ese dios antes, pero ahora empezaba a odiarlo. ¿Qué tipo de dios sofocaba la alegría y le ofendía la risa? Ningún dios con el que él quisiera tener nada que ver. Se alegraba de haber ido a hablar con Odila, y esperaba poder convencerla para que abandonara esto y se fuera con él.
Mas, no bien había nacido esa esperanza cuando murió dentro de él. Una mirada a la cara de la mujer, mientras ésta se inclinaba sobre las velas, le bastó para darse cuenta de que estaba perdiendo el tiempo.
Aquello le recordó de repente un viejo truco de cazador furtivo para atrapar a un pájaro. Se pegaban bayas a intervalos regulares en un fino y largo cordel atado a una estaca. El pájaro se comía las bayas, una por una, ingiriendo el cordel al mismo tiempo. Cuando el pájaro llegaba al final de la ristra intentaba levantar el vuelo, pero para entonces tenía el cordel enroscado en las tripas y no podía escapar.
Una por una, Odila había ingerido las bayas pegadas al letal cordel. La última era el poder realizar milagros. Estaba atada el Único y sólo un milagro —un milagro inverso— la dejaría libre.
En fin, quizá la amistad era esa clase de milagro.
—Odila... —empezó.
—¿Qué quieres, Gerard? —preguntó sin volverse.
—Tengo que hablar contigo. Es un momento, por favor. No nos llevará mucho tiempo.
Odila se sentó en un banco, cerca del sarcófago de ámbar. Gerard se habría sentido más cómodo sentándose más atrás, lejos de la luz y del calor, pero la mujer no quiso moverse. Tensa y preocupada, echaba ojeadas a la puerta cada dos por tres, unas miradas que eran en parte nerviosas y en parte expectantes.
—Odila, escúchame —dijo Gerard—. Me marcho de Sanction. Esta noche. He venido a decírtelo y a intentar convencerte de que te vengas conmigo.
—No —respondió ella al tiempo que volvía a mirar hacia la puerta—. No puedo irme ahora. Tengo mucho que hacer antes de que llegue Mina.
—¡No te estoy invitando a una merienda campestre! —exclamó, exasperado—. ¡Te estoy pidiendo que huyas conmigo de este sitio, esta noche! La confusión reina en la ciudad con los soldados entrando y saliendo. Nadie sabe qué ocurre. Pasarán horas antes de que se establezca cierto orden. Ahora es el momento perfecto para escapar.
—Entonces, vete —contestó mientras se encogía de hombros—. De todos modos no quiero tenerte por aquí.