Выбрать главу

Se frenó de golpe.

«Galdar tiene razón —se dijo amargamente—. Me habría hecho un favor metiéndome en las tripas una espada común y corriente. La hoja que ha clavado ahora está envenenada y nunca podré librarme de ella. ¿Qué hago? ¿Qué puedo hacer?»

Sólo tenía una respuesta, y era la misma que le había dado a Odila.

Tenía que seguir lo que le dictaba el corazón.

28

El nuevo ojo

Mientras regresaba a la Puerta Oeste, a Galdar le decepcionó descubrir que no se sentía tan satisfecho de sí mismo como debería estarlo. Había esperado contagiar la seguridad y confianza del solámnico con la misma enfermedad que le infectaba a él. Había conseguido el propósito para el que había ido allí; la expresión furiosa y frustrada en el rostro del solámnico lo había demostrado. Pero Galdar se sorprendió de no sentir satisfacción con su victoria.

¿Qué era lo que había esperado? ¿Qué el solámnico le demostrara que se equivocaba?

—¡Bah! —resopló—. Está atrapado en el mismo lazo que todos nosotros, y no hay modo de escapar. Ya no. Nunca. Ni siquiera en la muerte.

Se frotó el brazo derecho que le había empezado a doler de manera persistente y se sorprendió pensando que ojalá volviera a perderlo por lo mucho que le dolía. Hubo un tiempo en que se había sentido orgulloso de ese brazo, el que Mina le había devuelto, el primer milagro que había realizado en nombre del Único. Se encontró toqueteando la empuñadura de la espada con la vaga idea de cortárselo él mismo. No lo haría, por supuesto. Mina se enfadaría con él; peor aun, se entristecería y se sentiría dolida. Podía soportar su ira; ya había sentido su azote en otras ocasiones. Pero jamás podría hacer nada que la hiriese. La mayor parte de la rabia y el resentimiento acumulados que sentía por Takhisis no se debía a cómo le trataba, sino su modo de tratar a Mina, que lo había sacrificado todo, incluso la vida, por su diosa.

Mina había sido recompensada. Había conseguido victoria tras victoria sobre sus enemigos y se le había concedido el don de realizar milagros. Pero Galdar conocía a Takhisis de antiguo. Su raza nunca había tenido en mucha estima a la diosa, que era consorte del dios minotauro, Sargas; o Sargonnas, como lo llamaban las otras razas. Sargas se había quedado con su pueblo para combatir a Caos hasta el amargo final, cuando —según contaba la leyenda— se sacrificó a sí mismo para salvar a la raza de minotauros. Takhisis jamás se sacrificaría por nada ni por nadie. Esperaba que hiciesen sacrificios por ella, los exigía a cambio de sus dudosas bendiciones.

Quizá fuera eso lo que tenía pensado para Mina. Galdar se inquietaba al oír a Mina hablar constantemente sobre ese «gran milagro» que Takhisis iba a hacer la Noche del Nuevo Ojo. Takhisis nunca daba nada a cambio de nada. Galdar sólo tenía que sentir el palpitante dolor del desagrado de la diosa con él para saberlo. Mina era tan confiada, tan cándida... Nunca entendería la falsedad de Takhisis, su naturaleza traicionera y vengativa.

Ésa, naturalmente, era la razón de que hubiese escogido a Mina. Por eso y porque amaba a Goldmoon. Takhisis no dejaría pasar la oportunidad de infligir daño a cualquiera, en especial a Goldmoon, que había desbaratado sus planes en el pasado.

«Podría decírselo a Mina —pensó Galdar mientras entraba en el templo—. Podría contárselo, pero no me escucharía. Últimamente sólo escucha una voz.»

El Templo del Corazón, ahora el Templo del Único. ¡Cómo debía de divertir a Takhisis esa denominación! Tras toda una eternidad de ser una entre muchos ahora era única y todopoderosa.

El minotauro sacudió la astada cabeza con aire sombrío.

El recinto del templo estaba vacío. Galdar se encaminó primero a los aposentos de Mina. En realidad no esperaba encontrarla allí, a pesar de que debía de estar exhausta tras la batalla del día. Sabía dónde se encontraría. Sólo había ido antes para comprobar que todo estaba dispuesto para cuando decidiera finalmente ir a acostarse.

Miró la habitación que había sido del superior de la Orden, probablemente aquel viejo necio que estuvo ceñudo durante todo el sermón de Mina. Galdar halló todo preparado. Todo se había dispuesto para su comodidad. Las armas se encontraban allí, al igual que la armadura, colocada cuidadosamente en un perchero. Se había limpiado la sangre de su maza, al igual que de su armadura, y se le había sacado brillo. También se habían limpiado las botas de sangre y barro. En un escritorio, cerca de la cama, había una bandeja con comida. Alguien había puesto incluso unas tardías flores silvestres en una copa de peltre. En la habitación todo atestiguaba el amor y la devoción que sus tropas sentían por ella.

Por ella. Galdar se preguntó si sería consciente de eso. Los hombres luchaban por ella, por Mina. Gritaban su nombre cuando los conducía a la batalla. Lo gritaban en señal de victoria.

Mina... Mina...

No gritaban: «Por el dios Único». No gritaban: «Por Takhisis».

—Y apostaría que eso no te gusta —le dijo Galdar a la oscuridad.

¿Podía una deidad estar celosa de una mortal?

Esta diosa sí, pensó Galdar, y de repente lo asaltó el miedo.

Entró en la nave del altar y se paró parpadeando dolorosamente mientras sus ojos se acostumbraban a la luz de las velas que ardían en el ara. Mina se encontraba sola, rezando de rodillas ante el altar. Galdar oía su voz, musitando, haciendo un alto, musitando de nuevo, como si estuviese recibiendo instrucciones.

La otra solámnica, la dama de caballería convertida en sacerdotisa, yacía tendida sobre un banco, dormida profundamente en el duro lecho. La capa de la propia Mina cubría a la mujer. Galdar no conseguía nunca acordarse de su nombre.

Goldmoon, en su sarcófago de ámbar, también dormía. Los dos magos seguían sentados en la parte posterior de la cámara, donde los habían dejado. El minotauro distinguía sus figuras, imprecisas a la luz de las velas. Su mirada pasó rápidamente sobre ellos y volvió hacia Mina. Ver a los patéticos hechiceros le producía terror, hacía que se le erizara el vello a lo largo de la columna vertebral, recorriéndole la espalda con un escalofrío.

Quizás algún día su propio cadáver se sentaría allí en silencio, mirando al vacío, sin hacer nada, esperando las órdenes de Takhisis.

Galdar se dirigió al altar. Intentó caminar en silencio por respeto a Mina, pero los minotauros no estaban hechos para movimientos sigilosos. Tropezó con la rodilla en un banco, la espada se mecía y repicaba contra su costado, sus pisadas retumbaban, o eso le parecía a él.

La solámnica rebulló, inquieta, pero su sueño era demasiado profundo para despertarse.

Mina no le oyó.

Avanzó hasta situarse junto a ella.

—Mina —llamó en voz baja.

La muchacha no levantó la cabeza.

—Mina —repitió tras esperar un momento, y posó suavemente la mano en su hombro.

Ahora la joven se volvió y miró. Tenía el semblante pálido y demacrado por la fatiga. Las ojeras dibujaban un círculo oscuro en torno a sus ojos ambarinos, cuyo brillo estaba empañado.

—Deberías ir a la cama —le dijo Galdar.

—Aún no.

—En la batalla estuviste en todas partes —insistió—. No podía alcanzarte. Allí donde miraba, allí te encontraba, luchando, rezando. Necesitas descansar. Hay mucho que hacer mañana y los días siguientes para fortificar la ciudad. Los solámnicos nos atacarán. Su espía cabalga ya para alertarlos. Lo dejé marchar, como me ordenaste —gruñó—. Creo que fue un error. Está compinchado con el rey elfo. Los solámnicos llegarán a algún acuerdo con los elfos y ambas naciones caerán sobre nosotros con toda su potencia.

—Es lo más probable —convino Mina.

Le tendió la mano a Galdar, que se sintió privilegiado por ayudarla a ponerse de pie. La joven retuvo la mano derecha del minotauro en la suya y lo miró a los ojos.

—Todo está bien, Galdar. Sé lo que hago. Ten fe.