Filo Agudo lo condujo entre el gentío. Avanzaron despacio, sin llamar la atención, y entraron en el derruido templo que ahora se alzaba como un monumento al tótem de cráneos de dragón.
—¿Estamos solos? —preguntó Espejo.
—Los cuerpos de los dos hechiceros están sentados en un rincón.
—Háblame de ellos —pidió el Plateado con el corazón en un puño—. ¿Qué aspecto tienen?
—Como cadáveres apuntalados para mantenerlos en pie en su propio funeral —respondió secamente Filo Agudo—. Es todo lo que pienso decir. Da gracias de que no puedes verlos.
—¿Y sus espíritus?
—No veo señal de ellos. Mejor así. No me gustan los hechiceros, ni vivos ni muertos. No necesitamos que se entrometan. Estás delante del tótem, puedes alargar la mano y tocar las calaveras, si lo deseas.
Espejo no tenía la menor intención de tocar nada. No hacía falta que el Azul le dijera que se encontraba ante el tótem. Su magia era poderosa, potente; la magia de un dios. Espejo se sentía atraído y repelido por igual.
—¿Cómo es el tótem? —inquirió quedamente.
—Los cráneos de nuestros hermanos, apilados unos sobre otros y formando una grotesca pirámide —contestó Filo Agudo—. Las calaveras más grandes sostienen las más pequeñas. Los ojos de los muertos brillan en las cuencas. En algún lugar de ese montón está el cráneo de mi pareja. Puedo percibir el fuego de su vida arder en la oscuridad.
—Y yo siento el poder de la diosa radicado en el tótem —comentó Espejo—. Palin tenía razón. Éste es el umbral. Éste es el Portal por el que Takhisis entrará finalmente en el mundo.
—Pues yo digo que así sea —manifestó el Azul—. Ahora que veo esto, digo que venga Takhisis si su concurso es necesario para matar a Malystryx.
Espejo olía las velas encendidas, aunque no las viera. Sentía su calor. Percibía, al igual que Filo Agudo, el ardor de su propia ira y su ansia de venganza. Espejo tenía sus propias razones para odiar a Malys. La Roja había destruido Kendermore, había matado al esposo adorado de Goldmoon, Riverwind, y a su hija. Había asesinado a cientos de personas y desplazado de sus hogares a muchas miles, aterrorizándolas mientras huían sólo para divertirse. De pie ante el tótem que Malys había construido con los cráneos de los que había devorado, Espejo empezó a preguntarse si Filo Agudo no tendría razón.
El Azul se acercó a su oído y le susurró:
—Takhisis tiene sus faltas, lo admito sin reparo. Pero es una diosa, y es nuestra, de nuestro mundo, es todo lo que nos queda. Eso tienes que reconocerlo.
Espejo no reconocía nada.
—No puedes verlos —siguió el Azul, sin dar tregua—, pero hay cráneos de Dragones Plateados en ese tótem. Muchos. ¿No quieres vengar sus muertes?
—No necesito verlos. Oigo sus voces. Oigo sus gritos de muerte, todos y cada uno de ellos. Oigo los gritos de sus compañeras que los amaban, y los gritos de los hijos que nunca engendrarán. Mi odio por Malys es tan intenso como el tuyo. Y dices que para librar al mundo de ese terrible azote, he de tragarme la amarga medicina del triunfo de Takhisis.
—Es nuestra diosa —repitió Filo Agudo, encogiéndose de hombros—. De nuestro mundo.
Terrible elección. Espejo se sentó en el duro banco e intentó decidir qué hacer. Absorto en sus pensamientos, olvidó dónde se encontraba, olvidó que estaba en el campamento de sus enemigos. El codo del Azul se clavó en su costado.
—Tenemos compañía —advirtió en voz queda.
—¿Quién? ¿Mina?
—No, el minotauro que nunca se encuentra lejos de ella. Te dije que era una mala idea. No, no te muevas. Ahora ya es tarde. Estamos en la penumbra, quizá no se fije en nosotros. Además —añadió fríamente el Azul—, podemos enterarnos de algo.
Efectivamente, Galdar no reparó en los dos mendigos cuando entró en la nave del altar. Al menos, no de inmediato. Estaba sumido en sus propias preocupaciones. Esperaba equivocarse, pero no era una esperanza muy firme, probablemente porque conocía a Mina muy bien.
La conocía y la quería.
Desde pequeño, Galdar había oído la leyenda del famoso héroe minotauro conocido como Kaz, que había sido amigo del famoso héroe solámnico Huma. Kaz había cabalgado con Huma en su batalla contra la Reina Takhisis. El minotauro había arriesgado su vida por Huma muchas veces, y el pesar de Kaz por la muerte de Huma había perdurado toda su vida. Aunque Kaz se había encontrado en el lado equivocado de la guerra, bajo el punto de vista de un minotauro, se le honraba entre los suyos hasta el día de hoy por su valor y su coraje en la lucha. Un minotauro admira a un guerrero valeroso, luche en el bando que luche.
En cuanto a su amistad con un humano, pocos minotauros podían entender eso. Cierto, Huma había sido un guerrero valeroso... para ser humano. Esa coletilla se añadía siempre. En la leyenda de su pueblo, Kaz era el héroe que salvaba la vida de Huma una y otra vez, al final de lo cual, Huma siempre daba las gracias humildemente al gallardo minotauro, que las aceptaba con condescendiente dignidad.
Galdar había creído esas leyendas, pero ahora empezaba a pensar de forma distinta. Quizás, en realidad, Kaz había luchado junto a Huma porque le quería, como él quería a Mina. Esos humanos tenían algo, se te metían en el corazón sin que te dieras cuenta.
Sus cuerpos eran débiles y frágiles, y aun así podían mostrarse duros y resistentes como el último héroe de pie en la arena ensangrentada del circo minotauro.
Esos humanos nunca se daban por vencidos y seguían luchando cuando deberían haberse tendido en el suelo y morir. Sus vidas eran lastimosamente cortas, pero siempre estaban prestos a darlas por una causa o una fe, o hacer algo tan absurdo y noble como lanzarse a una torre en llamas para salvar la vida de un completo desconocido.
Los minotauros tenía mucho coraje, pero eran más cautelosos, siempre sopesando el precio antes de gastar su dinero. Galdar sabía lo que Mina planeaba, y la amaba por ello, aun cuando se le partía el alma al pensarlo. Arrodillado ante el altar, juró que no iría sola a la batalla si había un modo de que él se lo impidiera. No rezó al Único. Había dejado de hacerlo cuando descubrió quién era. No se lo había dicho a Mina —se llevaría este secreto a la tumba—, pero no rezaría a Takhisis, una diosa a la que consideraba traicionera y absolutamente falta de honor. La promesa se la hizo a sí mismo.
Concluida su oración, se incorporó con movimientos rígidos ante el altar. Fuera se escuchaba la voz de Mina asegurando a los multitudinarios admiradores que no debían tener miedo de Malys, que el Único los salvaría. Galdar ya había oído lo mismo antes y no prestó atención. Sólo escuchó la voz de Mina, su amada voz, pero nada más. Supuso que era lo que realmente oía la mayoría de quienes escuchaban fuera.
Galdar se movió de un lado al otro del altar, inquieto, esperando a la joven, y fue entonces cuando reparó en los mendigos. De día, la nave del altar se encontraba abarrotada, ya que los habitantes de Sanction, en su mayoría soldados, acudían a hacer ofrendas al Único, a contemplar boquiabiertos el tótem o a intentar ver a Mina y tocarla o pedirle su bendición. Por la noche iban a oír sus palabras, a esconderse bajo la manta del valor de la joven. Después regresaban a sus puestos o a sus lechos. Pocos fieles entraban en la nave del altar de noche, razón por la que Galdar se encontraba allí.
Sin embargo, esa noche había dos mendigos, un hombre ciego y el otro cojo, sentados en un banco. A Galdar no le gustaban los mendicantes. A ningún minotauro le gustaban. Un minotauro moriría de inanición antes de plantearse mendigar siquiera un mendrugo de pan. Galdar no entendía qué hacían esos dos en Sanction y le extrañó que no hubieran huido como habían hecho muchos de los de su clase.
Los observó con más atención. Había algo en su actitud que los diferenciaba de otros mendigos. No captaba exactamente qué era, una especie de seguridad en sí mismos, de capacidad. Tenía la impresión de que no eran mendigos corrientes y se disponía a hacerles unas cuantas preguntas cuando Mina regresó.