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Mina se puso de hinojos sobre una rodilla con la lanza en la mamo. El clamor cesó a medida que la gente se unía a su plegaria, algunos invocando al Único, y muchos más invocando a Mina.

La joven se puso de pie y se dio la vuelta para mirar el tótem. Entregó la lanza a la sacerdotisa del Único que estaba a su lado. La mujer vestía una túnica blanca, y entre murmullos se corrió la voz que era una antigua Dama de Solamnia que había elevado una plegaria al Único y en respuesta se le había entregado la Dragonlance, que a si vez ella había entregado a Mina. La solámnica sostuvo firmemente la lanza, pero su rostro se contrajo por el dolor, y a menudo se mordía lo: labios como para no gritar.

Mina puso las manos en dos de los enormes cráneos de dragón que formaban la base del tótem. Pronunció unas palabras que nadie pudo entender y después retrocedió un paso y alzó los brazos hacia el cielo.

Un ser se elevó del tótem. El ser tenía la forma y las trazas de un dragón inmenso, y quienes se hallaban cerca recularon aterrados.

La escamosa piel de color marrón del dragón se extendía tensa sobre su cráneo, cuello y cuerpo. El esqueleto se veía con claridad a través de la piel semejante al pergamino: las vértebras del cuello y de la columna, las largas costillas de la enorme caja torácica, los gruesos y pesados huesos de las gigantescas piernas, los más delicados de las alas cola y pies. Los nervios y tendones que mantenían unidos los hueso también eran visibles. Faltaban el corazón y los vasos sanguíneos, ya que la magia era la sangre de ese dragón y la venganza y el odio formaban el palpitante corazón. El reptil era un dragón momificado, un cadáver.

Las membranas de las alas aparecían resecas y duras como el cuero y su envergadura era inmensa. La sombra de las alas se extendió sobre Sanction, deteniendo los rayos del sol, convirtiendo el despuntar de día en una repentina noche.

Tan horrible y repulsiva era la visión del pútrido cadáver suspendido sobre sus cabezas que las aclamaciones a Mina cesaron, estranguladas en las gargantas de quienes las lanzaban. El hedor a muerte emanaba de la criatura, y con el hedor llegó un desaliento que era peor que el miedo al dragón, ya que el miedo puede actuar como un acicate para el valor, mientras que el desaliento deja el corazón sin rastro de esperanza. La mayoría no pudieron soportar mirarlo y bajaron la cabeza, contemplando sus propias muertes, todas dolorosas y terribles.

Al oír sus gritos, Mina los compadeció y les dio de su propia fortaleza.

Empezó a entonar el mismo canto que habían oído tantas veces, pero que ahora tenía un nuevo significado.

La creciente negrura nuestras almas toma, y entre sus fríos pliegues nos arropa con la más profunda nada de la Señora de cuyas manos nuestro destino pende.
Soñad, guerreros, con la celeste negrura. Sentid de la noche consorte la dulzura, la redención que en su amor procura a los que en su seno abrigados duermen.

Su canto ayudó a sofocar sus miedos, a aliviar su desesperanza. Los soldados volvieron a clamar su nombre, juraron que se sentiría orgullosa de ellos. La joven los despidió, los mandó de vuelta a sus deberes con valor y con fe en el Único. La muchedumbre se dispersó con el nombre de Mina en los labios.

La joven se volvió hacia la sacerdotisa, que había sostenido la lanza todo ese tiempo, y le cogió el arma.

Odila retiró prestamente la mano y la escondió a la espalda. Mina levantó la visera del yelmo.

—Déjame ver —ordenó.

—No, Mina —murmuró Odila, que parpadeó para contener las lágrimas—. No quiero preocuparte...

La joven asió la mano de la solámnica y la expuso a la luz. La palma sangraba y estaba ennegrecida, como si hubiera apoyado la mano en unas brasas.

Mina se llevó la mano de Odila a los labios. La carne se curó, aunque la herida dejó unas cicatrices terribles. Odila besó a Mina y le deseó suerte en silencio.

Sosteniendo la lanza, la joven alzó la vista hacia el dragón muerto.

—Estoy dispuesta —dijo.

La imagen de una mano inmortal surgió del tótem. Mina subió a la palma y la mano la alzó suavemente del suelo y la transportó por el aire. La mano de la diosa la elevó por encima de los árboles, por encima de los cráneos de los dragones apilados unos sobres otros y se detuvo junto al dragón muerto. Mina descendió de la mano y montó a lomos del reptil. El cadáver no tenía silla de montar ni riendas que pudieran verse.

Otro dragón apareció en el horizonte oriental volando velozmente hacia Sanction. La gente gritó con terror creyendo que era Malys. Mina se acomodó a horcajadas en el dragón muerto, observó y esperó.

A medida que el otro dragón se aproximaba y se le pudo distinguir, los gritos de terror dieron paso a entusiastas aclamaciones. El nombre de Galdar corrió de boca en boca. Su cabeza astada, perfilada contra el sol naciente, era inconfundible.

El minotauro portaba en la mano una enorme pica de las que se suelen clavar en el suelo como protección contra las cargas de caballería. El gran peso de la pica no era nada para él; la sostenía con tanta facilidad como Mina sostenía la ligera Dragonlance. Con la otra mano sujetaba las riendas de su montura, el Dragón Azul Filo Agudo.

Galdar enarboló la pica y la agitó en un gesto de desafío, y a continuación alzó la voz y emitió un poderoso bramido, el grito de guerra de un minotauro. Era un grito antiguo que invocaba al dios Sargas pidiendo que luchara al lado del guerrero, que tomara su cuerpo si caía en la contienda, y que lo castigara si flaqueaba. Galdar no tenía idea de dónde salieron aquellas palabras mientras las gritaba. Supuso que debía de haberlas oído de pequeño. Se sorprendió al oírlas salir de sus labios, pero eran apropiadas y le complacieron.

Mina levantó la visera para recibirlo. Su piel, en marcado contraste con el yelmo negro, parecía marfileña. Sus ojos relucían por la excitación, y Galdar se vio a sí mismo en el espejo de ámbar. Por primera vez no era un insecto atrapado en su dorada resina. Era él mismo, su amigo, su leal compañero. Se habría echado a llorar. Quizá lo hizo. Si fue así, su ansia guerrera evaporó las lágrimas antes de que le avergonzaran.

—¡No irás sola a la batalla hoy, Mina! —bramó.

—Verte llena de gozo mi corazón, Galdar —gritó la joven—. Éste es un milagro del Único. Es el primero de los que veremos el día de hoy, pero no el único.

El Dragón Azul dejó los dientes a la vista, y el chispazo de un rayo titiló entre las prietas fauces.

Quizá Mina tenía razón. Realmente todo aquello le pareció milagroso a Galdar, tan maravilloso como un milagro de los cuentos de héroes de antaño.

Mina se bajó la visera del yelmo. Al roce de su mano, el dragón muerto levantó la cabeza, extendió las alas y se elevó en el aire transportándola por encima de las nubes. El Azul giró la cabeza para mirar a Galdar y esperar sus órdenes. El minotauro le indicó que debían seguirlos.

La ciudad de Sanction menguó de tamaño. Las personas eran puntos minúsculos que al poco desaparecieron de la vista. El Azul siguió ascendiendo en el frío y claro aire, y el propio mundo empequeñeció bajo él. Todo estaba silencioso; profundamente silencioso y tranquilo. Galdar sólo oía el crujido de las alas del dragón, y después incluso ese sonido cesó cuando el reptil aprovechó las corrientes térmicas para remontarse sin esfuerzo entre las nubes.

Todos los sonidos del mundo se apagaron, de manera que el minotauro tuvo la impresión de que Mina y él eran los únicos que quedaban en él.

Abajo, en el suelo, la gente estuvo observando hasta que perdieron de vista a Mina. Muchos siguieron mirando al cielo fijamente hasta que el cuello les dolió y los ojos les escocieron. Los oficiales empezaron a dar órdenes y la muchedumbre comenzó a dispersarse. Los que estaban de servicio regresaron a sus puestos y a sus posiciones en las murallas. Un gran número de personas siguió agolpado alrededor del templo comentando con excitación lo que habían visto, hablando de la fácil derrota de Malys y de cómo a partir de ese día Mina y los caballeros del Único serían los dirigentes de Ansalon.