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Filo Agudo estaba mortalmente herido, pero seguía vivo y, con increíble coraje, se esforzaba desesperadamente para mantener el control del vuelo. Aunque sabía que él estaba condenado, luchaba para salvar a su jinete. Galdar hizo todo cuanto pudo por colaborar, agarrándose bien e intentando no moverse. Cada aleteo del animal debía ser un sufrimiento espantoso, porque Filo Agudo jadeaba y se estremecía de dolor, pero iba descendiendo poco a poco. Sus ojos vidriosos buscaron un lugar despejado donde aterrizar.

Asido al cuello del dragón, Galdar alzó la vista y vio a Mina a horcajadas sobre unas alas de fuego. Ahora todo el cuerpo del dragón ardía y las llamas se extendían por la Dragonlance. El dragón de fuego embistió a Malys, golpeándola en el vientre. Mina clavó la lanza justo en la herida que ya estaba abierta, y el vientre de la Roja se desgarró. Un inmenso chorro de sangre negra brotó de la hembra de dragón.

—¡Mina! —gritó Galdar con angustia y desesperación en el momento en el que el ensordecedor rugido de Malys ahogaba su bramido.

Malys lanzó su grito de muerte. Lo conocía. Lo había escuchado a menudo. Se lo había oído lanzar al Azul cuando le partió la columna vertebral. Ahora le tocaba a ella. El grito de muerte ascendió por su garganta en un borboteo de dolor y rabia.

Cegada por la sangre de la Roja, abandonada por su diosa, Mina siguió sosteniendo firmemente la Dragonlance. La hundió más en la espantosa herida, guiando la punta hacia el corazón de Malys.

La hembra Roja murió en ese instante, en el aire. Su cuerpo se precipitó desde el cielo y se estrelló contra las rocas de los Señores de la Muerte arrastrando con ella a quien la había matado.

36

Luz cegadora

Los defensores de Sanction habían contenido tanto la emoción, su tensión era tal, que estallaron en un clamor cuando el colosal cuerpo rojo de Malys emergió de entre las nubes.

Los gritos cesaron y el valor se esfumó cuando el miedo al dragón rompió sobre Sanction como un maremoto que aplastó esperanzas y sueños y puso a todas las personas de la ciudad cara a cara con su propia muerte. Los arqueros que debían disparar flechas a las relucientes escamas tiraron los arcos, se echaron al suelo y allí se quedaron, temblando y sollozando. Los hombres de las catapultas dieron media vuelta y huyeron de sus puestos.

Las escaleras que subían a las murallas estaban abarrotadas de tropas aterrorizadas, de manera que nadie podía subir ni bajar. Estallaron peleas cuando los hombres, desesperados, buscaron salvarse a costa de sus compañeros. Algunos estaban tan enloquecidos de miedo que se arrojaron desde lo alto de las murallas. Los que consiguieron mantener el miedo bajo control trataron de calmar a los demás, pero eran tan pocos que sus esfuerzos resultaron vanos. Un oficial que intentó detener la huida de sus empavorecidos hombres acabó atravesado con su propia espada y su cuerpo pisoteado en la estampida.

Los muros de piedra y las verjas de hierro no servían como barrera. Un prisionero del cuartel de la guardia próximo a la Puerta Oeste, Silvanoshei, sintió el miedo retorciéndose en sus entrañas mientras yacía en la dura cama de su oscura celda, soñando con Mina. Sabía que ni se acordaba de su nombre, pero él jamás la olvidaría, y había pasado noches enteras sumido en sueños imposibles en los que ella cruzaba la puerta de esa celda y recorría de nuevo a su lado el oscuro y enmarañado sendero de su vida.

El carcelero había ido a la celda a llevar la ración diaria a Silvanoshei cuando el miedo al dragón irradiado por Malys cayó sobre la ciudad. La tarea del carcelero era aburrida y pesada, y le gustaba alegrarla atormentando a los prisioneros. El elfo era una diana fácil, y, aunque el carcelero tenía prohibido hacer daño físicamente a Silvanoshei, sí podía atormentarlo de palabra. El hecho de que el joven rey no reaccionara ni respondiera nunca no desconcertaba al carcelero, que había imaginado que sus pullas tenían un efecto devastador en el elfo. En realidad, Silvanoshei apenas si escuchaba lo que el hombre decía. Su voz era una más entre tantas: la de su madre, la de Samar, la de su padre perdido, y la de aquella que tantas promesas le había hecho y no había cumplido ninguna. Voces reales, como las de los carceleros, no sonaban tan alto como las que oía en su alma, eran poco más que el parloteo de los roedores que infestaban la celda.

El miedo al dragón se retorció dentro de Silvanoshei, le estrujó la garganta, estrangulándolo, sofocándolo. El terror lo sacó bruscamente del mundo irreal en el que se encontraba, arrojándolo al duro suelo de la realidad. Se quedó acurrucado allí, temeroso de moverse.

—¡Mina, sálvanos! —gimió el carcelero, que temblaba junto a la puerta. Se abalanzó sobre Silvanoshei y lo aferró del brazo con tanta fuerza que casi paralizó al elfo.

Después estalló en sollozos y se abrazó a Silvanoshei como si hubiese encontrado a su hermano mayor.

—¿Qué ocurre? —gritó el joven rey.

—¡El dragón! ¡Malys! —consiguió balbucir el carcelero. Tenía los dientes apretados, de modo que apenas podía hablar—. Ya viene. ¡Vamos a morir todos! ¡Mina, sálvanos!

—Mina —susurró Silvanoshei. El nombre rompió el cerco de miedo que lo atenazaba—. ¿Qué tiene que ver ella con esto?

—Va a luchar contra el dragón —barbotó el carcelero mientras se estrujaba las manos.

En la cárcel estalló el caos cuando los guardias huyeron y los prisioneros se pusieron a chillar y a lanzarse contra los barrotes en un frenético esfuerzo por escapar del terror.

Silvanoshei apartó al tembloroso y balbuciente montón de carne que poco antes era un carcelero. La puerta de la celda estaba abierta, y el elfo echó a correr por el pasillo. Los hombres le suplicaban que los liberase, pero no les hizo caso.

Al salir del edificio, inhaló profundamente el aire limpio del hedor a cuerpos sucios y heces de ratones. Alzó la vista al cielo azul y divisó a la Roja, un inmenso e hinchado monstruo suspendido en el aire. Su mirada anhelante pasó sobre Malys sin el menor interés y siguió recorriendo el cielo en busca de Mina. Por fin la localizó; su vista de elfo era mucho más aguda que la de la mayoría. Distinguía la motita que brillaba plateada a la luz del sol.

Silvanoshei se quedó plantado en mitad de la calle, mirando fijamente a lo alto. La gente pasaba corriendo a su lado, chocaba con él, lo empujaba y le propinaba empellones, presa de un pánico salvaje. Él no hizo caso, apartando manos, luchó para mantenerse de pie y para no apartar la vista de aquel pequeño destello de luz.

Cuando Malys apareció, Palin descubrió que estar muerto tenía una ventaja: el miedo al dragón que había desatado el caos entre el populacho a él no le afectaba. Podía contemplar a la gran hembra Roja sin sentir nada.

Su espíritu se deslizó cerca del tótem. Advirtió el fuego ardiente en los ojos de los dragones muertos, oyó sus gritos de venganza alzándose al cielo, a Takhisis. Palin no dudó un solo instante; tenía muy claro lo que debía hacer. Había que detener a Takhisis o, al menos, frenarla un poco, reducir su poder. La diosa había investido al tótem con gran parte de ese poder a fin de utilizarlo como un umbral al mundo, para fundir el reino físico con el espiritual. Si tenía éxito, reinaría como ser supremo. Nadie, mortal o espíritu, sería lo bastante fuerte para presentarle batalla.

—Tenías razón —dijo Espejo, que se encontraba a su lado—. El terror se ha apoderado de la ciudad.

—No tardará en pasarse... —empezó Palin, que enmudeció de golpe.