El elfo oscuro volvió la vista hacia la batalla. Aquél era el momento de la victoria para Takhisis, el momento en el que se vengaría de esa hembra de dragón que había osado instalarse en el mundo para apoderarse de él. La Reina Oscura se había visto obligada a soportar en silencio las pullas y las burlas, había tenido que presenciar cómo Malys acababa con sus secuaces y utilizaba su poder... que hubiera debido ser para ella.
Por fin se había hecho lo bastante fuerte para desafiar a la Roja, para arrebatarle las almas de los dragones muertos que ahora veneraban a su reina y le entregaban su poder: los dragones de Krynn, cuyas almas le pertenecían y estaban a sus órdenes.
Largo tiempo llevaba Takhisis vigilando, trabajando y esperando la llegada de ese momento en el que se desharía del último obstáculo que se interponía en su camino para hacerse con el control absoluto de su mundo. Concentrada en la adversaria que tenía ante sí, Takhisis estaba totalmente ajena al peligro que surgía, sigiloso, a su espalda.
Takhisis se sentaba a horcajadas en el mundo presenciando la batalla con sumo interés. Su campeona estaba ganando. Mina voló directamente hacia Malys con la reluciente Dragonlance enarbolada.
Dalamar se arrodilló en el polvo e inclinó la cabeza.
—Majestad... —dijo humildemente.
Espejo no veía la magia, pero la sentía y la oía. El conjuro fluyó de sus dedos como rayos zigzagueantes que chisporroteaban y siseaban. El olor a azufre impregnó el aire. Podía ver las abrasadoras descargas en su mente, golpeando un cráneo, pasando de ése a otro, de la calavera de un Dorado a la de un Rojo, de ésta a la que estaba a su lado, y luego a la siguiente y a la siguiente, saltando de una a otra en una ardiente cadena.
—¿Ha funcionado el hechizo? —gritó Espejo.
—Ha funcionado —contestó Palin que miraba con sobrecogimiento.
Deseó que el Plateado pudiera ver la escena. El rayo siseaba y brincaba. Descargas blanco azuladas iban de un cráneo al siguiente tan deprisa que era imposible seguirlas con la vista. Conforme el rayo iba tocando cada uno de los cráneos, éstos empezaban a irradiar un brillo blanco azulado, como si estuvieran sumergidos en fósforo. El trueno retumbó ensordecedor, sacudiendo el tótem.
El poder se acumuló en él, la magia vibraba en el aire. Las voces de los muertos enmudecieron al tiempo que las de los vivos se alzaban en un aterrado clamor, gritando sin cesar. Resonaron pisadas, algunas dirigiéndose hacia el tótem y otras alejándose.
Contemplando a Espejo ejecutar el hechizo, Palin recitó para sus adentros las palabras de magia que para él no tenían significado pero que estaban grabadas en su alma. Su cuerpo seguía inmóvil, indiferente, sentado en un banco del templo. Su espíritu, exultante, presenció cómo el rayo pasaba de calavera en calavera, inflamándolas.
La magia resonaba, zumbaba, se hacía más y más fuerte. El fuego blanco irradiaba cegador. El inmenso calor obligó a recular a los que se encontraban alrededor del tótem. Los cráneos de los dragones tenían ahora ojos de llamas blancas.
En el cielo, retumbó el trueno. El Nuevo Ojo fijó su mirada feroz en ellos.
Unos nubarrones negros y densos surgieron cargados de rayos naranjas y rojos, bulleron e hirvieron y borbotaron. Jirones de destrucción se descargaron de la tormenta levantando nubes de polvo y desgajando árboles. El pedrisco se precipitó machacando la tierra.
—¡Haz todo cuanto esté en tu mano para impedirlo, Takhisis! —gritó Palin a la atronadora y furiosa voz de la tormenta—. Ya es demasiado tarde.
Los nubarrones negros cubrieron Sanction de oscuridad, lluvia y granizo. Una ráfaga de viento sopló sobre el tótem. La lluvia torrencial inundó con su aluvión la ciudad en un intento desesperado de sofocar la magia.
La lluvia era como aceite en el fuego. El viento avivó las llamas. Espejo no lo veía, pero sentía el calor abrasador. Reculó a trompicones, tropezando con los bancos, y chocó con la espalda en el altar. Sus manos tanteantes se agarraron a algo frío y suave. Reconoció el tacto del sarcófago de Goldmoon y le dio la impresión de que podía escuchar su voz sosegada y tranquilizadora. Se agachó junto al féretro a pesar de que la intensidad del calor seguía aumentando. Mantuvo la mano sobre la superficie de ámbar, en un gesto protector.
Una bola de fuego se formó en el centro del tótem, tan brillante como una estrella perdida que hubiese caído al suelo. La luz, blanca y resplandeciente como la luz de las estrellas, empezó a relucir hasta que ningún ser vivo pudo contemplarla y hubo de cubrirse los ojos.
El fuego siguió aumentando en fuerza e intensidad, ardiendo puro y radiante, su luminosidad era tan deslumbrante que Espejo la percibió a pesar de su ceguera, vio la llama ardiente, azul blanquecina, y los pétalos de la llama elevándose al cielo. La lluvia no surtía efecto alguno en el fuego mágico, y el viento producto de la ira de la diosa no podía extinguirlo.
En el centro, la luz resplandeció con un blanco puro. Las calaveras de los dragones se quebraron, estallaron en pedazos. El tótem se tambaleó y después se desplomó sobre sí mismo, disolviéndose, desintegrándose.
El Nuevo Ojo miró fijamente el corazón blanco de la llama. Enrojecido, el Ojo luchó para mantener la mirada prendida en él, pero el dolor resultó excesivo.
El Ojo parpadeó.
El Ojo desapareció.
La oscuridad cayó sobre Espejo, pero el dragón ya no la maldecía porque era una bendición, segura y reconfortante como la oscuridad en la que había nacido. Su mano temblorosa se deslizó sobre la suave y fría superficie del sarcófago. Hubo un sonido a cristal roto, y el dragón sintió agrietarse la superficie, notó cómo las grietas se abrían en el ámbar como el hielo invernal se rompe y se deshace con el sol de primavera.
El sarcófago se partió y sus pedazos cayeron alrededor de Espejo. Notó un suave tacto en la mano que era como de cenizas dispersas por el viento.
—Adiós, querida amiga —musitó.
—¡El mendigo ciego! —retumbó como un trueno una voz—. Matadlo. ¡Ha destruido el tótem! ¡Malys nos matará! ¡Malys nos matará a todos!
Se alzaron voces iracundas, resonaron pisadas y empezaron a lloverle puñetazos.
Una piedra golpeó a Espejo, y otra.
Palin contempló exultante la caída del tótem. Vio cómo se destruía el sarcófago y, aunque no localizó el espíritu de Goldmoon, le llenó de gozo que su cuerpo ya no estuviera sometido, que ya no fuera una esclava de Takhisis. Se le pedirían cuentas. Se lo harían pagar. No podía evitarlo, ni ocultarse, porque se habría cegado su ojo, pero seguía siendo dueña y señora del mundo. No se la había expulsado de él, sólo se había limitado su presencia. Él seguía siendo un esclavo, y no había lugar alguno a donde huyera que sus perros no lo olfatearan y le dieran caza.
Esperó que llegara su destino, cerca de las desmoronadas ruinas del tótem, junto a la lastimosa cáscara hueca que era su cuerpo. Los perros no tardaron en llegar.
Dalamar apareció materializándose entre las ruinas humeantes de las calaveras calcinadas.
—No debiste hacer esto, Palin. No tendrías que haberte inmiscuido. Tu alma se enfrenta al olvido eterno, a la oscuridad eterna.
—¿Cuál va a ser la recompensa por tus servicios? —inquirió Palin—. ¿La vida? No —respondió a su propia pregunta—, la vida te importa poco. Te ha devuelto la magia.
—La magia es vida —repuso Dalamar—. La magia es amor. La magia es familia. La magia es esposa. La magia es hijo.
Dentro del templo, el cuerpo de Palin seguía sentado en el duro banco, mirando sin ver las velas que titilaban sacudidas por el viento tormentoso que barría la estancia.
—Qué triste —dijo mientras su espíritu empezaba a desaparecer como la ola retirándose de la playa—, que sólo al final sepa lo que debía saber desde el principio.