—Oscuridad eterna —se oyó como un eco la voz de Dalamar.
—No —musitó Palin—, porque más allá de las nubes brilla el sol.
Unas manos sujetaron violentamente a Espejo. Voces coléricas y aterradas clamaban en sus oídos, tantas a la vez que era imposible entenderlas. Lo vapulearon, lo empujaron de aquí para allá mientras chillaban y discutían entre ellos qué hacer con él. Algunos querían ahorcarlo. Otros, descuartizarlo allí mismo.
Siempre le quedaba el recurso de desprenderse de la penosa forma humana que le servía de disfraz y adoptar la suya propia. Aunque ciego, podía defenderse del populacho. Extendió los brazos que se tornarían alas plateadas y alzó la cabeza. El gozo lo inundó al tiempo que el peligro se acercaba a él. Dentro de un momento sería él mismo, reluciendo plateado en la oscuridad, surcando los vientos de tormenta.
Unas argollas se cerraron sobre sus muñecas. Casi se echó a reír pues no existía hierro forjado por el hombre que pudiera sujetarlo. Intentó quitárselas, pero las esposas no cayeron, y entonces comprendió que no eran de hierro, sino forjadas con el miedo. Takhisis las había hecho y se las había puesto. Por mucho que se esforzara no podría transformarse. Estaba encadenado a su cuerpo humano, aherrojado a esa forma con dos piernas, y, con esa forma, ciego y solo, moriría.
Espejo luchó para escapar de sus captores, pero sus sacudidas sólo consiguieron aguijonearlos para que lo atormentaran más. Puños y piedras lo golpearon. El dolor le recorrió el cuerpo. Los golpes llovieron sobre él y acabó cayendo al suelo.
En la bruma del dolor, oyó una voz fuerte e imperiosa. Era enérgica y acalló el clamor.
—¡Apartaos! —ordenó Odila. Su voz era fría y severa, acostumbrada a ser obedecida—. ¡Dejadlo en paz o conoceréis la ira del Único!
—¡Usó algún tipo de magia para destruir el tótem! —gritó un hombre—. ¡Yo lo vi!
—¡Ha eliminado la luna! —chilló otro—. ¡Ha hecho algo perverso y antinatural que nos condenará a todos!
Otras voces se sumaron al clamor acusador, exigiendo su muerte.
—La magia que utilizó es la del dios Único —les dijo Odila—. ¡Deberíais estar de rodillas, rezando al Único para que nos salve del dragón, no maltratando a un pobre mendigo!
Sus manos fuertes y marcadas de cicatrices lo asieron firmemente y le ayudaron a incorporarse.
—¿Puedes caminar? —le susurró en un tono quedo y urgente—. Si puedes, has de intentarlo.
—Puedo andar —le contestó.
Un hilillo de sangre se deslizaba sobre el vendaje que le cubría los ojos. El dolor de cabeza menguó, pero tenía frío, se sentía sudoroso y con náuseas. Se puso de pie, tambaleándose. Rodeándolo con los brazos, la mujer le sirvió de apoyo para sus pasos inestables.
—Bien —le susurró Odila—. Vamos a caminar hacia atrás. —Lo agarró con fuerza y llevó a la práctica sus palabras. Espejo reculó a trompicones, recostado en ella.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—La turba se contiene de momento, percibe mi poder y lo teme. Después de todo, hablo en nombre del Único. —El tono de Odila sonaba divertido, temerario, gozoso—. Quiero darte las gracias —añadió, suavizando el timbre de voz—. Yo era la que estaba ciega, y tú me abriste los ojos.
—Vayamos a por él —gritó alguien—. ¿Quién nos lo impide? ¡Ella no es Mina! ¡Es una solámnica traicionera!
Odila soltó a Espejo y se desplazó para situarse delante de él, protegiéndolo. Espejo oyó un clamor cuando el populacho avanzó.
—Una solámnica traicionera con un garrote, no una espada —le dijo Odila. El Plateado escuchó el crujido de la madera al quebrarse e imaginó que la mujer había roto uno de los bancos—. Los retendré mientras pueda. Ve hacia la parte trasera del altar, allí encontrarás una trampilla en el suelo...
—No necesito trampillas —repuso Espejo—. Tú serás mis ojos, Odila, y yo seré tus alas.
—¿Pero qué...? —empezó la mujer, que lanzó una exclamación ahogada y soltó el palo por la sorpresa.
El Plateado extendió los brazos. El miedo había desaparecido; la Reina Oscura ya no tenía poder sobre él. De nuevo pudo ver la luz radiante que, del mismo modo que había destruido el tótem, hizo desaparecer las argollas que lo retenían. Su cuerpo humano, tan débil y frágil, pequeño y confinante, se transformó. Su corazón creció y se expandió, la sangre palpitó por las inmensas venas, irrigando sus fuertes patas con garras y el enorme cuerpo cubierto de escamas plateadas. Su cola azotó el altar, lo hizo pedazos, lanzó las velas al suelo rodando y dejando regueros de cera derretida.
La muchedumbre que se había adelantado para matar a un mendigo ciego reculó precipitadamente para escapar de un dragón ciego, pisoteándose y empujándose.
—No hay silla, mi señora —le dijo a Odila—. Tendrás que agarrarte fuerte. Sujétate a mis crines. Tendrás que inclinarte hacia mi cabeza lo más posible para decirme hacia dónde vamos. ¿Y Palin? —preguntó mientras la mujer se asía a la crin y se encaramaba a su lomo—. ¿Podemos llevarlo con nosotros?
—Su cuerpo no está aquí —informó Odila.
—Es lo que me temía —musitó Espejo—. ¿Y el otro? Dalamar.
—Sí está —contestó Odila—. Sentado solo. Tiene las manos manchadas de sangre.
Espejo extendió las alas.
—¡Agárrate! —gritó.
—Eso es lo que hago —dijo Odila—. Agarrarme fuerte.
En su mano reposaba el medallón que lucía la imagen de un dragón con cinco cabezas. El colgante le quemaba los dedos marcados con cicatrices, pero el dolor era menor comparado con el que experimentó al tocar la Dragonlance. Lo asió firmemente y se lo arrancó de un tirón.
El Dragón Plateado dio un poderoso salto. Las alas atraparon el viento de la tormenta y lo utilizaron para elevarse.
Odila se llevó el medallón a los labios, lo besó y, a continuación, abrió los dedos y lo dejó caer. El colgante cayó girando en espirales y fue a parar al montón de cenizas que era cuanto quedaba ahora del monumento que Malys había erigido a la muerte.
Los seguidores de Mina presenciaron la impresionante batalla. Vitorearon al ver caer a Malys, y soltaron una exclamación de horror cuando vieron a Mina desplomarse envuelta en llamas junto a su adversaria.
Esperaron ansiosamente verla levantarse del fuego, como ya había hecho en otra ocasión. El humo se alzó sobre la montaña, pero Mina no apareció.
Silvanoshei había observado la batalla junto a los demás. Echó a andar. Iría al templo; allí alguien tendría información. Mientras caminaba y la sangre regaba sus músculos entumecidos, acabó dándose cuenta de que no sólo estaba vivo, sino libre.
La gente iba de aquí para allá por las calles, conmocionada y desconcertada. Algunos lloraban sin tapujos. Otros simplemente deambulaban al tuntún, sin saber qué hacer, esperando que apareciera alguien que se lo dijera. Unos cuantos hablaban de la batalla, reviviéndola, relatando una y otra vez lo que habían visto, intentando disipar la sensación de irrealidad. La gente farfullaba sobre la luna, que había desaparecido, así como el dios Único, si es que había habido un dios Único, y ahora Mina también había desaparecido. Nadie prestaba atención a Silvanoshei. Todos estaban demasiado ensimismados en su propia desesperación para preocuparse por un elfo.
«Podría salir de Sanction —se dijo Silvanoshei—, y nadie levantaría un dedo para impedírmelo.»
Sin embargo, no había pensado marcharse de allí. No podía irse, no hasta que supiera con certeza qué le había ocurrido a Mina. Al llegar al templo, se encontró con una gran multitud apiñada alrededor del tótem y se unió a la gente, contemplando con desaliento el montón de ceniza que antes fuera la gloria de la reina Takhisis.
Silvanoshei miró fijamente las cenizas y vio lo que había sido él, vio lo que podría haber sido.
Vio los acontecimientos que lo habían conducido a este punto, los vio con el alma, que nunca duerme, que siempre está vigilante. Vio la terrible noche que los ogros atacaron. Se vio a sí mismo, consumido por el odio a su madre y a la vida que le había obligado a llevar, consumido por el miedo y la culpabilidad cuando existía la posibilidad de que ella muriera a manos de los ogros. Se vio a sí mismo corriendo en la oscuridad para salvarla, y se vio a sí mismo enorgullecido al pensar que sería él quien salvaría a su pueblo. Vio el rayo que lo lanzó rodando hasta la base del escudo y después vio lo que no había podido ver con sus ojos mortales. Vio la oscura mano de la diosa levantando el escudo para que pudiera entrar.