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Sarah Waters

El ocupante

© 2011

Título de la edición originaclass="underline" The Little Stranger

Traducción del inglés: Jaime Zulaika,

A mis padres, Mary y Ron, y a mi hermana Deborah

Capítulo 1

Yo tenía diez años la primera vez que vi Hundreds Hall. Fue en el verano después de la guerra, y los Ayres conservaban casi todo su dinero, eran todavía personas importantes en la comarca. Se celebraba la fiesta del Día del Imperio: yo estaba en la cola con otros chicos del pueblo que hicieron el saludo de los boy scouts cuando la señora Ayres y el coronel pasaron por delante de nosotros, entregando medallas conmemorativas; después nos sentamos a tomar el té con nuestros padres en unas mesas largas, en lo que supongo era el jardín del sur. La señora Ayres tendría veinticuatro o veinticinco años, y su marido unos pocos más; su hija, Susan, tendría unos seis. Debían de ser una familia muy hermosa, pero mi recuerdo de ellos es vago. Recuerdo con mucha claridad la casa, que me pareció una auténtica mansión. Recuerdo sus preciosos detalles vetustos: el ladrillo rojo desconchado, el cristal estriado, los bordes de arenisca erosionados. Le daban un aspecto borroso y ligeramente inestable, como hielo, pensé, que empieza a derretirse al sol.

No se podía visitar la casa, por supuesto. Las puertas y las puertaventanas estaban abiertas, pero en todas había una cuerda o una cinta de una parte a otra; los urinarios que nos habían asignado eran los que usaban los mozos de cuadra y los jardineros, en el edificio del establo. Sin embargo, mi madre aún tenía amigos entre los sirvientes, y cuando el té terminó y a la gente se le permitió recorrer los terrenos, me llevó a hurtadillas a la casa por una puerta lateral y pasamos un rato con la cocinera y las chicas de la cocina. La visita me produjo una impresión tremenda. La cocina era un sótano al que se llegaba por un pasillo frío y abovedado que recordaba un poco las mazmorras de un castillo. Una cantidad increíble de gente iba y venía con cestas y bandejas. Las chicas tenían una montaña tan alta de vajilla que lavar, que mi madre se remangó para ayudarlas; y, para mi gran alegría, como recompensa por su gesto me dejaron comer un surtido de las jaleas y galletas que habían vuelto intactos de la fiesta. Me sentaron a una mesa con un tablero de pino y me dieron una cuchara del cajón personal de la familia: un cucharón de plata mate, con una concavidad casi más grande que mi boca.

Pero después vino un regalo aún mejor. Muy alto, en la pared del corredor abovedado había una caja de cables y timbres, y cuando sonó uno de ellos, llamando a la camarera para que subiera, me llevó con ella para que pudiera fisgar lo que había al otro lado de la cortina de paño verde que separaba la parte delantera de la casa de la trasera. Podía quedarme a esperarla allí, me dijo, si me portaba muy bien y estaba callado. No tenía que moverme de detrás de la cortina, porque habría jaleo si el coronel o el ama me veían.

Yo era, en general, un niño obediente. Pero la cortina daba al chaflán de dos pasillos con suelo de mármol, cada uno lleno de cosas maravillosas, y en cuanto ella desapareció sin hacer ruido en una dirección, yo di unos pasos audaces en la otra. Fue una emoción increíble. No me refiero a la simple de entrar en un lugar prohibido, sino a la de la propia casa, que me mostraba todas sus superficies: desde la cera del suelo y el lustre de las sillas y armarios de madera, hasta el bisel del espejo y la voluta de un marco. Me atrajo una de las paredes blancas y sin polvo, que tenía un borde decorativo de yeso, una reproducción de bellotas y hojas. Yo nunca había visto nada semejante, aparte de en una iglesia, y después de contemplarla un segundo hice lo que ahora me parece una cosa horrible: envolví entre mis dedos una de las bellotas y traté de arrancarla de su sitio; y como no conseguí despegarla, saqué mi navaja y la recorté. No lo hice con un espíritu de vandalismo. Yo no era un chico malicioso ni destructivo. Era sólo que admiraba tanto la casa que quería poseer un pedazo de ella; o más bien como si la propia admiración, que sospechaba que no habría sentido un chico más normal, me autorizase a hacerlo. Supongo que me sentía como un hombre que quiere un mechón de pelo de la cabeza de una chica de la que se ha enamorado súbita y ciegamente.

Me temo que la bellota acabó cediendo, aunque menos limpiamente de lo que yo esperaba, con un tirón de fibras y un desprendimiento de polvo blanco y arenilla; lo recuerdo como una decepción. Seguramente me había imaginado que era de mármol.

Pero no vino nadie, nadie me pilló. Fue, como suele decirse, cosa de un momento. Me guardé la bellota en el bolsillo y volví a ponerme detrás de la cortina. La camarera volvió un minuto después y me llevó abajo; mi madre y yo nos despedimos del personal de la cocina y nos reunimos con mi padre en el jardín. Ahora sentía el duro bulto de yeso en el bolsillo, con una sensación como de mareo. Había empezado a preocuparme la idea de que el coronel Ayres, un hombre que daba miedo, descubriera el estropicio e interrumpiese la fiesta. Pero la tarde pasó sin incidentes hasta que llegó el atardecer azulado. Mis padres y yo nos unimos a otra gente de Lidcote para la larga caminata a casa, y los murciélagos revoloteaban y giraban con nosotros por los caminos, como movidos por hilos invisibles.

Al final, por supuesto, mi madre descubrió la bellota. Yo la había estado sacando una y otra vez del bolsillo y había dejado un reguero de caliza en la franela gris de mi pantalón corto. Poco le faltó para llorar cuando comprendió lo que era la extraña cosa que tenía en la mano. No me pegó ni se lo dijo a mi padre; nunca tenía ánimos para discusiones. Se limitó a mirarme con los ojos llorosos, como avergonzada y perpleja.

«Deberías tener más cabeza, un chico inteligente como tú», supongo que dijo.

La gente siempre me decía cosas así cuando era joven. Mis padres, mis tíos, mis profesores; todos los adultos que se interesaban por mi futuro. Estas palabras me enfurecían en secreto, porque por una parte quería con toda mi alma estar a la altura de la reputación de mi inteligencia, y por otra porque me parecía muy injusto que aquella inteligencia que yo nunca había pedido la transformasen en algo con lo que rebajarme.

La bellota acabó en el fuego. Al día siguiente vi su cogollo ennegrecido entre la escoria. De todos modos, debió de ser el último año de grandeza de Hundreds Hall. El siguiente Día del Imperio lo organizó otra familia, en una de las mansiones de los alrededores; Hundreds había iniciado su declive continuo. Poco después murió la hija de los Ayres, y el coronel y su mujer empezaron a vivir una vida menos pública. Recuerdo oscuramente el nacimiento de sus dos hijos siguientes, Caroline y Roderick, pero para entonces yo estaba en Leamington College, y ocupado con mis pequeñas y acerbas batallas. Mi madre murió cuando yo tenía quince años. Tuvo un aborto tras otro, al parecer, a lo largo de toda mi infancia, y el último la mató. Mi padre vivió lo justo para verme volver a Lidcote como un hombre de provecho, licenciado en medicina. El coronel Ayres murió unos años más tarde: de un aneurisma, creo.

Tras su muerte, Hundreds Hall se distanció aún más del mundo. Las puertas del parque estaban cerradas casi permanentemente. La sólida tapia de piedra parda no era especialmente alta, pero sí lo suficiente para resultar disuasoria. Y a pesar de lo grandiosa que era, no había un solo punto, en todos los caminos de aquella parte de Warwickshire, desde donde pudiera vislumbrarse la casa. A veces pensaba en ella, escondida allí dentro, cuando pasaba por la tapia en mi ronda de visitas, y siempre me la representaba como la había visto aquel día de 1919, con sus bonitas fachadas de ladrillo y sus fríos corredores de mármol, llenos de cosas maravillosas.