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»Pero no soy médico -prosiguió-. Usted es el médico de la familia y me gustaría que corroborara este veredicto. Si no se siente en condiciones de corroborarlo, debe decirlo muy claramente; en cuyo caso, mi recomendación al jurado puede que tenga que ser diferente. ¿Corrobora usted este veredicto o no?

Me miré las manos; temblaban ligeramente. En la sala hacía más calor que nunca, y era horriblemente consciente de que los miembros del jurado me miraban. De nuevo tuve la sensación de que allí se estaba juzgando algo en lo que yo estaba involucrado personal y culpablemente.

¿Existía una tara? ¿Era eso lo que había aterrorizado a la familia, día tras día, un mes tras otro, y lo que había acabado destruyéndola? Era lo que obviamente creía Riddell, y en otro momento habría estado de acuerdo con él. Yo habría expuesto las pruebas tal como él lo había hecho, hasta que coincidieran con la historia que yo quería que contasen. Pero mi confianza en esta versión ahora flaqueaba. Me pareció que la calamidad que había sobrevenido sobre Hundreds Hall era una cosa mucho más extraña, no algo que se pudiese decidir hábilmente en la sencilla salita de un juzgado.

Pero, entonces, ¿qué era?

Alcé la mirada hacia un mar de caras atentas. Vi a Graham, a Hepton, a Seeley. Creo que este último asintió levemente, aunque no sé si me estaba incitando a hablar o a guardar silencio. Vi a Betty mirándome con sus ojos claros y desconcertados… A esta imagen se superpuso otra: el rellano de Hundreds, iluminado por la luz de la luna. Y una vez más creí ver a Caroline recorriéndolo con su paso firme. La vi subir dubitativa la escalera, como atraída por una voz conocida; la vi internarse en la oscuridad, no del todo segura de lo que había delante de ella. Entonces vi su cara…, la vi tan nítidamente como todas las caras que me rodeaban. Vi reconocimiento, comprensión, horror en su rostro. Sólo por un momento -como si estuviera allí, en la superficie plateada de su mirada iluminada por la luna-, incluso creí divisar el contorno de una cosa oscura, espantosa…

Aferré la baranda de madera que tenía delante y oí que Riddell decía mi nombre. El oficial se apresuró a traerme más agua; se oyeron más murmullos en la sala. Pero el acceso de vértigo ya había pasado y el fragmento de la pesadilla de Hundreds que yo había vislumbrado se había sumido en la oscuridad. ¿Y qué importaba ahora, al fin y al cabo? Todo había terminado ya; todo se había consumido y esfumado. Me enjugué la cara y, más tranquilo, me levanté y me volví hacia Riddell para decirle que sí, que corroboraba su veredicto. Creía que en las últimas semanas de su vida la mente de Caroline se había nublado y que su muerte había sido un suicidio.

El coroner me dio las gracias, me dijo que podía abandonar el estrado y expuso su recapitulación del caso. El jurado se retiró, pero con una orientación tan clara que había poco que deliberar; volvieron enseguida con el veredicto esperado y, tras las formalidades habituales, se dio carpetazo a la investigación. La gente se levantó, las sillas rasparon y chirriaron. Se alzaron las voces. Le dije a Graham: «Por Dios, vámonos deprisa, ¿vienes?».

El me pasó la mano por debajo del codo y me sacó de la sala.

No leí ninguno de los periódicos que se publicaron en el curso de aquella semana, pero supongo que dieron una gran cobertura a la declaración de Betty asegurando que Hundreds estaba «embrujado». Tengo entendido que incluso algunas personas morbosas contactaron con el agente inmobiliario, haciéndose pasar por compradores potenciales para intentar que les mostrasen el Hall; y en un par de ocasiones en que pasé por la carretera de Hundreds Hall en aquellos días vi coches o bicicletas estacionados delante de las verjas del parque, y a gente fisgando por los barrotes de hierro, como si la casa se hubiese convertido en una atracción para excursionistas, como un castillo o una gran mansión. Por el mismo motivo, el entierro de Caroline atrajo a espectadores, aunque sus tíos cuidaron de que fuera lo más modesto posible, sin tañidos de campana ni profusión de flores ni cortejo. Los asistentes no fueron numerosos, y yo me mantuve bien rezagado detrás de ellos. Llevé conmigo el anillo no estrenado en el bolsillo, y le di vueltas y más vueltas entre los dedos mientras bajaban el féretro.

Capítulo 15

De aquello hace ya más de tres años. Desde entonces he estado muy ocupado. Cuando llegó la nueva Seguridad Social no perdí pacientes, como me temía; de hecho conseguí más, probablemente gracias a mi relación con los Ayres, porque, al igual que aquellos inmigrantes de Oxfordshire, muchas personas han visto mi nombre en los periódicos de la región y parece que me ven como un «hombre prometedor». Me dicen que ahora soy popular y que me comporto como un hombre práctico. Todavía ejerzo en el antiguo domicilio del doctor Gill, en lo alto de la calle mayor de Lidcote; sigue siendo muy adecuado para un soltero. El pueblo, sin embargo, crece deprisa, hay muchas más familias jóvenes y el despacho y la sala de reconocimiento están cada vez más anticuados. Graham, Seeley y yo hemos empezado a hablar de ejercer juntos en un flamante centro sanitario que construirá Maurice Babb.

El estado de Roderick, por desgracia, no ha experimentado mejoría. Yo confiaba en que la pérdida de su hermana le liberaría por fin de su delirio, pues, en definitiva ¿qué más podría temer de Hundreds? La muerte de Caroline, en todo caso, ha producido el efecto opuesto. Roderick se culpa de todas las tragedias y parece empeñado en castigarse a sí mismo. Se ha quemado, magullado y escaldado tantas veces que ahora le tienen sedado casi permanentemente y es la sombra del chico que fue. Voy a verle cuando puedo. Es más fácil de lo que era, porque una vez agotados los ingresos de la familia se le hizo imposible quedarse en la costosa clínica privada del doctor Warren. Actualmente está internado en el hospital del condado para enfermos mentales y comparte un pabellón con otros once internos.

Las viviendas municipales construidas al borde del parque de Hundreds han tenido un gran éxito, tanto que el año pasado edificaron otras doce, y están previstas aún más. Muchas de las familias figuran en mi lista de pacientes y voy allí muy a menudo. Las casas son bastante acogedoras, tienen jardines y huertos cuidados, y columpios y toboganes para los niños. Sólo se ha introducido un cambio, y es que las alambradas en la trasera de la finca han sido sustituidas por una valla de madera. Lo pidieron las mismas familias: parece ser que a ninguna le gustaba demasiado ver el Hall desde las ventanas de atrás de sus viviendas; decían que la casa «les daba escalofríos». Siguen circulando historias sobre el fantasma de Hundreds, sobre todo entre los más jóvenes y los recién llegados que no saben gran cosa de los Ayres. El bulo más popular, supongo, es que el Hall está embrujado por el espíritu de una sirvienta maltratada por un amo cruel, y que se precipitó o fue empujada a la muerte desde una de las ventanas superiores. Parece ser que la ven frecuentemente por el parque, llorando a lágrima viva como si se le fuera a partir el alma.

Tropecé con Betty un día, en la carretera enfrente de las casas. Una de las familias que viven allí está emparentada con la suya. Fue pocos meses después de la muerte de Caroline. Vi a una pareja de jóvenes que salían por la cancela de un jardín cuando yo estaba aparcando mi coche; un minuto después cerré la portezuela para dejarles pasar y la joven se detuvo y dijo: «¿No me reconoce, doctor Faraday?». La miré a la cara y vi sus grandes ojos grises y sus dientecillos torcidos; de lo contrario no la hubiese reconocido. Llevaba un vestido barato de verano, con una falda de vuelo a la moda. Se había hecho la permanente y aclarado el pelo incoloro, y llevaba colorete en las mejillas y los labios pintados de rojo; seguía siendo menuda, pero su delgadez había desaparecido, o bien había descubierto algún método artificial de realzar su figura. Calculo que tendría casi dieciséis años. Me dijo que todavía vivía con sus padres y que su madre seguía «igual que siempre», pero que por fin había conseguido el empleo que buscaba en una fábrica de bicicletas. El trabajo era muy monótono, pero las otras chicas eran «divertidas»; tenía libres las noches y los fines de semana y a menudo iba a bailar a Coventry. Hablaba enlazada del brazo con su chico. Él aparentaba unos veintidós o veintitrés años: más o menos la misma edad que Roderick.