Gilthanas tomó prestada una flauta hecha de hueso de ballena y tocó una canción que pareció llevar hasta la tienda del jefe el aroma de las flores silvestres en primavera. Era tan evocadora la melodía del elfo, que la tienda, saturada del humo de los fuegos de turba e impregnada con el intenso tufo a pescado, olió a lilas y a hierba fresca.
Cuando los cantos y los relatos acabaron y todos hubieron comido y bebido, Raggart el Viejo levantó las manos para pedir silencio. Costó un poco, porque lo niños (y el kender) estaban excitados con la fiesta y no podían quedarse quietos. Finalmente, sin embargo, el silencio se fue adueñando de la tienda del jefe. El pueblo del hielo miraba a Raggart, expectante; sabía lo que iba a pasar. Derek masculló que suponía que podían irse ya, pero como ni Aran ni Brian se movieron, no tuvo más remedio que quedarse.
Raggart el Viejo alargó la mano hacia un objeto envuelto en piel blanca que había tenido todo el tiempo a los pies. Lo alzó con ambas manos, reverente, y lo sostuvo ante sí. Susurró algo y su nieto, Raggart el Joven, desató suavemente las tiras que mantenían enrollada la piel. El envoltorio se soltó y dejó a la vista un objeto que brilló a la luz de los fuegos.
Los Bárbaros de Hielo soltaron un quedo suspiro y todos se pusieron de pie; sus invitados los imitaron una vez que entendieron lo que se esperaba de ellos.
—¿Qué es? —preguntó Tasslehoff, que estaba de puntillas y estiraba el cuello—. ¡No veo nada!
—Un hacha de guerra hecha de hielo —contestó Sturm, maravillado.
—¿De verdad? ¿De hielo? ¡Flint, aúpame! —gritó el kender mientras ponía las manos en los hombros del enano, listo para subirse a él.
—¡Ni lo sueñes! —replicó el enano, ofendido, a la par que apartaba las manos de Tas a manotazos.
Raggart frunció el entrecejo por la interrupción. Sturm asió a Tas y tiró de él para colocarlo delante; de ese modo, el kender veía bien y Sturm podía mantenerlo sujeto, porque advirtió que los dedos de Tas se agitaban con ansiedad.
—Hace mucho, mucho tiempo —empezó Raggart—, cuando el mundo era joven, nuestro pueblo vivía en una tierra muy lejana, una tierra abrasada por el fiero sol. No había comida ni agua. Nuestro pueblo se consumía con el calor y muchos murieron. Por fin, el jefe no pudo soportarlo más. Pidió ayuda a los dioses, y uno de ellos, el Rey Pescador, respondió. Conocía una tierra donde la pesca era abundante y proliferaban los animales con pieles. Mostraría a nuestro pueblo el camino a esa tierra, porque sospechaba que criaturas malignas estaban intentando apoderarse de ella. Había un problema: esa tierra tenía un verano muy breve. Era un territorio invernal, un lugar de nieve y hielo.
»El jefe y su gente estaban hartos del sol ardiente, del calor sofocante y del hambre constante. Accedieron a trasladarse y el Rey Pescador les dio ropas adecuadas para el frío y les enseñó a sobrevivir en el largo invierno. Después los tomó en su mano y los trajo al glaciar. El último regalo que el dios les concedió fue el conocimiento para crear armas de hielo.
»Los Quebrantadores de Hielo tenían la bendición de los dioses, e incluso cuando los dioses, en su justa ira, nos dieron la espalda, aquellos de nosotros que esperábamos pacientemente su regreso seguimos creando Quebrantadores de Hielo. Y a pesar de que los dioses se habían ido, su bendición perduró al igual que nuestra fe en ellos.
»En la víspera de una batalla, es una tradición que el clérigo que crea estas armas mire en el corazón de todos y elija al que posee la destreza y el valor, la sabiduría y el conocimiento necesarios para ser un gran guerrero. A esa persona los dioses le conceden el regalo de un Quebrantador de Hielo.
Los guerreros del pueblo de hielo se alinearon a un lado de la tienda del jefe y Harald, con un gesto, indicó a sus invitados que se unieran a ellos. Flint frunció el entrecejo y negó con la cabeza.
—El acero es suficientemente bueno para Reorx y es suficientemente bueno para mí —dijo—. Sin ánimo de ofenderos a vosotros ni al Rey Pescador —se apresuró a añadir.
Raggart sonrió y el enano asintió con la cabeza. Laurana no se unió a la fila y se quedó con Flint y Elistan. Sturm y Gilthanas ocuparon su sitio en la línea, aunque Sturm lo hizo principalmente para no perder de vista a Tasslehoff. Brian, Derek y Aran se situaron al final de la fila.
Raggart, con el arma encima de la piel blanca, caminó a lo largo de la hilera. Dejó atrás a los guerreros del pueblo de hielo, dejó atrás a Gilthanas y a Sturm, y, con gran desilusión del kender, pasó de largo con el arma y dejó atrás a Tasslehoff, que alargó la mano para tocarla.
—¡Ay! —Tas apartó los dedos con rapidez—. ¡Me he quemado con el hielo! —gritó alegremente—. ¡Mira, Sturm, el hielo me ha quemado! ¿Cómo es posible?
Sturm hizo callar al kender.
Raggart siguió adelante, hacia donde estaban los tres caballeros.
—¿Qué voy a hacer con un arma hecha de hielo? —masculló Derek con desdén—. Supongo que tendré que aceptarla o, en caso contrario, los ofendería. Sigo albergando la esperanza de convencer al jefe para que respalde mi plan.
Raggart pasó delante de Aran, que observó el hacha con curiosidad e hizo un brindis con la petaca. El clérigo pasó delante de Brian y llegó ante Derek, pero también pasó por delante sin detenerse.
Raggart se detuvo entonces, fruncido el entrecejo. Miró a su alrededor y el ceño se le borró. Dio la espalda a la fila de guerreros y caminó hacia Laurana. Con una reverencia, le tendió el Quebrantador de Hielo a la elfa.
—¡Tiene que ser un error! —exclamó Laurana con un respingo.
—Veo una torre alta, un dragón azul y una reluciente lanza plateada cuyo brillo enturbia una gran tristeza —dijo Raggart—. Veo una esfera rota y otra salpicada con la sangre del mal. Veo una armadura dorada que brilla como un faro en primera línea de la batalla. Los dioses te han elegido, señora, para que recibas su presente.
Raggart le tendió el Quebrantador. Laurana miró en derredor, aturdida, preguntando en silencio qué debía hacer. Sturm le dedicó una sonrisa de ánimo y asintió con la cabeza. Gilthanas frunció el entrecejo y negó con la cabeza. Las elfas se entrenaban para combatir, como los varones de su raza, pero ellas no luchaban a menos que la situación fuera desesperada. ¡Una elfa no se prestaría nunca a liderar hombres!
—¡Tómala, Laurana! —gritó Tasslehoff con ansiedad—. Pero ten cuidado, que quema. ¡Fíjate en mis dedos!
—El hacha está bien elaborada, eso tengo que admitirlo —dijo Flint, que examinaba el arma con ojo crítico—. Tómala, muchacha. Prueba cómo la sientes en la mano.
Laurana se puso colorada.
—Lo siento, Raggart. Me siento realmente honrada con este regalo, pero tengo una sensación extraña. Me temo que al aferrarla estaré asiendo el destino.
—Tal vez lo hagas.
—Pero no es eso lo que quiero —protestó la elfa.
—Cada cual busca su propio destino, pequeña, pero al final es el destino el que nos encuentra a nosotros.
Laurana siguió sin decidirse.
—Si hacía falta una confirmación de que el viejo está chiflado, ahora la tenemos —rezongó Derek.
Habló en solámnico y en voz baja, pero Laurana lo oyó y lo entendió. Apretó los labios. Su rostro adquirió un gesto de resolución. Alargó la mano y, un poco encogida esperando la ardiente mordedura del hielo, asió el Quebrantador y lo alzó de la piel en la que descansaba.
Laurana se relajó. Sostenía el arma con facilidad y, cosa extraña, el hielo no era más frío que la empuñadura de una espada de acero. Lo levantó hacia la luz para admirar su belleza. El Quebrantador estaba hecho con un hielo cristalino, cortado y pulido para hacerlo suave, sus formas eran elegantes y sencillas.
El arma tenía el aspecto de ser muy grande y pesada, y sus amigos se encogieron un poco esperando que se le cayera o la levantara con torpeza. Para su sorpresa, cuando Laurana la enarboló, el Quebrantador se ajustaba perfectamente a su agarre.