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Los colores volvieron a girar y esta vez el tono predominante fue el verde.

»Desconfías de mis motivos, como debe ser. Pues claro que es una trampa. Si traes aquí al caballero, yo acabaré con él. —Feal-Thas volvió a encogerse de hombros—. Aun así, tú podrías tener éxito y yo fracasar. Arriésgate. —Hizo una pausa y luego añadió en voz baja:— ¿Qué otra opción tienes?

Feal-Thas se dio media vuelta para marcharse. Vio reflejarse la luz del orbe en las paredes de hielo con destellos rojos, después púrpuras y por último un resentido negro verdoso. Lo que no vio fue confluir todos los colores en un bullicioso despliegue de triunfo cuando salió.

Derek volvió a despertarse de un sueño sobre dragones. Jadeó, alterada la respiración, aunque no de miedo, sino de exultación. Permaneció despierto, con la mirada perdida en la oscuridad, reviviendo el sueño; un sueño que había sido increíblemente real.

Por lo general sus sueños eran anodinos, grises y absurdos. No hacía caso de los sueños por considerarlos correrías descontroladas de la mente dormida. Derek nunca pensaba en lo que había soñado ni se molestaba en recordarlo, y le irritaba la gente que parloteaba sin cesar de ello.

Pero estos sueños eran diferentes. Estos sueños estaban salpicados de colores: rojos y azules, verdes, negros y matices de blanco. Estos sueños estaban llenos de dragones —dragones enemigos— que nublaban el cielo. El sol, al reflejarse en las escamas, creaba un arco iris abominable. La gente huía de ellos sin dejar de chillar de terror. A su alrededor manaba la sangre, se arremolinaba humo y crepitaba fuego. Él no corría. Aguantaba firme, con la mirada en lo alto, prendida en las alas batientes, en las fauces abiertas, en los colmillos que goteaban saliva. Tendría que haber tenido empuñada su espada, pero en lugar del arma sostenía en las manos un globo de cristal. Lo alzaba hacia el cielo y gritaba una orden imperiosa. Los dragones, bramando de rabia, caían del cielo como estrellas fugaces, moribundos, dejando tras de sí una estela de fuego.

Derek estaba bañado en sudor y apartó a un lado las pieles con las que se tapaba. El frío glacial le sentó bien, lo sacó bruscamente del sueño, lo devolvió a un estado consciente y alerta.

—El orbe —musitó, exultante.

33

Asalto al castillo del Muro de Hielo

—Eh, vosotros dos, despertad —ordenó secamente Derek.

—¿Eh? ¿Qué? —Aran se sentó, todavía medio dormido, aturdido y alarmado—. ¿Qué te pasa? ¿Qué ocurre?

Brian alargó la mano hacia la espada, tanteando, ya que no veía en la oscuridad. Entonces lo recordó; le había dado el arma a Sturm. Brian gimió para sus adentros. Un caballero sin espada. Derek consideraría aquello como una transgresión grave.

—Silencio —ordenó Derek en voz baja—. He estado dándole vueltas a las cosas. Vamos a secundar ese loco plan de la elfa de atacar el castillo...

—Derek, aún es de noche —protestó Aran—. ¡Una noche fría como el trasero de un goblin! Cuéntame lo que sea por la mañana. —Se tumbó y se tapó con las pieles hasta la cabeza.

—Ya es de mañana, o no le falta mucho —repuso Derek—. Y ahora, prestad atención.

Brian se sentó, tembloroso de frío. Aran lo miró atisbando por encima del borde de las pieles.

—Bien, así que secundamos el plan de atacar el castillo —dijo Aran al tiempo que se rascaba la mejilla, áspera por la crecida barba—. ¿Por qué tenemos que hablar de ello?

—Porque sé dónde encontrar el Orbe de los Dragones —contestó Derek—. Sé donde está.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Brian, sorprendido.

—Ya que pareces estar tan entusiasmado con estos dioses recién descubiertos, digamos que me lo revelaron —repuso Derek—. Cómo lo sé no es importante. Escuchad mi plan. Cuando empiece el ataque, nos separaremos del grupo principal, entraremos a hurtadillas en el castillo, recuperaremos el orbe y... —Hizo una pausa y se volvió para mirar fijamente hacia fuera—. ¿Habéis oído eso?

—No —dijo Brian.

Derek masculló algo sobre espías y salió agachado de la tienda.

—¡Los dioses le revelaron dónde está el orbe! —Aran movió la cabeza con incredulidad y buscó la petaca de licor.

—Creo que hablaba con sarcasmo. Actúa de un modo que no es propio de Derek —añadió Brian, preocupado.

—Tienes razón. Derek será un majadero envarado y arrogante, pero al menos era un majadero envarado y arrogante honorable. Ahora ha perdido incluso esa cualidad entrañable.

Pensando que tanto daba ya si se levantaba, Brian se calzó las botas. La luz grisácea del amanecer empezaba a colarse en la tienda.

—Quizá tiene razón. Si nos coláramos en el castillo...

—Ésa es la cuestión —le interrumpió Aran, que gesticuló con la petaca—. ¿Desde cuándo se «cuela» Derek en algún sitio? Éste no es el Derek que tuvo que poner patas arriba la Medida para encontrar la forma de que entráramos en Tarsis sin proclamar nuestra condición de caballeros a todo el mundo. Ahora nos metemos a hurtadillas en castillos y robamos Orbes de Dragones.

—En el castillo del enemigo —puntualizó Brian.

Aran negó con la cabeza, poco convencido.

—El Derek que conocíamos se habría dirigido directamente a la puerta del castillo, la habría aporreado y habría retado al hechicero a que saliera y peleara. La verdad es que no es muy sensato, pero ese Derek nunca se habría planteado actuar como un ladrón furtivo.

Antes de que Brian pudiera responder, Derek entró agachado en la tienda.

—Estoy seguro de que el elfo andaba cerca, escuchando a escondidas, aunque no logré pillarlo. Ahora ya no importa. El campamento empieza a despertar. Brian, ve a buscar a Brightblade. Dile lo que vamos a hacer y ordénale que no hable de esto con nadie. Que no se lo cuente a los otros, sobre todo a los elfos. Voy a hablar con el jefe.

Derek salió de nuevo.

—¿Vas a seguirlo en este plan descabellado? —preguntó Aran.

—Derek nos ha dado una orden —repuso Brian—. Y... es nuestro amigo.

—Un amigo que va a conseguir que nos maten —masculló Aran.

Se abrochó el cinturón de la espada y, después de echar un último trago a la petaca, se la guardó en la chaqueta y salió de la tienda a grandes zancadas.

Brian fue a buscar a Sturm y encontró despierto al caballero. Una delgada franja de luz salía por debajo de la tienda.

—¿Sturm? —llamó en voz baja, y apartó el faldón de la tienda.

La luz provenía de una mecha puesta en un plato con aceite. Sturm estaba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, y bruñía el acero de la espada de Brian con un suave cuero afelpado.

—Casi he terminado, milord —dijo Sturm, que alzó la cabeza. La luz de la llama brillaba en sus ojos. Brian se acuclilló.

—La orden de que limpiaras mi espada sólo era una broma.

—Lo sé. —Sturm sonrió. La mano que sostenía el suave paño se deslizó despacio, con cuidado, sobre la hoja de acero—. Lo que has hecho por mí significa más de lo que jamás podrás imaginar, milord. Esto es un modo de mostrar mi gratitud, aunque sea poca cosa.

Brian se sintió muy conmovido.

—Tengo que hablar contigo —dijo.

Le explicó el plan de Derek de utilizar el ataque como una maniobra de distracción y colarse en el castillo para robar el orbe.

—Derek dice que sabe dónde está el orbe —añadió.

—¿Y cómo es que lo sabe? —preguntó Sturm, fruncido el entrecejo.

Brian no quiso repetir la burla sarcástica de Derek acerca de los dioses, así que soslayó la pregunta.

—Derek te ordena que nos acompañes.

Sturm lo miró en silencio, preocupado. La arruga de la frente se le marcó más.