—Lejos de mí cuestionar las órdenes de un Caballero de la Rosa...
—Oh, vamos, cuestiónalas —pidió Brian con cansancio—. Es lo que Aran y yo hemos estado haciendo desde que emprendimos esta misión. —Bajó la voz—. Estoy preocupado por Derek. Cada vez está más obsesionado con ese Orbe de los Dragones, casi como si lo tuviera consumido.
Sturm parecía muy serio.
—Sé algo sobre magia, no creas que por propia elección, sino porque he pasado mucho tiempo con Raistlin...
—Tu amigo, el Túnica Roja —precisó Brian.
—Amigo exactamente, no, pero sí, es a quien me refiero. Raistlin siempre nos ha advertido que si alguna vez nos topamos con algún objeto que pudiera ser mágico, más vale que lo dejemos en paz, que no hagamos nada con él. Dice que esos artefactos están preparados para que los utilicen quienes han estudiado magia y saben y entienden su mortífero potencial. Que suponen un peligro para los ignorantes. —Sturm torció el gesto.
»Una vez que no hice caso de las advertencias de Raistlin, lo pagué caro. Me puse un yelmo mágico que había encontrado y se apoderó de mí... —Sturm se calló e hizo un ademán con la mano como para apartar de su recuerdo aquel suceso—. Pero ésa es otra historia. Creo que si Raistlin estuviera aquí nos prevendría contra ese orbe, nos diría que no nos acercáramos a él.
—Hablas como si el orbe tuviera algo que ver con el cambio acaecido en Derek, pero ¿cómo es posible tal cosa? —arguyó Brian.
—¿Cómo es posible que un yelmo enano robe el alma de un hombre? —le preguntó Sturm con una sonrisa pesarosa—. No conozco la respuesta.
Dejó a un lado el paño y sostuvo la hoja sobre la llama; observó cómo la luz destellaba en el metal reluciente. Luego apoyó la espada sobre su brazo doblado, hincó una rodilla en el suelo, y le ofreció el arma, con la empuñadura por delante, al caballero.
—Milord —dijo con profundo respeto.
Brian aceptó la espada y se abrochó el cinturón debajo de la capa, ya que no era lo bastante largo para ceñirse encima de la gruesa piel.
Sturm recogió la antigua espada de los Brightblade, la herencia de su padre que era para él más valiosa. Señaló con un gesto la entrada de la tienda.
—Después de ti, milord.
—Por favor, llámame Brian. Me da la impresión de que te estás dirigiendo a Derek.
Aparentemente los dioses estaban con Derek y con el pueblo del hielo, al menos al principio, porque el día amaneció claro, con un sol radiante y un viento reconfortante e inusitadamente cálido para esa época del año, según les dijo Harald. Consultó con Raggart el Viejo, que dijo que los dioses enviaban ese buen tiempo como señal de que aprobaban la arriesgada empresa. Y como los dioses estaban con ellos, había decidido participar en la incursión.
Harald y Raggart el Joven se quedaron anonadados. El anciano casi no podía caminar sin ayuda. Los dos intentaron disuadir a Raggart el Viejo, pero no les hizo caso. Llevando consigo su Quebrantador, se dirigió hacia los botes deslizantes sin ayuda a pesar de sus pasos inestables. Cuando Raggart el Joven intentó ayudarlo, el anciano ordenó a su nieto de muy mal humor que dejara de estar pendiente de él todo el tiempo como haría una condenada osa con su cachorro.
Laurana llevaba su Quebrantador. Había planeado llevar también la espada para usarla en la batalla. Se sentía honrada por el regalo del hacha, pero no estaba cómoda utilizándola, ya que no se había adiestrado en el manejo de ese tipo de armas. Sin embargo, la espada no estaba en la tienda. La había buscado largo rato y finalmente llegó a la conclusión de que seguramente se encontraba en la tienda de Tas junto con todas las otras cosas que había echado en falta en los últimos días. No tenía tiempo para ponerse a rebuscar entre los «tesoros» del kender, así que, temiendo llegar tarde, asió el Quebrantador y salió a la mañana.
Contemplaba el radiante sol y pensaba que quizá su plan funcionaría, después de todo, cuando Gilthanas la alcanzó.
—¿No crees que deberías quedarte aquí, en el campamento, con las otras mujeres?
—No —replicó ella, indignada, sin dejar de caminar. Su hermano echó a andar a su lado.
—Laurana, he oído hablar a Derek con sus amigos esta mañana...
Laurana frunció el entrecejo y negó con la cabeza.
—Y fue una suerte que le oyera —dijo Gilthanas, a la defensiva—. Cuando empiece el ataque, los caballeros van a aprovecharlo como una maniobra de distracción para entrar en el castillo sin ser vistos y coger el Orbe de los Dragones. Si Derek va, iré tras él. Sólo te lo digo para que lo sepas.
Laurana se volvió para mirar a su hermano a la cara.
—Quieres que me quede aquí porque tu intención es apoderarte del orbe y crees que yo intentaré impedírtelo.
—¿Y no es así? —preguntó él, iracundo.
—¿Qué piensas hacer? ¿Luchar con los caballeros? ¿Enfrentarte a todos ellos?
—Tengo mi magia...
Laurana negó con la cabeza otra vez y echó a andar. Gilthanas la llamó en tono furioso, pero ella no le hizo caso. Elistan, que se dirigía hacia los botes deslizantes, oyó el grito de Gilthanas y advirtió el semblante de la elfa enrojecido por la cólera.
—Deduzco que tu hermano no quiere que vengas —apuntó el clérigo.
—Quiere que me quede con las mujeres.
—Tal vez deberías hacerle caso. Le preocupa tu seguridad —dijo Elistan—. Los dioses nos han sido propicios hasta ahora y confío en que sigan siéndolo, pero eso no significa que no haya peligro...
—No le preocupa mi seguridad —argumentó Laurana—. Derek y los otros caballeros planean aprovechar la batalla como una maniobra de distracción. Van a entrar a escondidas en el castillo para robar el Orbe de los Dragones. Gilthanas se propone seguirlos porque quiere el orbe. Está dispuesto, o eso piensa él, a matar a Derek para conseguirlo, así que ya ves por qué tengo que ir.
Elistan frunció las cejas canosas y sus ojos azules centellearon.
—¿Sabe esto Harald? —preguntó.
—No. —Laurana enrojeció, avergonzada—. No puedo decírselo. No sé qué hacer. Si se lo cuento a Harald, lo único que conseguiré será causar problemas, y los dioses nos sonríen hoy...
Elistan contempló el sol radiante y el cielo despejado.
—Desde luego es lo que parece. —Miró pensativamente a la elfa—. Veo que llevas el Quebrantador.
—Sí, aunque no era mi intención. No sé cómo manejarlo, pero no logré encontrar mi espada. Tasslehoff debe de habérsela llevado, aunque él jura que no lo ha hecho. —Laurana suspiró—. Claro que eso es lo que dice siempre.
Elistan le dirigió una mirada penetrante.
—Creo que debes ir con tu hermano y con los otros. —Sonrió e hizo un comentario enigmático—. Creo que esta vez Tasslehoff dice la verdad.
Se adelantó para alcanzar a Harald y dejó a Laurana mirándolo desconcertada, sin entender qué había querido decir con eso.
El pueblo del hielo guardaba los botes deslizantes al resguardo de una formación natural del glaciar. Los guerreros subieron a ellos hasta llenar cada bote deslizante a su capacidad máxima. Los tripulantes asieron los cabos, listos para izar las enormes velas, y esperaron que Harald diera la orden. El jefe abrió la boca, pero las palabras no llegaron a salir de sus labios. Alzó la vista al cielo con expresión de inquietud.
—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Derek, irritado.
—Lo noto —dijo Sturm, que se agazapó a la sombra de un mástil y tiró de Tasslehoff para que se agachara a su lado—. El dragón. Creo que deberías ponerte a cubierto, milord.
Derek no comentó nada, pero se acuclilló en la cubierta mientras mascullaba que aquello era otra tentativa de Harald para no llevar a cabo el ataque.
Los guerreros buscaron cobijo, ya fuera tendiéndose en cubierta o saltando por la borda para esconderse, debajo de los botes. Todos sentían una inexplicable inquietud. Oían el silbido del viento entre las jarcias, pero nada más. Aun así, nadie se movió y la sensación de terror fue creciendo progresivamente en todos ellos. Incluso Derek se agazapó más a resguardo de las sombras.