Выбрать главу

La dragona, Sleet, apareció de repente sobre ellos con las alas blancas extendidas y las escamas refulgentes al sol matinal. El miedo al dragón oprimió sus corazones y los dejó a todos sin respiración. Los hombres se encogieron en cubierta, amilanados. Las armas resbalaron de las manos entumecidas. En el campamento, los niños chillaban y los perros aullaban aterrados. La dragona agachó la testa y dirigió los ojos rojos hacia el campamento. Los guerreros que habían conseguido superar el miedo asieron las armas y se prepararon para defender a sus familias.

Sleet batió perezosamente las alas una vez, lanzó un bramido y chasqueó los dientes en un gesto amenazador, pero eso fue todo. Siguió volando y pasó casi rozando los botes deslizantes.

Los que estaban agazapados en los botes vieron el colosal vientre del reptil pasar por encima de los mástiles. Nadie osó moverse ni respirar mientras los sobrevolaba pesadamente. Sleet tenía la costumbre de usar las patas para volar, casi como si nadara a través del aire, de manera que cuando bajaba las alas juntaba las patas traseras, y luego las abría al alzar las alas. Eso reducía su velocidad y tardó cierto tiempo en perderse de vista, deslizándose en aquel estilo mezcla de vuelo y natación, directamente hacia el amanecer.

Nadie se movió hasta tener la certeza de que se había ido. Entonces, al desaparecer el miedo que les atenazaba el corazón, se incorporaron y se miraron unos a otros con sorpresa, casi sin atreverse a comentar lo que ahora se atrevían a esperar que fuera cierto.

—¡El dragón ha abandonado el castillo! —gritó Harald con incredulidad. Miró hacia el sol brillante hasta que las lágrimas le emborronaron la vista y después se volvió hacia Raggart el Viejo y le dio un abrazo de oso; por suerte, el anciano iba bien cubierto de pieles, o de otro modo le habría roto los frágiles huesos—. ¡Alabados sean los dioses! ¡El dragón se ha ido del glaciar!

Elistan se puso de pie, el medallón asido todavía en la mano. Parecía un poco mareado y abrumado por la largueza de los dioses. Había esperado un milagro, pero nada tan portentoso.

Los guerreros empezaron a lanzar un vítor, pero Harald, temeroso de que el dragón los oyera y regresara, los hizo callar y les ordenó que se pusieran manos a la obra. Izaron las velas, el viento hinchó las lonas y propulsó los botes deslizantes, que surcaron el hielo sobre los afilados patines.

Flint, cómo no, había puesto pegas a subir a una embarcación aduciendo que siempre se caía por la borda. Sturm había convencido al enano de que los botes deslizantes no eran como las embarcaciones que surcaban las aguas; que no se mecerían ni cabecearían con las olas. Y si se caía por la borda, cosa harto improbable, no corría el riesgo de ahogarse.

—No, claro, sólo me romperé la crisma contra el hielo —rezongó Flint, pero como la opción era quedarse en el poblado si no subía al bote, accedió a ir con ellos.

Por desgracia, el enano no tardó en descubrir que los botes deslizantes eran mucho peor que cualquier otro medio de transporte de cuantos había usado en su vida, incluidos los grifos. Los botes deslizantes se desplazaban por el hielo mucho más deprisa que una embarcación por el agua, y no sólo se movían a toda velocidad a través del glaciar, sino que a veces iban tan rápido que el viento los alzaba sobre uno de los patines y los escoraba. Cuando ocurría esto, los Bárbaros de Hielo sonreían y abrían mucho la boca para sentir en su interior.

El pobre Flint estaba acurrucado en un rincón apartado, sujeto con los brazos a una cuerda y los ojos cerrados con todas sus fuerzas para no ver la horrible colisión que estaba convencido se produciría. Una vez abrió un ojo y vio a Tasslehoff agarrado al cuello del mascarón tallado con la forma de un monstruo marino con morro picudo. El kender chillaba con deleite mientras las lágrimas causadas por el punzante viento le corrían por las mejillas. El copete se agitaba tras él como un gallardete. Con un estremecimiento, Flint juró que era la última vez. Y lo decía en serio. Se acabaron los botes de cualquier tipo. Para siempre.

Derek paseaba por cubierta; o más bien lo intentaba. No dejaba de dar traspiés hacia los lados, y finalmente, comprendiendo que tal ineptitud perjudicaba su dignidad (los Bárbaros de Hielo no tenían dificultad en mantenerse derechos en la cubierta ladeada) volvió a su sitio en la batayola, al lado de Harald. Raggart el Viejo y Elistan estaban sentados en sendos barriles y parecían disfrutar con la alocada carrera. Gilthanas procuraba mantenerse cerca de Derek. Sturm se encontraba junto a Tasslehoff, listo para sujetar al kender si éste se soltaba y salía volando. Laurana estaba apartada de los demás, en especial de Derek, al que no había complacido precisamente su decisión de acompañarlos y había intentado mandarla de vuelta al campamento. Había apelado a Harald, pero no encontró respaldo en el jefe. A Laurana se le había entregado un Quebrantador de Hielo. Ella era la guerrera elegida y, si quería ir, era bienvenida. Posiblemente Harald habría cambiado de opinión si hubiera sabido la verdadera intención de la elfa.

Sentada en cubierta, con el aire azotándole el rostro, Laurana consideraba lo que se proponía hacer y estaba horrorizada consigo misma. Temblaba sólo de pensarlo y no estaba segura de tener coraje para llevarlo a cabo. Varias veces perdió el valor y decidió que cuando llegaran a su destino se quedaría en el bote. Nadie se lo echaría en cara. Por el contrario, todos sentirían alivio. Por mucho que le hubiera sido entregado el Quebrantador, los guerreros se sentían incómodos al tener a una mujer entre ellos. Derek estaba furioso e incluso Sturm le dirigía miradas preocupadas.

Laurana había luchado contra draconianos en Pax Tharkas y había salido bien parada. Tanis y los demás había elogiado su destreza y su valor en combate. A pesar de que las mujeres elfas se entrenaban para luchar —tradición que se remontaba a la Primera Guerra de los Dragones, cuando los elfos lucharon para sobrevivir—, Laurana no era una guerrera. Sin embargo, no podía permitir que Gilthanas se enzarzara en un combate con los caballeros, y tenía el horrible presentimiento de que sería exactamente eso lo que pasaría si no había nadie para impedírselo. En otras circunstancias habría confiado en que Sturm se pusiera de parte de su hermano y no lo dejara meterse en líos, pero Sturm tenía ahora otras lealtades. Estaba comprometido a obedecer a su superior y Laurana no quería obligarlo a elegir entre el deber y la amistad.

Los botes deslizantes surcaban velozmente el glaciar en dirección al castillo. Los guerreros se amontonaban a los costados y disfrutaban con la desenfrenada carrera. El plan de ataque era sencillo. Si los dioses acudían en su ayuda, los guerreros lucharían. Si no era así, utilizarían los veloces botes para salir de allí cuanto antes. El único enemigo que hubiera podido alcanzarlos era el dragón blanco, y se había ido. Pero todos confiaban en que los dioses, que tanto habían hecho por ellos, harían todavía más.

La victoria estaba asegurada.

La torre señera del castillo del Muro de Hielo, encumbrándose en el aire, parecía ser la única parte de la fortaleza hecha de piedra. Los muros del castillo estaban cubiertos de hielo acumulado durante siglos. Los guardias apostados en lo alto de las murallas caminaban sobre hielo. Las escaleras de piedra también habían desaparecido bajo el hielo hacía mucho tiempo. Eran tantas las capas acumuladas sobre las murallas que la parte superior de las atalayas estaba prácticamente al nivel del manto blanco.

A medida que los botes se aproximaban, vieron soldados que se apiñaban en las almenas heladas. Eran enormes, unas verdaderas moles.

—Ésos no son draconianos —apuntó Derek.

—Thanois —contestó Harald, iracundo—. Nuestros enemigos seculares. También se les llama hombres-morsa porque tienen los colmillos y la corpulencia de ese animal, aunque caminan erguidos como los hombres. No aprecian a Feal-Thas. Si están aquí es porque tienen la oportunidad de matarnos. Ya podemos despedirnos de un ataque por sorpresa. Al hechicero le advirtieron de nuestra llegada.