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—Los lobos —dijo Raggart el Viejo con aire avisado—. Estuvieron merodeando por el campamento anoche. Oyeron nuestro festejo de guerra y le contaron que veníamos.

Derek puso los ojos en blanco al oír aquello, pero guardó silencio.

—Y, sin embargo, Feal-Thas mandó lejos al dragón —dijo Sturm con cierto desconcierto—. Eso no tiene sentido.

—Quizá sea un ardid —sugirió Raggart el Joven—. A lo mejor está escondido en los alrededores, listo para atacarnos.

—No —le contradijo su abuelo, que se puso la mano en el corazón—. No siento su presencia. Se ha marchado.

—Podría deberse a muchas razones —intervino Derek en tono enérgico—. La guerra se está librando en otras partes de Ansalon. Quizá hacía falta en otro sitio. Tal vez ese tal Feal-Thas se siente demasiado seguro de sí mismo y cree que no necesita su ayuda contra nosotros. Lo que significa —se dirigió en voz baja a sus amigos—, que el Orbe de los Dragones está desprotegido.

—Si excluimos a un millar de hombres-morsa y unos cuantos cientos de draconianos, sin contar con un elfo oscuro que es hechicero —rezongó Aran.

—No te preocupes. —Derek pateó la cubierta para calentarse los pies. Estaba de buen humor—. Los dioses de Brightblade nos ayudarán.

Sturm no oyó el comentario sarcástico de Derek porque estaba absorto observando a los thanois hacinados en las murallas blandiendo las armas e inclinándose sobre las almenas para gritar e insultar a sus enemigos. Los guerreros respondían a los insultos, pero parecían desalentados. Los thanois se arracimaban en las murallas y formaban un muro de acero oscuro, denso, sin fisuras, que rodeaba la parte alta de la fortaleza.

—Feal-Thas convoca una tropa de miles de guerreros para proteger el castillo y, sin embargo, manda lejos al dragón —comentó Sturm a la par que movía la cabeza con incredulidad.

—Ahí arriba hay osos blancos —gritó Tasslehoff—. ¡Igual que la que salvamos! —Se volvió hacia el jefe—. Creía que los osos eran amigos de tu gente.

—Los thanois esclavizan a los osos blancos —le explicó Harald—. Los acosan y los atormentan hasta que los osos acaban odiando a todo lo que camine sobre dos piernas.

—Primero, draconianos; después, hombres-morsa; ahora, osos enloquecidos. ¿Qué será lo siguiente? —gruñó Flint.

—Ten fe —dijo Elistan mientras ponía la mano en el hombro del enano.

—La tengo —contestó Flint con resolución. Dio palmaditas al hacha—. En esto. Y en Reorx —se apresuró a añadir el enano, temeroso de que el dios, que tenía fama de ser susceptible, se sintiera ofendido.

Los botes deslizantes llegaron al alcance de los arcos. Al principio los guerreros no estaban preocupados. Los thanois, con sus manos gruesas rematadas en garras, no servían como arqueros. Pero las flechas empezaron a caer con un ruido sordo en el hielo que había un poco más adelante y comprendieron que en las murallas había arqueros draconianos. Dos flechas alcanzaron en el costado de un bote y los astiles se cimbrearon clavados en la madera.

Harald ordenó detener los botes. Arriaron las velas, las embarcaciones perdieron velocidad y, finalmente, se pararon.

Los guerreros contemplaron las altas murallas en un sombrío silencio. Nada de vítores, ni euforia, como había ocurrido al inicio del viaje. Los Bárbaros de Hielo rondaban la cifra de trescientos y se enfrentaban a un ejército de más de un millar. Estaban al descubierto, en campo abierto, mientras que su enemigo estaba protegido tras una fortaleza de hielo. Derek aún no había admitido la derrota, pero incluso él estaba amilanado.

Una piedra enorme, lanzada desde la muralla, se estrelló en el hielo, cerca del bote que estaba en cabeza. Si hubiera dado en el blanco, habría pasado a través del casco y quizá habría partido el mástil, además de matar a varios guerreros. Empezaron a caer más piedras sobre ellos, arrojadas por los fuertes brazos de los thanois. Harald se volvió hacia Elistan.

—No podemos quedarnos aquí esperando que consigan hacer una buena diana. O los dioses nos ayudan o tendremos que retirarnos.

—Lo entiendo —contestó el clérigo, que miró a Raggart el Viejo.

El anciano asintió con la cabeza.

—Echad la escala —ordenó Raggart.

Harald se quedó estupefacto.

—¿Es que vais a bajar del bote?

—Así es —contestó Elistan con tranquilidad.

—Imposible. —Harald sacudió la cabeza—. No lo permitiré.

—Tenemos que acercarnos más al castillo —explicó Elistan.

—Eso os pondrá al alcance de las flechas. Os utilizarán para practicar el tiro al blanco. —El jefe negó de nuevo con la cabeza—. No. De ningún modo.

—Los dioses nos protegerán —declaró Raggart, que dirigió una mirada astuta a Harald—. O se cree en los dioses o no se cree, jefe. Las dos cosas a la vez no puede ser.

—Es fácil tener fe cuando estás a salvo y cómodo en la casa larga —lo apoyó Elistan.

Harald frunció el entrecejo, se rascó la barba y miró a uno y a otro. Los guerreros se arremolinaban a su alrededor y observaban al jefe, esperando a ver qué decidía. A Laurana la asaltó repentinamente una duda. Aquello había sido idea suya, pero en ningún momento había tenido intención de que Elistan pusiera la vida en peligro.

Como el clérigo había dicho, era fácil tener fe cuando se estaba seguro y cómodo. Deseaba hacerle cambiar de idea. Como si le hubiese leído el pensamiento, miró en su dirección y le dedicó una sonrisa tranquilizadora. Laurana, esperando que irradiara confianza en lugar de denotar su vacilación, le respondió con otra.

—Soltad la escala —ordenó finalmente Harald, aunque de mala gana.

—Iré con ellos —se ofreció Sturm.

—Ni hablar —le ordenó Derek—. Te quedas con nosotros, Brightblade. —Luego añadió en solámnico—: Si ese absurdo plan funciona, cosa que dudo, me propongo entrar en el castillo y quiero tenerte cerca para que nos ayudes.

A Sturm no le gustaba ni un pelo, pero no podía hacer nada. Era un escudero, comprometido a servir a los caballeros.

—De todos modos no podrías protegernos, señor caballero —le dijo Raggart el Viejo—, pero gracias por el gesto.

El clérigo de Habbakuk asió su medallón con una mano y alzó la otra para pedir silencio. Los guerreros se callaron y muchos inclinaron la cabeza.

—Dioses de la Luz, acudimos a vosotros como niños que se escaparon de casa con rabia, y ahora, tras años de vagabundear, perdidos y solos, por fin hemos encontrado el camino de vuelta a vuestro amoroso cuidado. Acompañadnos ahora, pues vamos en tu nombre, Rey Pescador, y en el tuyo, Dios Padre, a combatir el mal que intenta apoderarse del mundo. Sed con nuestros guerreros, fortalecedles las manos y borrad el miedo de sus corazones. Sed con nosotros. Dadnos vuestra divina bendición.

Terminada la plegaria, Raggart echó a andar. Sus pasos eran firmes, ni rastro de la inestabilidad anterior, y apartó sin contemplaciones la mano de su nieto. Llegó a la escala de cuerda que colgaba por el costado de la embarcación y, asiéndola con manos seguras, empezó a bajar por ella con la agilidad que tuviera de chiquillo hacía más de setenta años. Elistan lo siguió con más lentitud ya que no estaba acostumbrado a las embarcaciones ni a las escalas, pero finalmente los dos estuvieron en el hielo sanos y salvos.

El enemigo se apiñó en las almenas para ver qué pasaba. Al divisar a dos ancianos vestidos con túnicas largas, una de color blanco y la otra de color azul grisáceo, que caminaban hacia ellos sin atisbo de miedo, los thanois comenzaron a ulular y a resoplar con desdén.

—¿Mandáis a luchar a vuestras viejas? —gritó uno de ellos y una áspera risotada general resonó a lo largo de las murallas, seguida de inmediato por una oleada de flechas.

Laurana contempló la escena aterrada, con el corazón en un puño. Las flechas cayeron alrededor de los clérigos. Una atravesó la manga de Elistan y otra se clavó en el hielo, entre los pies de Raggart. Ambos siguieron adelante sin vacilar, sin miedo, con la mano cerrada sobre el medallón.