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—¿Adónde se dirigirá Derek? —se preguntó Laurana, desconcertada.

Derek había corrido hacia la muralla del castillo, pero ahora se desviaba en diagonal y giraba con su pequeña tropa por una esquina hacia la parte posterior del castillo, al mismo borde del glaciar.

Gilthanas entrecerró los ojos para resguardarlos de la brillante luz y señaló hacia una zona próxima al suelo.

—¡Allí! Ha encontrado una vía de acceso.

El hielo se había desgajado de la parte inferior del ventisquero y, como rebanando el costado de una colmena, el desprendimiento de hielo había dejado a la vista decenas de túneles por debajo del castillo.

Derek eligió el más cercano y ordenó a su reducida tropa que entrara.

Gilthanas, Laurana y Tas aguardaron hasta que los caballeros se hubieron alejado lo suficiente para poder seguirlos sin ser descubiertos. Los tres estaban a punto de entrar cuando oyeron unas pisadas fuertes.

—¡Esperad! —gritó una voz gruñona.

Laurana se volvió y vio que Flint, con muchos resbalones y traspiés, corría por la nieve hacia ellos.

—¡Date prisa! ¡Vamos a perderlos! —lo instó Gilthanas, irritado, y caminando sin hacer ruido, se internó sigilosamente en el túnel—. Quédate detrás de mí —ordenó a su hermana—. Y ten cuidado, no vayas a hacerte daño con esa cosa. —Lanzó una mirada furibunda al Quebrantador.

—¿Qué diantre haces tú aquí, cabeza de chorlito? —preguntó Flint a Tas, al que fulminó con la mirada.

—Gilthanas dice que puedo seros útil —contestó el kender, dándose importancia.

—¡Anda ya! —bufó Flint.

Abrumada por la incertidumbre, con la sensación de ser un estorbo, Laurana siguió a su hermano. Tenía que ir. Gilthanas actuaba de un modo extraño. Derek actuaba de un modo extraño. Los dos se comportaban como si no fueran los mismos de siempre, y todo era por el dichoso Orbe de los Dragones.

Esperaba fervientemente que no lo encontraran jamás.

34

La manada de lobos. La trampa. El destino de Laurana

En el cubil de Sleet, ahora vacío, el lobo blanco se encontraba cerca de su amo. Aunque el reptil se había ido, su hechizo aún funcionaba y la nieve caía en grandes copos que descendían suavemente alrededor de los dos y se posaban en la pelambre del animal formando una esponjosa manta blanca. El lobo parpadeó para quitarse los copos de los ojos. Los otros miembros de la manada del lobo permanecían quietos o paseaban cerca de él sin dejar de agitar y erguir las orejas, atentos a cualquier sonido. La hembra dominante, compañera del macho, alzó el hocico y husmeó el aire. Se puso tensa.

Los otros lobos dejaron de moverse, alzaron las cabezas, alertas, atentos a lo que había llamado su atención. La loba miró hacia atrás, a su pareja. El lobo miró a Feal-Thas.

El brujo invernal permaneció inmóvil. La nieve le apelmazaba las prendas de piel y formaba una segunda capa. El elfo miraba fijamente los túneles, a los que alumbraba una luz mágica porque no quería que sus enemigos fueran tropezando en la oscuridad; también él olisqueó el aire. Aguzó el oído.

El suelo tembló como si hubiera un terremoto. Los túneles crujieron y chirriaron. Allá arriba se oyeron los gritos de heridos y moribundos; el sonido de la batalla. El castillo estaba siendo atacado. A Feal-Thas eso le daba igual. Por él, que los dioses de la Luz dieran rienda suelta a sus arrebatos de cólera, que arrasaran aquel lugar hasta sus cimientos. Sólo tenía que aguantar el tiempo suficiente para que él pudiera destruir a los ladrones que andaban tras el Orbe de los Dragones.

La nieve dejó de caer mientras Feal-Thas pronunciaba palabras de magia con las que entonaba un hechizo poderoso. Al principio salmodiaba las palabras del conjuro, pero acabó con un aullido. La piel blanca de las ropas se le adhirió a la carne. Las uñas le crecieron y se curvaron hacia abajo hasta transformarse en garras. La mandíbula sobresalió hacia delante y la nariz se alargó para formar un hocico. Las orejas se le desplazaron hacia arriba y aumentaron de tamaño. Los dientes se desarrollaron y los colmillos, se volvieron afilados y amarillos, sedientos de sangre. Estaba a cuatro patas, sintiendo cómo los músculos se le tensaban en la espalda, percibiendo la fortaleza de las piernas. Se deleitó con su fuerza.

Era un lobo enorme, el señor de los lobos. Superaba en mucho la talla de los otros miembros de la manada, que se movían furtivamente a su alrededor y lo observaban con los ojos rojos, inseguros, cautelosos, pero aun así dispuestos a seguirlo donde los condujera.

Acrecentados los sentidos, Feal-Thas captó lo que los otros lobos olfateaban: el olor a humanos flotaba en el aire gélido. Oyó la respiración jadeante y las firmes pisadas, el tintineo de una espada, algún retazo de conversación, aunque los solámnicos eran parcos en palabras porque reservaban el aire para respirar.

Su trampa había funcionado. Venían a él.

Feal-Thas saltó y echó a correr, los músculos contrayéndose, expandiéndose, contrayéndose, expandiéndose. Las patas se alzaban del suelo, empujando para apartarse de él, se extendían en una larga zancada. El viento le silbaba en las orejas. La nieve le pinchaba en los ojos. Abrió la boca e inhaló el aire mordiente, la saliva le goteó de la lengua que colgaba a un lado de la boca. Sonrió en el éxtasis del disfrute de la carrera, de la cacería y de la perspectiva de la matanza.

Dentro de túnel de hielo, Derek se detuvo para consultar el mapa que le había dado Raggart el joven. Los pasadizos en los que habían entrado no existían trescientos años atrás. El cubil del dragón estaba marcado en el mapa, aunque el antepasado de Raggart no le había dado ese nombre puesto que los dragones no se habían visto en Krynn desde hacía muchos siglos. El cubil aparecía en el mapa como «cueva de la muerte», porque el antepasado había visto un montón de huesos esparcidos por todas partes, incluidas varias calaveras humanas.

Un cubil de dragón abandonado sería el lugar lógico para que Sleet lo usara como su guarida, o ésa era la conclusión a la que Derek había llegado. Gracias al mapa sabía más o menos en qué dirección estaba el cubil y tomó un túnel que conducía hacia allí. La luz del sol, que pasaba a través del hielo, les alumbraba el camino y daba al pasadizo un titilante color azul verdoso. Habían recorrido una corta distancia cuando llegaron a un sitio en que su túnel se cruzaba con otros dos. Derek miró el mapa con el entrecejo fruncido, sin sacar nada o casi nada en claro. Aran señaló de repente la pared de hielo.

—¡Mirad esto! —exclamó.

En la superficie helada había marcadas unas flechas. Una señalaba hacia arriba, en tanto que otra apuntaba a lo que parecía ser un burdo dibujo de un dragón, una figura esquemática con alas y cola. Los caballeros investigaron los otros túneles y encontraron que en cada uno de ellos había flechas similares.

—La flecha que apunta hacia arriba debe de indicar que este túnel lleva al castillo propiamente dicho —dedujo Brian.

—Y este otro conduce al cubil del dragón —apuntó Derek con satisfacción.

—Me pregunto qué significará esa «X» —comentó Aran, que dio un sorbo de la petaca.

—Y quién las habrá labrado —planteó Sturm.

—Nada de eso tiene importancia. —Derek se encogió de hombros y echó a andar por el túnel que tenía dibujada la figura del dragón.

Gilthanas y Laurana, acompañados por Flint y Tas, seguían de cerca a los caballeros; avanzaban por los helados pasadizos en silencio, sigilosos. Se detuvieron cuando oyeron que los caballeros se paraban y escucharon la conversación sobre los túneles marcados. Cuando los caballeros reanudaron la marcha, fueron tras ellos.

El pequeño grupo se movía silenciosamente, manteniendo la distancia, y los caballeros no oyeron nada. Debido al frío, Flint había tenido que dejar atrás la cota de malla y el peto. Aunque se protegía con un coselete de cuero grueso e iba embutido hasta los ojos en montones de pieles y cuero, el enano aseguraba que se sentía desnudo sin su armadura. El crujido de las fuertes botas era el único sonido que hacía, aparte de los rezongos.