Con un ataque de pánico, Laurana comprendió que Gilthanas se había equivocado. El archimago podía hacer magia desde el interior del cuerpo del lobo. Un conjuro la tenía apresada y no podía hacer nada para escapar de él más que aletear inútilmente como una mariposa clavada con un alfiler.
El lobo gruñó y la elfa oyó palabras en aquel sonido bestial.
—¡Te he visto antes!
—No —musitó Laurana, temblando.
—Oh, sí. Te vi en el corazón de Kitiara. La veo a ella en el tuyo y veo al semielfo en el de ambas. ¿Qué es este enredo?
Laurana quería huir. Quería matarlo. Quería caer de rodillas y enterrar la cara en las manos. Pero no podía hacer nada. El lobo se acercó más a ella, pero la elfa estaba paralizada, incapaz de liberarse de aquella mirada cruel.
—Kitiara desea a Tanis y está dispuesta a tenerlo —dijo Feal-Thas—. Si tiene éxito, Lauralanthalasa, lo habrás perdido para siempre. Soy la única persona lo bastante poderosa para impedírselo. Mátame y será tanto como entregárselo a tu rival.
Laurana oía el estruendo de gritos mezclados con el aullido de los lobos. Miró hacia atrás y vio a Brian con la garganta desgarrada, a Aran muerto, a Flint saliendo a gatas de debajo de los cadáveres de los lobos y a Tasslehoff luchando mientras las lágrimas le corrían por las mejillas que abrían surcos en la sangre.
Feal-Thas supo en ese momento que había perdido su dominio sobre la elfa. Vio el peligro que corría. Primero Kitiara lo había dejado en ridículo abocándolo al fracaso y al desastre, y ahora esta elfa estaba allí para rematar el trabajo y acabar con él. Vio a las dos mujeres riéndose de él.
La ira borbotó dentro de Feal-Thas. Si hubiese estado en su cuerpo habría destruido a esa débil mujer con una palabra y un gesto. Ahora tendría que conformarse con despedazarla a dentelladas, darse un banquete con su carne, beber su sangre. Y algún día haría lo mismo con Kitiara.
Laurana sintió que la presa del hechicero se aflojaba, percibió la rabia en los ojos amarillos y vio venir el ataque. Poniendo toda su fuerza en ello, asió firmemente el Quebrantador. Se olvidó de Tanis, se olvidó de Kitiara, puso su pasado, su futuro y a sí misma en manos de los dioses. Se hizo dueña de su propio destino.
Chasqueando los dientes, el lobo saltó sobre ella.
—Que así sea —dijo sosegadamente Laurana, e impulsó el Quebrantador en un arco dirigido a la garganta del falso lobo.
La hoja mágica, bendecida por Habbakuk, sesgó la magia del brujo invernal y penetró profundamente en su cuello. La sangre salió a chorros. Feal-Thas aulló. El lobo blanco se desplomó en el hielo con las mandíbulas abiertas y la lengua colgando mientras le salía sangre y saliva por la boca. Los ojos amarillos, rebosantes de odio, la miraron fijamente. Los flancos del lobo subieron y bajaron con agitación, las patas rascaron y arañaron el hielo que se había teñido con la sangre que manaba a borbotones de la fatal herida.
Unas palabras apagadas, siniestras y punzantes como colmillos, se clavaron en la elfa.
—¡El amor fue mi perdición! ¡Y será la tuya y la de ella!
El odio y la vida se apagaron en los ojos amarillos del lobo. En el mismo instante de morir, el encantamiento que había transformado a Feal-Thas en lobo se rompió. En cierto momento Laurana tenía ante sí el cadáver de un lobo; se limpió de nieve los ojos para ver mejor y, cuando volvió a mirar, el cuerpo del elfo yacía boca arriba en un gran charco de sangre. Tenía la cabeza casi seccionada del cuerpo.
Laurana dio un respingo, la estremeció un escalofrío y se dio la vuelta. Estaba mareada por la conmoción y el espanto. Empezó a tiritar de forma incontrolable. En algún rincón de su mente era consciente de que todavía corría peligro; la manada de lobos podía revolverse contra ella, atacarla. Alzó la vista justo en el instante en que una de las fieras corría hacia ella e hizo un esfuerzo para alzar el Quebrantador, pero de repente el arma parecía pesar demasiado. Jadeando para respirar, aunque le pareció que el aire no le llegaba a los pulmones, se preparó para lo que tuviera que pasar.
El lobo hizo caso omiso de ella. Se acercó con pasos ligeros y silenciosos al cuerpo del elfo, olisqueó la sangre y después echó la cabeza hacia atrás y lanzó un aullido quejumbroso. Al oír el lamento, los otros lobos interrumpieron el ataque y se pusieron a aullar. El lobo acarició con el hocico a Feal-Thas. Entonces miró a Laurana; sus ojos se desplazaron hacia el brillante Quebrantador manchado de sangre. El lobo le gruñó, dio media vuelta y se escabulló. El resto de la manada lo siguió y desapareció por los túneles.
Laurana sintió que le flaqueaban las piernas y cayó de rodillas, con el Quebrantador aferrado todavía en las manos. Tenía la impresión de que jamás podría soltarlo.
Gilthanas se arrodilló a su lado y la rodeó con el brazo.
—¿Te encuentras bien? —preguntó, asustado, cuando consiguió hablar.
—Sí, el hechicero no logró herirme —contestó, notando los labios entumecidos.
De pronto fue consciente de que era verdad. Feal-Thas había intentado hacerle daño con su maldición, pero ésta no la había alcanzado. Si el amor había sido la perdición del elfo, era porque había permitido que algo hermoso se transformara en algo tenebroso y corrompido. De Kitiara, no sabría decirlo. Todo aquello no tenía sentido. Para ella el amor era su bendición y seguiría siéndolo, tanto si Tanis la correspondía con el suyo como si no.
Sabía muy bien que no era perfecta, que habría momentos en que conocería la desesperación, los celos y la pena. Pero, con ayuda de los dioses, el amor la acercaría a la perfección, no le pondría obstáculos en su prosecución.
—Estoy bien —repitió, ahora con voz firme. Se puso de pie y soltó el Quebrantador sobre el cuerpo del hechicero muerto—. ¿Cómo están los demás?
Gilthanas sacudió la cabeza. Sturm se encontraba junto a los cadáveres de Aran y de Brian en actitud protectora. Su amigo estaba pálido, exhausto y cubierto de sangre, pero no parecía que lo hubieran herido. Flint sujetaba con fuerza a Tasslehoff, que agitaba enloquecidamente la ensangrentada Mataconejos y gritaba que iba a matar a todos los lobos del mundo.
Laurana se acercó presurosa al kender y lo abrazó. Tas, embadurnado de sangre, rompió a llorar y se derrumbó en el hielo hecho un ovillo, sacudido por los sollozos.
Derek tenía un corte en la mejilla y marcas de arañazos de garras en las manos y en los brazos. Una de las mangas del abrigo de pieles le colgaba en jirones y le manaba sangre de una dentellada en un muslo. Bajó la vista hacia los cadáveres de Aran y de Brian con el entrecejo ligeramente fruncido, como si intentara recordar dónde los había visto antes.
—Voy al cubil de dragón para buscar el orbe —dijo finalmente—. Brightblade, monta guardia. No dejes que nadie me siga, en particular los elfos.
—Gilthanas y Laurana probablemente te han salvado la vida, Derek —apuntó Sturm con la voz ronca por tener la garganta en carne viva.
—Limítate a hacer lo que se te ordena, Brightblade —replicó fríamente Derek.
Salió renqueando de la cámara en dirección al cubil del dragón.
—Que los dioses lo acompañen —murmuró Laurana.
—¡Ja! Pues lo que es por mí, que la bazofia se vaya con viento fresco —dijo Flint mientras daba palmaditas en la espalda al kender sacudido por los hipidos.
35
El Orbe de los Dragones. El caballero
El Orbe de los Dragones se sentía complacido. Todo estaba saliendo mejor de lo que había esperado. El poderoso archimago que lo había tenido prisionero —y también a salvo, aunque el orbe no se acordaba de eso ahora— había muerto. Con el paso de los siglos el orbe había llegado a odiar a Feal-Thas. Con la esperanza de controlarlo, había intentado repetidamente engatusar al elfo para que lo utilizara. El hechicero había resultado ser demasiado listo para engañarlo y el orbe se había enfurecido y había urdido planes para hallar la forma de escapar de aquel lugar desierto y dejado de la mano de los dioses.