Выбрать главу

La reina Takhisis podría haber informado a Ariakas sobre el paradero de Kit, ya que Su Oscura Majestad tenía bajo una estrecha vigilancia a la Dama Azul, pero Takhisis decidió mantener en la ignorancia a Ariakas. Este probablemente habría visto con buenos ojos la entrada de lord Soth en la guerra, pero no le gustaría ni pizca encontrarse con una alianza entre Soth y Kitiara. Kit ya tenía un ejército que la respaldaba, un ejército que le era leal. Si a eso se sumaba el poderoso Caballero de la Muerte y sus fuerzas, Ariakas empezaría a sentir que la Corona del Poder descansaba sobre su cabeza con cierta inestabilidad. Podría intentar impedir que Kitiara llegara al alcázar de Dargaard, pero Takhisis no estaba dispuesta a consentirlo.

Los cazarrecompensas eran un fastidio para Kit, pero en absoluto representaban un peligro. Ninguno de ellos la reconocería con su disfraz de ocultista de algo rango y nadie la molestaría. Incluso había sostenido una conversación muy entretenida con un cazarrecompensas, a quien facilitó su descripción y lo mandó a una persecución larga e infructuosa. Cuando tomó la calzada que conducía a Foscaterra, la persecución acabó. Nadie deseaba seguirla por aquella tierra maldita.

El viaje fue largo y agotador, y le dio a Kitiara tiempo de sobra para pensar en su encuentro con lord Soth. Necesitaba un plan de ataque. Kit nunca entraba en batalla sin tener uno preparado. Le hacía falta información muy precisa respecto a qué clase de enemigo se enfrentaba; información verídica, nada de leyendas, mitos, historias de vieja, cuentos kenders o cantos de bardos. Por desgracia, no era una información fácil de conseguir. De aquellos que habían visto a lord Soth cara a cara, ninguno había vuelto para hablar de ello.

Lo único que tenía era la información que le había proporcionado Iolanthe al final de su azaroso encuentro en el templo de Neraka. Kit deseó haber prestado más atención a la bruja, haberle hecho más preguntas. Claro que estaba intentando huir para salvar la vida y no era el mejor momento para estar de cháchara. Kit repasó todo lo que Iolanthe le había contado y le estuvo dando vueltas con la esperanza de idear alguna estrategia. Todas las historias coincidían en ciertos puntos: un ejército de guerreros espectrales; una estatua antigua de banshees que paraba el corazón; y un Caballero de la Muerte que podía matar con sólo decir una palabra. Desde el punto de vista de Kit, desarrollar una estrategia para ese encuentro se parecía mucho a planear una estrategia para suicidarse. En realidad, la cuestión era cómo morir de la forma más rápida y lo menos dolorosa posible.

Kit tenía el brazalete que Iolanthe le había dado. La hechicera le había explicado cómo utilizarlo, pero Kit quería saber todo cuanto hubiera que saber sobre ese brazalete. No es que no confiara en Iolanthe. La bruja le había salvado la vida.

Bueno, para ser sincera, tampoco se fiaba mucho de ella, así que llevó el brazalete a una tienda de artículos de magia.

El propietario —un Túnica Roja, como solían ser la mayoría, ya que había que tratar con magia negra, roja y blanca— agarró el brazalete como si ya no fuera a soltarlo. Le brillaron los ojos al verlo y la boca se le hizo agua. Lo acarició con arrobo. La voz se le enronqueció cuando habló sobre él. Le dijo que era un brazalete muy raro y muy valioso. Era el primero que veía, así que sólo conocía ese tipo de brazalete de oídas. Musitó unas palabras mágicas mientras hacía movimientos con las manos sobre él y el brazalete puso de manifiesto su naturaleza mágica. Aunque no se atrevería a jurar por su dios que la joya haría lo que Iolanthe había afirmado —proteger a Kit del miedo inducido por un conjuro y de ataques con la magia—, creía muy probable que el brazalete actuara como se esperaba que lo hiciera. Después, sosteniéndolo amorosamente en la mano, le ofreció a Kit que eligiera a cambio cualquier objeto de los que había en su tienda.

Kitiara logró finalmente rescatar el brazalete de la mano del hombre y se marchó. El Túnica Roja la siguió calle abajo sin dejar de suplicarle que se lo vendiera, y la guerrera tuvo que poner a galope a su caballo para dejar atrás al hombre. Hasta entonces Kit no había sido muy cuidadosa con el brazalete; lo había metido en una mochila y no había pensado mucho en él. A partir de ese momento, lo trató con más cuidado y comprobaba con frecuencia que seguía donde lo había dejado. Sin embargo, el brazalete no consiguió que se sintiera mentalmente más tranquila respecto al encuentro con el Caballero de la Muerte, sino todo lo contrario. Iolanthe no le habría dado un regalo tan valioso a no ser que tuviera la certeza de que iba a necesitarlo.

Era descorazonador. Mucho.

Kitiara decidió hacer algo que no había hecho en su vida: buscar la ayuda de un dios. Takhisis era la responsable de enviarla a esa misión. Al enterarse de que había una pitonisa que transmitía oráculos cerca de la frontera con Foscaterra, Kitiara dio un rodeo para visitar a la vieja arpía y pedir el favor y la protección de Su Oscura Majestad.

La pitonisa vivía en una cueva, y si la peste contaba como exponente de su valía, entonces era extremadamente poderosa. El olor a residuos corporales, a incienso y a repollo cocido bastaba para provocar arcadas a un troll. Kit, que había entrado en la cueva, estaba dispuesta a dar media vuelta y salir de inmediato cuando un rapazuelo, tan sucio que resultaba imposible adivinar si era un chico o una chica, la agarró de la mano y tiró de ella hacia dentro.

El pelo lacio, estropajoso y de un blanco amarillento enmarcaba la cara de la vieja arpía como una madeja enredada. La carne le colgaba nacida de los huesos. Tenía los ojos turbios y desenfocados. Bajo las ropas desgastadas, los pechos le tocaban las rodillas al estar sentada en el suelo, con las piernas cruzadas delante de la lumbre. Parecía encontrarse en una especie de trance porque murmuraba, babeaba y balanceaba la cabeza. El pilluelo alargó una mano exigiendo un donativo de una moneda de acero si Kitiara quería hacer una pregunta al oráculo de la Reina de la Oscuridad.

Kit albergaba sus dudas, pero también estaba desesperada. Le dio la moneda de acero y el pilluelo la examinó para cerciorarse de que no era falsa.

—Es buena, Marm —masculló, y se quedó a ver el espectáculo.

La vieja arpía se despabiló lo suficiente para echar un puñado de polvo al fuego. El polvo chasqueó y siseó; las llamas cambiaron de color y ardieron verdes, azules, rojas y blancas. Hilillos de humo negro se enroscaron alrededor de la vieja arpía, que empezó a gemir mientras se mecía atrás y adelante.

El humo era ponzoñoso e hizo lagrimear a Kit. Le costaba trabajo respirar e intentó de nuevo salir de allí, pero el pilluelo la asió de la mano y le ordenó que esperara; el oráculo estaba a punto de hablar.

La vieja arpía se sentó erguida y abrió los ojos que, de repente, estaban límpidos y lúcidos. Los murmullos eran claros y fuertes, profundos, fríos y vacíos como la muerte.

—«Juraré lealtad y pondré mi ejército al servicio del Señor del Dragón que tenga el valor de pasar la noche conmigo en el alcázar de Dargaard, solo.»

La vieja arpía se desplomó sobre sí misma, mascullando y plañendo como un bebé. Kitiara estaba enfadada. ¿Para eso había gastado una moneda de acero?

—Ya sabía lo de la promesa de ese Caballero de la Muerte —dijo—. Por eso voy allí. Lo que necesito en que Su Oscura Majestad vele por mí. No le serviré de nada si Soth me mata antes de que tenga siquiera ocasión de abrir la boca. Si su majestad me prometiera...

La vieja arpía alzó la cabeza, miró directamente a Kitiara y dijo en un tono irascible y quejoso:

—¿Es que no sabes reconocer una prueba, estúpida muchacha?

La vieja arpía volvió a entrar en aquella especie de trance y Kitiara se marchó tan deprisa como pudo.

Una prueba, había dicho el oráculo. Lord Soth la pondría a prueba. Podría tomarse como algo reconfortante porque significaba que el Caballero de la Muerte se abstendría de matarla en el mismo instante en que pusiera el pie en la entrada. Por otro lado, también podría significar que la mantendría con vida por su valor como diversión. A lo mejor sólo mataba a la gente cuando se aburría de verla sufrir. Kit siguió su viaje al norte.