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—¿Qué has dicho? —gritó Skie—. ¿Nos vamos?

Kitiara respiró profundamente, con un estremecimiento.

—Aterriza —ordenó. Pronunció la palabra con enorme dificultad.

Skie negó con la cabeza y descendió en espiral mientras buscaba un sitio donde posarse. La única zona lo bastante grande era el patio, situado directamente enfrente de la puerta principal del alcázar. El dragón tuvo que hacer virajes muy ajustados y casi en picado, y tuvo que plegar las alas en el último momento para no golpearlas contra alguna torre. Tomó tierra bruscamente, patinó en los adoquines y casi se estrelló contra la muralla.

Kit siguió sentada, inmóvil, unos instantes larguísimos tras el violento aterrizaje. Se sentía como si la estuvieran asfixiando y se quitó el yelmo. Entrecerró los oscuros ojos y apretó los dientes en un gesto decidido. Tras lamerse los labios intentó hablar, pero las palabras no le salían. Skie la entendió.

—Buena idea. Desmonta, señora, y ponte a cubierto. ¡Haré un favor al mundo destruyendo este lugar perverso! —Skie siseó las palabras al tiempo que el chisporroteo de un rayo se le escapaba entre los dientes.

Kit se deslizó hasta el suelo por el costado del reptil, pero no se fue, sino que le puso una mano en el cuello, detestando tener que abandonarlo.

—Ten cuidado —dijo finalmente, y se echó hacia atrás para no estorbarlo.

Skie dio un salto convulso con las patas traseras y se impulsó hacia arriba. Tenía que ganar altitud suficiente con el salto para poder extender las alas sin golpearse en la obra de sillería que lo rodeaba.

Se elevó sobre el alcázar. Extendiendo las alas, se dispuso a sobrevolar la fortaleza en círculos y hacer saltar por los aires torres y almenas con los rayos que creaba con el aliento. Pero un golpe de viento racheado, hirviente, se precipitó desde el cielo, atronador, y golpeó al dragón en el pecho. El reptil luchó contra él agitando frenéticamente las alas al tiempo que arañaba el aire con las patas. El viento sopló con más fuerza y le fue imposible avanzar en su contra. Entonces el viento elevó al dragón y empezó a voltearlo sacándolo del patio y alejándolo del alcázar, del risco y mandándolo de vuelta al mundo alumbrado por el sol. Allí, el viento cesó de repente y dejó caer al desorientado dragón en un campo.

Furioso, Skie alzó la cabeza a la par que agitaba las alas en un gesto desafiante. Sabía muy bien quién había enviado ese viento, pero no iba a darse por vencido. Kitiara lo necesitaba. Al ver que se disponía a alzar el vuelo otra vez, el viento descendió con un bramido ensordecedor y se cayó sobre él. Skie gimió y se desplomó, sin sentido.

Kit contempló la escena con tranquila desesperanza. Había imaginado que Takhisis no permitiría que el dragón se inmiscuyera. Ahora se había quedado sola, sin ayuda.

Tirando a un lado el yelmo, plantada en medio del patio desierto, tiritando, Kitiara miró a su alrededor. No se veía a nadie pero notaba que unos ojos la observaban. El silencio reinaba en el alcázar, pero oía voces que gritaban, gemían y chillaban. No había ningún incendio, pero sentía el calor de las llamas.

Todo a su alrededor —el ambiente inquietante, la amenaza de una muerte atormentadora— palpitaba y latía con una vida horripilante. La querían, deseaban hacerla una de ellos. Su intención era retenerla allí toda la eternidad.

Los cadáveres de los valientes y de los necios que la habían precedido yacían esparcidos por el patio. Todos habían muerto de puro terror a juzgar por la contracción de las extremidades, las bocas abiertas de par en par en un grito de pánico. Ninguno había llegado siquiera a la puerta principal.

El miedo se fue adueñando de ella, inclemente, demoledor, estrujándola, retorciéndole las entrañas. Las piernas le temblaban, el corazón le latía de manera dolorosa, a saltos. Estaba sin aliento. Un sudor frío le corría torso abajo.

Miedo... Terror... Una voz decía algo... La voz de Iolanthe... «Te salvará de morir de puro terror.»

El brazalete mágico. Kit había intentado ponérselo antes de entrar en el patio, pero la joya no le entraba con los guantes de montar puestos. Se lo había quitado y lo había guardado debajo del peto con idea de ponérselo al llegar al alcázar. Sin embargo, estaba tan nerviosa que se había olvidado de la joya por completo. Ahora tanteó torpemente, con manos temblorosas, lo encontró y lo apretó con fuerza.

Una oleada intensamente cálida, como si hubiese bebido aguardiente enano, la inundó y alivió su terror. El palpitar alocado del corazón se moderó, los calambres del estómago y los retortijones de las tripas cesaron. Volvió a respirar a un ritmo acompasado. Empezó a meterse en la muñeca el maravilloso brazalete.

Un cántico sonó dentro del alcázar. La voz de mujer modulaba una única nota, hermosa y terrible, punzante, gemebunda, aguda. La nota impactó en Kitiara como una saeta. Soltó una exclamación ahogada y se encogió. Su mano sufrió una sacudida y dejó caer el brazalete, que resonó en los adoquines.

El terror resurgió, aplastante, demoledor. Desesperada, con un ataque de pánico, cayó a gatas al suelo. En la oscuridad no encontraba el brazalete, lo que era enloquecedor porque veía claramente con el resplandor del feroz incendio. Tanteó con las manos desprotegidas. Los adoquines estaban cubiertos de una capa de ceniza y hollín negro, grasiento. El agua corría en pequeños regueros entre las grietas de las piedras. Kit apartó la mano mojada y vio con espanto que no era agua. Tenía la palma embadurnada de sangre.

La luz del incendio se hizo más intensa y la guerrera vio el brazalete justo fuera de su alcance. Kitiara se lanzó hacia la joya en un intento desesperado de recuperarla. Estaba a punto de asirla cuando dos botas negras y relucientes se plantaron a ambos lados del brazalete. Una capa larga, con el borde deshilachado, caía alrededor de las botas. Una mano enguantada bajó y recogió el brazalete.

Kit alzó los ojos despavoridos.

Ante ella se erguía un caballero. Unos ojos de fuego resplandecían tras las ranuras del yelmo cilíndrico. El resplandor del alcázar en llamas se reflejaba en la armadura de acero. La rosa que adornaba el peto aparecía resquebrajada, ennegrecida y manchada de sangre.

Lord Soth sostuvo el brazalete en la mano enguantada. Los dos puntos ígneos tras las rendijas del yelmo parecieron titilar divertidos. Alzó el brazalete para que la guerrera lo viera y luego, mientras Kit miraba, cerró lentamente la mano sobre la joya. Sonó un chasquido, el ruido del metal al partirse. Soth abrió la mano. Polvo de plata y ónice se escurrió entre sus dedos y centelleó fugazmente a la luz de las llamas antes de disolverse sobre los adoquines húmedos de sangre.

—Eso sería hacer trampas —dijo lord Soth.

Giró sobre sus talones. La capa flotó a su alrededor como ondas en la urdimbre de la oscuridad. Abrió los brazos.

—Eres mi invitada esta noche —añadió.

Las puertas del alcázar de Dargaard se abrieron.

39

El combate de Kitiara. El juramento de lord Soth

Kitiara se incorporó sobre las rodillas en la sangre y miró fijamente las puertas abiertas. Ante ella se hallaba un vestíbulo grandioso, oscuro, vacío y radiante con la luz de las velas de una inmensa lámpara de hierro forjado que había pendido del techo y ahora estaba caída en el suelo, rota y retorcida. Si Kit no se ponía de pie y entraba en aquel vestíbulo, sería un cadáver más tirado en el patio. Skie sobrevolaría el alcázar de Dargaard a la mañana siguiente y vería en los adoquines sus huesos y su carne putrefacta dentro de la armadura azul y el yelmo astado de un Señor del Dragón. Skie la lloraría —sería el único que lo haría— pero acabaría encontrando otro jinete. Ariakas se reiría cuando se enterara y la consideraría una estúpida que se merecía la suerte corrida. Takhisis la despreciaría. Lord Soth recogería el yelmo astado y lo añadiría a sus trofeos. Y ahí se acabaría todo. Kitiara Uth Matar quedaría en el anonimato para siempre. Desaparecería en la oscuridad y en el olvido.