Выбрать главу

Kitiara gimió. El dolor era como tener clavado un cuchillo al rojo vivo. Se dobló por la cintura, con el brazo ciñéndose el costado. Lágrimas de dolor le ardieron en los ojos. Sollozó y después apretó los dientes para contener el llanto. Mordiéndose los labios hasta que le salió sangre, esperó a que el dolor remitiera un poco.

Alguien empezó a cantar. La voz era un mero susurro al principio, pero le puso el pelo de punta y le provocó un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo. Kitiara abrió los ojos y miró a su alrededor, enloquecida.

Tres elfas venían flotando hacia ella, como movidas por corrientes de aire caliente elevándose de llamas invisibles. Tenían la boca abierta, las manos extendidas, y Kitiara comprendió, desalentada, que había escapado de un peligro para caer en otro. Ya había experimentado los efectos debilitadores de una única nota de aquel canto letal.

El cántico se haría más fuerte, más poderoso. Las horrendas notas romperían a su alrededor como una ola impetuosa de angustia demoledora, sus lamentos y su dolor tan desgarrador y patético le pararían literalmente el corazón.

Las elfas se acercaron más con el largo cabello flotando a su alrededor como zarcillos, los ropajes blancos quemados y ennegrecidos, los cuerpos temblorosos por la quejumbrosa canción.

Cabello rubio, pupilas azules, tez sonrosada, ojos rasgados, orejas puntiagudas... Elfas... Doncellas elfas...

Laurana...

—¡Zorra elfa! —gritó Kitiara, enloquecida—. ¡Aunque sea lo último que haga, te mataré!

Sin hacer caso al dolor, profiriendo maldiciones, blandió la espada contra la doncella elfa con grandes, furiosos, letales arcos atrás y adelante, tajando y acuchillando.

Laurana desapareció. Kit sólo hendía el aire.

Bajó la espada y se encontró inmóvil, jadeando y sudorosa, dolorida y ensangrentada, en medio del vestíbulo. Alzando la vista borrosa por la sangre, vio a sus pies una enorme lámpara de hierro forjado. Aunque se había caído hacía siglos las velas seguían encendidas. Un charco de sangre todavía reciente —siempre horriblemente reciente, fresca como un recuerdo— se extendía debajo del metal retorcido.

Más allá de la lámpara había un trono. El Caballero de la Muerte, lord Soth, estaba sentado en él y la observaba. La había estado observando todo el tiempo. Los ojos tras las rendijas del yelmo ardían fijamente, sin altibajos, un reflejo de las llamas apagadas hacía trescientos años. No se movió. Esperó a ver qué hacía a continuación.

El brazo izquierdo de Kitiara estaba empapado de sangre que aún manaba de la herida. Tenía los dedos de esa mano insensibilizados. La mujer respiraba en jadeos dolorosos, desgarradores. El más mínimo movimiento le provocaba una oleada de dolor lacerante por todo el cuerpo. Se había torcido una rodilla y no se había dado cuenta hasta ahora. La cabeza le palpitaba terriblemente. Tenía la vista borrosa y el estómago revuelto.

Kitiara se irguió cuanto le fue posible considerando que cojeaba de la pierna izquierda y no podía apoyar todo el peso en la derecha. Parpadeó para ahuyentar las lágrimas y sacudió la cabeza para apartar los negros rizos de la cara.

Con los brazos temblorosos por la fatiga, consiguió, sólo gracias a un arranque de pura fuerza de voluntad, enarbolar la espada y ponerse torpemente en posición de combate. Intentó hablar, pero no le salió la voz. Tosió y notó el sabor de la sangre. Volvió a intentarlo.

—Lord Soth —dijo—, te reto a luchar conmigo.

Sus ojos irradiaron por la sorpresa y después titilaron. Soth cambió de postura en el trono, y la capa negra, con el repulgo manchado con la sangre de su esposa y de su hijo, se movió a su alrededor.

—Podría matarte sin necesitar siquiera levantarme de mi trono —replicó.

—Podrías —convino Kitiara, que hablaba en jadeos susurrantes—, pero no lo harás porque sería una cobardía, un acto indigno de un caballero solámnico.

Los ojos la contemplaron intensamente; después, Soth se levantó del trono.

—Tienes razón —admitió—. En consecuencia, acepto tu desafío.

Apartando a un lado la capa, sacó de una vaina ennegrecida una espada enorme, un mandoble, y rodeando la lámpara caída se encaminó hacia ella. Cojeando dolorosamente, Kitiara giró sobre sí misma para no perderlo de vista, con la espada preparada.

Era más alto y más fuerte que ella, amén de estar más muerto que ella; aunque no mucho más, a decir verdad. Él no sentía dolor físico, aunque sólo los dioses sabían el tormento espiritual que soportaba. Nunca se cansaría. Podía luchar durante cien años y a ella le restaban unos instantes más de fuerza. Tenía más alcance que ella. Kit nunca conseguiría acercarse a él, pero aquello era lo que había jurado que haría y, por la Reina Oscura, iba a cumplir su promesa aunque fuera lo último que hiciera.

Soth amagó por la izquierda, pero Kit no se dejó engañar porque había visto llegar el verdadero ataque. Paró el golpe y su espada chocó con la de él.

El helor de la muerte y de algo peor, el frío acerbo de la vida sin fin y sin reposo, la asaltó a través de carne y hueso. Se estremeció de dolor y sufrió una arcada al tiempo que luchaba por respirar y no ceder terreno, firme, parando la espada del caballero muerto con la suya, manteniéndolo a raya con los últimos vestigios de coraje, porque la fuerza hacía mucho que se le había agotado.

La espada se le rompió. La hoja se deshizo en fragmentos de acero. Esquirlas y trozos de metal relucieron a la luz del fuego. Kitiara se tambaleó, a punto de caer.

Soth avanzó amenazadoramente hacia ella. Kit metió la mano en la armadura de dragón, aferró la daga oculta entre las escamas y, tiritando, temblorosa, se abalanzó sobre él.

Soth le asió la muñeca de la mano que sostenía la daga y se la retorció. La carne de Kit se congeló bajo su tacto y la guerrera soltó un gemido suave, involuntario, pero se mordió los labios. No le daría la satisfacción de oírla gritar. Esperó, en silencio, la muerte.

Lord Soth le soltó la mano.

Kitiara se aferró la muñeca y lo miró, embotada, sin importarle ya lo que ocurriera después de haber llegado tan lejos, sólo que fuera cuanto antes.

El caballero muerto alzó la espada y Kit se preparó para lo que se avecinaba.

Lord Soth giró el arma en las manos enguantadas y se la tendió, la empuñadura por delante, mientras hincaba una rodilla en el suelo.

—Mi señora —dijo—. Acepta mi servicio.

Kitiara miró fijamente la espada. Lo miró fijamente a él. Esbozó su sonrisa sesgada y después se desplomó en el suelo, hecha un ovillo, una mano por debajo del cuerpo y la otra extendida de forma que los dedos rozaban el charco de sangre que había debajo de la lámpara.

Soth se despojó de la negra capa y tapó con ella a Kitiara para protegerla del frío de la noche. Por la mañana convocaría al dragón para mandarla sana y salva a su destino. Entretanto, vigilaría su reposo.

Esa noche, por primera vez desde su caída, lord Soth excusó a las elfas de entonar el cántico de sus crímenes para que no despertaran a Kitiara.

40

Finis

—Y así termina nuestro relato por hoy —dijo Lillith Cuño. Había mantenido embelesada a su audiencia mientras narraba la historia de sucesos trascendentales que habían tenido lugar en el invierno de 351 D.C. Había hablado sobre la muerte de los dos caballeros, Brian Donner y Aran Tallbow, en un tono sosegado y quedo, y recordó a sus oyentes que podían contemplar el monumento erigido en su memoria en la Sala de los Caballeros, en la isla de Sancrist. Los Estetas que se habían quedado para escuchar el relato intercambiaron una mirada afligida. Lillith no se había casado y todos sabían que había enterrado su corazón junto a Brian Donner, en la tumba del caballero.

Sin embargo, la gente se mostraba reacia a marcharse y muchos querían saber qué había pasado a continuación.

—Os contaré algo más —accedió Lillith con una sonrisa.