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—¡Eso no tiene nada que ver! —lo interrumpió Derek, cada vez más irritado—. Para empezar ¿por qué estamos hablando de Sturm Brightblade?

—Porque si se encontrara en Tarsis por casualidad y precisara nuestra ayuda, estaríamos obligados a prestársela —contestó Brian—. Tanto si es caballero como si no, es coterráneo nuestro.

—Por no hablar de que el enemigo está deseoso de atraparlo —añadió Aran—. El amigo de mi enemigo es mi amigo... ¿O es el enemigo? Nunca me acuerdo.

—Lo primero es nuestra misión —insistió Derek, severo—. Y esta conversación debería acabar. Nunca se sabe quién podría estar escuchando.

Brian echó una ojeada en derredor. La Ciudad Vieja era un vertedero. El empedrado de la calle estaba resquebrajado y roto, sembrado de cascotes y escombros. Pilas de hojas podridas se amontonaban en rincones y huecos de la mampostería destrozada, que era todo cuanto quedaba de los edificios abandonados que estaban parcial o totalmente desmoronados. Grandes robles que crecían en hendeduras en medio de las calles destrozadas eran la prueba de que esa parte de la ciudad estaba en ruinas hacía muchos años, puede que incluso desde el Cataclismo.

—A menos que los ejércitos de los dragones hayan encontrado el modo de reclutar ratas, yo diría que estamos bastantes seguros aquí —comentó Aran al tiempo que espantaba a uno de esos roedores de una pedrada—. En la última hora no hemos visto más seres vivos que esos bichos.

Brian estaba de pie puesto en jarras y miraba a un lado y a otro de la calle polvorienta.

—Creo que Bertrem nos mandó aquí para marear la perdiz kender, Derek. No hay ni rastro de una biblioteca por los alrededores.

—Sin embargo, todo esto está lleno de propiedades valiosas —arguyó Aran—. Cualquiera hubiera pensado que la buena gente de Tarsis las reconstruiría o, al menos, retiraría los escombros para transformar el lugar en un parque o algo por el estilo.

—Ah, pero entonces eso significaría que tendrían que recordar lo que era antaño. Recordar la belleza, recordar la gloria, recordar los barcos de velas blancas, y Tarsis no puede permitirse hacer eso —dijo una voz de mujer que sonó detrás de ellos.

Los caballeros asieron la empuñadura de la espada, si bien no la desenvainaron, y se dieron la vuelta para hacer frente a la desconocida curiosa. La voz de la mujer tenía un timbre agudo, alegre y vivaz, y su aspecto era acorde con la voz. Era esbelta, baja y de tez morena, con una sonrisa insolente y cabello de color rojizo que le caía alborotado sobre los hombros.

Se movía con rápida y silenciosa agilidad; y la sonrisa, amplia e ingenua, le marcaba un hoyuelo pícaro en la mejilla izquierda. Vestía ropas sencillas sin ninguna característica especial y daba la impresión de que se las hubiera puesto sin pensarlo mucho, ya que el color de la blusa chocaba de plano con el de la falda, y la gruesa capa no encajaba con ninguna de las otras dos prendas. A juzgar por su modo de hablar, sin embargo, había recibido una buena educación. Y el acento era solámnico. Brian calculó que debía de tener entre veinte y treinta años.

La mujer estaba en las sombras de un callejón, sonriente, en absoluto desconcertada. Derek hizo una reverencia, muy tieso.

—Mis disculpas por no haberte saludado como es debido, señora. —Hablaba con educación porque era una mujer, si bien su tono era frío por el hecho de que hubiera estado escuchando a escondidas—. No tenía conocimiento de tu presencia.

—Oh, no importa —contestó la mujer con una risa—. Tú debes de ser sir Derek Crownguard.

Derek se quedó boquiabierto. Miró a la mujer sin salir de su asombro y después frunció el entrecejo.

—Te pido disculpas, señora, pero estás en ventaja conmigo.

—¿No me he presentado? Soy tan olvidadiza... Lillith Cuño —contestó a la par que le tendía la mano.

Derek la contempló estupefacto. Las mujeres de Solamnia bien educadas saludaban con una reverencia, no ofrecían la mano para estrecharla, como hacían los hombres. Finalmente tomó la de la mujer en la suya; no hacerlo habría sido un insulto para ella. Sin embargo, como si no supiera muy bien qué hacer con su mano, la soltó lo antes posible.

—¿Por casualidad estás emparentada con los Cuño de Varus? —le preguntó Aran.

—Soy hija de sir Eustacio —contestó Lillith, complacida—. Su cuarta hija.

Derek enarcó una ceja. Desde luego no estaba teniendo mucha suerte últimamente con las hijas de caballeros. Primero, la tal Uth Matar en Palanthas, que al final resultó que era una ladrona. Ahora esta joven, hija de un caballero, vestida con un atuendo que podría haberle quitado a un kender y que hablaba y actuaba con la audacia y la desenvoltura de un hombre.

—¿Cómo está mi padre, señor? —preguntó Lillith.

—Me honra y me complace informar que la última vez que vi a tu noble padre gozaba de buena salud —dijo Derek—. Combatió valerosamente en la batalla del alcázar de Vingaard y no abandonó el campo de batalla hasta hacerse ostensible la superioridad abrumadora del enemigo.

—Pobre papá —comentó Lillith entre risas—. Me sorprende que tuviera la sensatez de tomar tal decisión. Por lo general se queda en medio de la refriega como un enorme estafermo a la espera de que le aticen un golpe en la cabeza.

Tamaña falta de respeto escandalizó hasta lo indecible a Derek; en especial por venir de una mujer.

Aran rió jovialmente y estrechó la mano a Lillith. Brian se la besó, cosa que hizo reír de nuevo a la joven. El caballero se dio cuenta, mientras le sostenía la mano, que tenía los dedos índice y pulgar manchados de un color púrpura oscuro y que en la blusa y la falda de paño había manchas similares, tanto recientes como desvaídas. Brian le soltó la mano de mala gana. Pensó que jamás había visto nada tan encantador como aquel hoyuelo de su mejilla izquierda y deseó hacerla reír otra vez con tal de lograr que el hoyuelo se marcara y ver relucir las motitas doradas en los ojos color avellana.

Creyendo que la actitud de sus adjuntos daba alas a su mal comportamiento, Derek les asestó una mirada ceñuda. Tenía que hablar con esa dama para expresarle su desaprobación, pero lo haría con frialdad.

—¿Cómo me identificaste, señora Cuño? —preguntó.

—Bertrem me puso en antecedentes de la venida de un caballero solámnico que buscaba la legendaria Biblioteca de Khrystann, para que estuviera pendiente cuando llegara —respondió Lillith—. Vosotros sois los primeros, los últimos y los únicos caballeros que he visto por estos pagos desde hace años. Además, te oí mencionar el nombre de Bertrem, así que di por sentado que eras sir Derek Crownguard.

—No di permiso al Esteta Bertrem para que revelara que veníamos aquí —manifestó el caballero, muy estirado—. En realidad, le ordené que guardara el más estricto secreto sobre el asunto.

—Bertrem no se lo dijo a nadie excepto a mí y yo no se lo he dicho a ninguna otra persona, sir Derek —explicó Lillith, marcado el hoyuelo al esbozar una sonrisa—. Y fue una suerte que lo hiciera. Habríais buscado la biblioteca durante años y no habríais dado con ella.

—¡Eres una Esteta! —dedujo Aran.

Lillith le guiñó el ojo, otra cosa impropia de una solámnica bien educada.

—¿Desean los caballeros que los conduzca hasta la biblioteca?

—Si no es demasiada molestia, señora —contestó Derek.

—Oh, ninguna en absoluta, señor —repuso a su vez Lillith, que se cruzó de brazos—. Pero a cambio tendréis que hacerme un favor.

Derek se puso ceñudo. No le gustaba esa joven, y desde luego no le hacía ninguna gracia que lo chantajeara.

—¿Qué quieres que hagamos, señora? —preguntó.

El hoyuelo de Lillith desapareció. Parecía preocupada y, de repente, les hizo un gesto para que se acercaran más a ella. Cuando habló, lo hizo en voz baja.

—En esta ciudad pasa algo malo. Hemos oído rumores...