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Grag se preguntó qué habría de cierto en el rumor de que esos dos eran amantes.

Por fin terminó la conversación y Ariakas se dignó conceder audiencia al draconiano. El emperador se volvió y lo miró directamente a los ojos. Grag se encogió. Era como mirar el Abismo, o más bien, era como entrar en el Abismo, ya que se sintió arrastrado hacia las pupilas, desollado, diseccionado, fragmentado, desechado y tirado, todo ello en un instante.

Grag estaba tan conmocionado que se le olvidó saludar. Lo hizo tardíamente, al ver que las espesas y negras cejas de Ariakas se fruncían en un gesto de desagrado. Kitiara, de pie detrás del emperador, se cruzó de brazos y esbozó aquella sonrisa sesgada al advertir el desasosiego del draconiano, como si supiera y comprendiera lo que Grag estaba sintiendo. Saltaba a la vista que la mujer acababa de llegar, porque todavía llevaba puesta la armadura azul, polvorienta a causa del viaje.

Ariakas no era de los que se andaban con rodeos ni perdía tiempo con chanzas.

—Han llegado a mis oídos muchas versiones sobre la muerte de lord Verminaard y cómo se perdió Thorbardin —manifestó en tono frío y mesurado—. Te ordené que te presentaras ante mí, comandante, para que me cuentes la verdad.

—Sí, milord —contestó Grag.

—Júralo por Takhisis —exigió Ariakas.

—Juro por mi lealtad a su Oscura Majestad que diré la verdad. Que Takhisis me atrofie la mano con la que manejo la espada si miento —prometió el draconiano.

Al emperador pareció satisfacerle el juramento, porque indicó con un gesto a Grag que procediera. Ariakas no se sentó ni invitó al draconiano a que lo hiciera. Tampoco tomó asiento Kitiara, ya que el emperador siguió de pie, pero se puso cómoda apoyándose contra una mesa.

Grag relató cómo había muerto Verminaard a manos de sus asesinos; que Dray-yan, el aurak, había concebido la idea de hacerse pasar por Verminaard a fin de fingir que el Señor del Dragón seguía vivo; que Dray-yan y él habían tramado la caída de Thorbardin; que habrían tenido éxito en la empresa de no ser porque la magia, la traición y los dioses de la Luz habían desbaratado sus planes.

El draconiano se dio cuenta de que la ira de Ariakas crecía a medida que le presentaba su informe. Cuando, de mala gana, Grag llegó a la parte en la que Dray-yan se precipitó por el foso, Kitiara prorrumpió en carcajadas. Ariakas, furioso, desenvainó la espada e hizo amago de avanzar hacia el draconiano.

Grag se calló bruscamente y retrocedió un paso. Las garras se abrieron y se cerraron mientras preparaba un conjuro. Él moriría, ¡pero por Takhisis que no moriría solo!

Sin dejar de reír, Kitiara alargó la mano con aire sosegado y la posó en el musculoso brazo de Ariakas en un gesto apaciguador.

—Espera al menos a matar al comandante Grag hasta que haya terminado de presentar el informe, milord —dijo la mujer—. Yo al menos siento curiosidad por saber el resto de la historia.

—Me alegra que te resulte tan condenadamente divertido —gruñó Ariakas, que hervía de ira. Envainó la espada con un seco golpe, si bien no retiró la mano de la empuñadura y asestó una mirada torva al draconiano—. Yo no le encuentro la gracia. Thorbardin sigue en poder de los enanos hylars, que ahora son más fuertes que nunca puesto que han recuperado ese mazo mágico y han abierto al mundo las puertas que permanecieron cerradas durante tanto tiempo. ¡El hierro, el acero y las riquezas del reino enano, que deberían estar entrando a raudales en nuestros cofres, van a parar a manos de nuestros enemigos! ¡Todo porque Verminaard se las arregló para acabar asesinado y que luego un estúpido aurak con delirios de grandeza cayera en picado a un pozo sin fondo!

—La pérdida de Thorbardin ha sido un duro golpe —convino Kitiara con voz sosegada—, pero no es algo que tenga consecuencias desastrosas, ni mucho menos. Sí, las riquezas del reino enano nos habrían venido muy bien, pero podemos seguir adelante sin ellas. Lo que sí habría que temer sería la entrada del ejército enano en el conflicto, y no veo que haya ocurrido tal cosa. Los humanos odian a los elfos, quienes desconfían de los humanos, y en cuanto a los enanos, no les caen bien a nadie, aparte de que ellos desprecian a las otras dos razas. Es mucho más probable que se ataquen entre ellos que nos hagan frente a nosotros.

Ariakas gruñó. No estaba acostumbrado a perder y seguía disgustado, pero Grag, que echó una ojeada a Kitiara, captó el leve guiño y supo que la crisis había pasado. El bozak se relajó y anuló el hechizo que tenía preparado para defenderse. A diferencia de algunos humanos lameculos que habrían dicho sumisamente al emperador «Gracias por tu interés, milord» mientras Ariakas les cortaba la cabeza, el draconiano no habría muerto sin luchar, y Grag era un enemigo formidable. Tal vez no hubiera podido matar al poderoso Ariakas, pero el bozak, de corpachón escamoso, patas y manos con garras y grandes alas, sí que le había causado algún daño al humano, al menos. La Dama Azul se había dado cuenta del peligro y ésa había sido la razón de que interviniera.

Grag era descendiente de dragones y, al igual que ellos, no sentía el menor aprecio por los humanos, pero dirigió un leve cabeceo de agradecimiento a la Dama Azul. Ella esbozó una de esas sonrisas sesgadas y los oscuros ojos chispearon; Grag comprendió de repente que la mujer estaba disfrutando con aquel episodio.

—Deléitanos con los detalles de la muerte de Verminaard —pidió Kitiara—. Lo atacaron asesinos que se hacían pasar por esclavos. ¿Siguen en libertad esos asesinos, comandante?

—Sí, señora —contestó Grag, envarado—. Los rastreamos hasta Thorbardin. Según mis espías, aún siguen allí.

—Ofreceré una recompensa por su captura, como hice con el Hombre de la Joya Verde —dijo Ariakas—. Nuestras fuerzas, repartidas por todo Ansalon, estarán alerta por si aparecen.

—Yo me lo pensaría bien antes de hacer eso, milord —intervino Kitiara con aquel peculiar gesto en los labios—. No querrás divulgar que fueron esclavos los responsables de asesinar a un Señor del Dragón.

—Entonces buscaremos alguna otra excusa —manifestó Ariakas con iracunda frialdad—. ¿Qué sabemos de esos hombres?

La lengua de Grag asomó entre los dientes, se agitó y después se deslizó de nuevo dentro de las fauces. El draconiano lanzó una mirada rápida a la Dama Azul y vio que la mujer empezaba a perder interés en la conversación. De hecho, alzó la mano hacia la boca para disimular un bostezo.

Grag rememoró todo lo que su difunto socio, el aurak Dray-yan, le había contado sobre los asesinos.

—Verminaard tenía un espía infiltrado en el grupo. Ese hombre informó que procedían de una ciudad de Abanasinia, milord. Un sitio que se llama Solace...

—¿Has dicho Solace? —El aburrimiento de Kitiara había desaparecido de golpe.

—¿No es Solace donde naciste? —preguntó Ariakas, que la observaba con atención.

—Sí, me crié allí.

—A lo mejor conoces a esos miserables —apuntó el emperador.

—Lo dudo —contestó Kit al tiempo que se encogía de hombros—. Hace años que no he vuelto a casa.

—¿Sabes sus nombres? —preguntó Ariakas.

—Sólo un par de ellos... —empezó Grag.

—Tienes que haberlos visto durante la batalla —lo interrumpió el emperador con brusquedad—. Descríbelos, comandante.

—Los vi, sí —masculló el draconiano de mal humor. A decir verdad, los había visto de cerca. Lo habían capturado en cierto momento y sólo gracias a la clemencia de su Oscura Majestad y a su propio ingenio pudo escapar—. Son chusma. Su cabecilla es un mestizo, un semielfo llamado Tanis. Otro es un enano canoso y otro es nada menos que un kender cargante. Los demás son humanos: un mago Túnica Roja, un odioso caballero solámnico llamado Sturm y un tal Caramon, un guerrero todo él músculos.