Lloró en silencio, desmoralizada. Gilthanas la estrechó contra sí, pero mientras trataba de calmar a su hermana no dejaba de dar vueltas en la mente al asunto de los orbes.
—Por lo visto Tasslehoff sabe algo de ese Orbe de los Dragones —susurró—. A lo mejor podrías persuadirle de que te dijera...
Laurana sonrió aunque las lágrimas le resbalaban por las mejillas.
—Si los caballeros dependen de Tasslehoff para obtener información sobre ese orbe, no creo que tengas que temer nada, hermano. Seguro que Tas se ha inventado un cuento maravilloso y los caballeros han sido tan ingenuos que se lo han creído.
—No son estúpidos. ¡Y no digas nada de esto! —le advirtió antes de salir repentinamente de la cueva al mismo tiempo que los caballeros entraban. Empujó groseramente a Brian con el hombro cuando pasó a su lado. La cólera del elfo era tan evidente que Brian se detuvo y se quedó mirándolo, desconcertado.
Laurana suspiró, desalentada, y contempló la nieve negra que caía fuera.
—Nada importa ya, Gil —repitió en tono cansado—. No podemos vencer. Lo único que nos queda por hacer es esperar nuestro turno de morir.
Dejó de nevar, pero las nubes grises no los abandonaron en todo el día ni a lo largo de la noche. No aparecieron dragones y nadie experimentó la sensación de inquietud y de presentimiento que acompañaba a la presencia de un dragón en las inmediaciones. Derek resolvió que no sería peligroso seguir avanzando y se pusieron en camino hacia el sur. Evitaron la calzada principal por temor a los ejércitos de los dragones, por lo que la marcha progresaba lentamente. Tasslehoff, que se había arropado con otra gualdrapa para tener menos frío, aún se encontraba débil, y aunque se mostraba animoso, las piernas, en sus propias palabras, lo estaban dejando tirado porque las tenía temblonas.
Laurana caminaba como si estuviera en trance; movía los pies, iba donde le decían, se paraba cuando le decían que lo hiciera, pero apenas era consciente del lugar en el que se hallaba ni por qué estaba allí. Revivía constantemente los instantes en la posada cuando oyeron el chillido del dragón encima del edificio, seguido de una explosión y el gemido de las gruesas vigas del techo bajo el peso de los pisos altos que se derrumbaban sobre sí mismos, y a continuación los chasquidos que anunciaban que el techo estaba a punto de ceder. Tanis la había levantado por la cintura y la había lanzado lo más lejos posible, salvándola de la destrucción y de morir bajo los escombros.
No era la única sumida en la pena. La angustia de Sturm se reflejaba en su semblante. Flint no hablaba y se mostraba estoico, aunque el dolor por la pérdida de sus viejos amigos era tan profundo como el mar insondable. Tasslehoff sacó un pañuelo que creía que era de Caramon y tuvo que hacer un gran esfuerzo para ahogar un sollozo. Sin embargo, todos lo sobrellevaban con valentía, e incluso encontraban entereza para dirigirle una palabra de conmiseración expresada desmañadamente o darle una afectuosa palmadita en la mano. Elistan intentó reconfortarla, y el afectuoso contacto del clérigo consiguió aliviar un poco su pena, pero cuando el hombre retiró la mano y dejó de hablar, la elfa volvió a hundirse en el desaliento.
Laurana también notaba la creciente impaciencia en los caballeros.
—¡A este paso puede que lleguemos a Rigitt en primavera! —se oyó decir a Derek en tono sombrío.
Percibía la tensión en el ambiente, el miedo que impelía a todos a otear constantemente el cielo. Era consciente de que debía intentar salir del pozo de negra desesperación en el que había caído, pero no quería dejar la oscuridad. La luz allá arriba era demasiado brillante. Las voces sonaban demasiado fuertes y chirriantes. Hallaba consuelo en el silencio. Soñaba que se echaba encima el polvo y las piedras para que la enterraran igual que los escombros habían enterrado a Tanis, y así acabar de una vez con el sufrimiento.
Caminaron hasta que oscureció y se les echó encima la noche. Laurana descubrió que si el día había sido malo, la noche era peor, porque, de nuevo, no pudo dormir.
Amaneció un día frío y desapacible y se pusieron en camino. Con el tiempo, noche y día empezaron a entremezclarse para Laurana. De día caminaba como sonámbula y de noche soñaba que caminaba. No tenía ni idea de la hora que era o lo lejos que habían llegado o cuántos días llevaban de viaje. Era incapaz de comer. Bebía agua sólo porque alguien le ponía un odre en las manos. Embotada por el dolor y la fatiga, caminaba ajena a todo cuanto la rodeaba. Sabía que sus amigos estaban cada vez más preocupados por ella y quería decirles que no se inquietaran, pero incluso eso requería un esfuerzo mayor del que se sentía capaz de hacer.
Entonces llegó el día en que los gritos de alarma la sacaron del letargo que se había apoderado de ella.
Vio a todos con la vista clavada en el cielo al tiempo que señalaban y lanzaban exclamaciones. Aran se había armado con un arco y sujetaba una flecha en la cuerda. Derek agarró a Tasslehoff y lo echó a una zanja llena de nieve. Por su parte, Brian los apremiaba a todos para que se pusieran a cubierto.
Laurana miró intensamente las nubes y no distinguió nada al principio; después aparecieron diez enormes bestias aladas que descendían del cielo haciendo espirales.
Aran alzó el arco y apuntó. Laurana dio un respingo.
—¡No! —exclamó—. ¡Detente!
Al mismo tiempo, Gilthanas lanzó un grito ronco y saltó sobre el caballero, dándole tal empellón que casi lo tiró al suelo. Derek se volvió contra el elfo y le atizó un puñetazo en la mandíbula que lo tumbó. Elistan corrió en auxilio de Gilthanas, que yacía desmadejado en la nieve. Flint se encontraba al lado de Sturm y ambos miraban fijamente el cielo. Sturm había desenvainado la espada y Flint manoseaba su hacha.
—¡No veo nada! —se lamentaba Tasslehoff, metido hasta la rodilla en el banco de nieve y trastabillando—. ¿Qué pasa? ¡No veo!
Aran había recobrado el equilibrio y de nuevo encajaba una flecha en la cuerda del arco. Laurana miró a su hermano, pero Gilthanas estaba inconsciente. Corrió hacia Aran y lo aferró firmemente del brazo.
—¡No dispares! ¡Son grifos!
—Sí, ¿y qué? —repuso él con aspereza.
—¡Los grifos son peligrosos, pero sólo para nuestros enemigos! —gritó Laurana sin soltarle el brazo.
Aran vaciló. Miró a Derek, que tenía fruncido el entrecejo.
—No me fío de ella —dijo éste en solámnico—. Abátelos.
Laurana no entendió las palabras, pero sí la mirada hosca que le asestó y dedujo lo que había dicho. Aran apuntaba de nuevo con el arco.
—¿Puedes derribarlos a todos con una flecha, señor? —instó la elfa, furiosa—. Porque eso será lo que tendrás que hacer. Si sólo alcanzas a uno, los demás nos atacarán y nos despedazarán.
Sturm se puso junto a la elfa y añadió su propia exhortación.
—Confía en Laurana, Aran. Empeño mi vida en ello.
Puesto que los grifos estaban ya casi encima del grupo, poco importaba que Aran confiara en la elfa o no. Las grandes bestias aterrizaron a cierta distancia, extendidas las plumosas alas, las fuertes patas leoninas traseras tocando tierra y aumentando el agarre al hincar las afiladas garras de águila delanteras en el suelo. Los fieros ojos negros los fulminaron con la mirada por encima de los curvos picos.
—Baja el arco —le dijo la elfa a Aran—, Sturm, Flint y todos los demás... Enfundad las armas.
Sturm siguió sus instrucciones de inmediato y Flint metió el hacha en el correaje, si bien no apartó mucho la mano del mango del arma. Aran bajó el arco en tanto que Brian deslizaba lentamente la espada en la vaina. Derek negó con la cabeza en un gesto obstinado y siguió con su arma empuñada.