Ciudadanos y soldados por igual se apartaban para dejar paso a Kitiara y muchos la jaleaban. Ofrecía una buena imagen caminando erguida y orgullosa, la mano sobre la empuñadura de la espada. Kit disfrutó del paseo. El aire frío se llevó los vapores del vino, y las aclamaciones le dieron ánimo y la envalentonaron. Caminó sin prisa y aceptó la adulación de la muchedumbre. Los otros Señores de los Dragones podían esperarla, decidió. No iba a apresurarse por gente como Toede o ese bastardo de Feal-Thas. Tenía que decirle también unas cuantas cosas sobre él a Ariakas.
Los Señores de los Dragones se reunieron en el comedor del Cuartel Azul, el único edificio lo suficientemente grande para acogerlos a ellos y a sus guardias personales. Como ningún Señor del Dragón se fiaba de los demás, hacerse acompañar por la guardia personal se consideraba indispensable.
Lucien de Takar, Señor del Dragón del Ejército Negro, que era mitad humano y mitad ogro, llevaba consigo a dos ogros inmensos que superaban la altura de todos cuantos estaban en la sala y apestaban a carne podrida. Salah Khan era el Señor del Dragón del Ejército Verde. Era humano; su pueblo lo formaban tribus nómadas que habitaban en el desierto y amaban la lucha. Lo acompañaban seis humanos armados con un cuchillo largo de hoja curva metido en el cinturón, así como una cimitarra colgada a la cadera.
Fewmaster Toede llegó rodeado de treinta guardias hobgoblins, todos ellos armados hasta los dientes y apiñados alrededor de Toede, al que apenas se veía tras el escudo que formaban. Ariakas sólo dejó entrar a seis de los hobos. Agobiado por el peso de la armadura, Toede entró en la estancia con un traqueteo metálico y guiado por su guardia, ya que tenía dificultad para ver a través del ornamentado yelmo.
Toede saludó a los otros Señores de los Dragones con mucha coba y baboseo. Ariakas no le hizo ningún caso. Lucien lo miró con asco y Salah Khan con desdén. Aunque no veía bien, Toede percibió la frialdad que reinaba en la sala y se retiró precipitadamente detrás de su guardia personal. Pasó el resto del tiempo dando empujoncitos a sus hobos en la espalda para instarlos a que permanecieran alerta.
Feal-Thas entró en la estancia acompañado únicamente por un lobo blanco enorme que caminaba en silencio a su lado.
—¿Ningún hombre de armas pisándote los talones, Feal-Thas? —preguntó Ariakas, que iba acompañado por seis draconianos bozaks. Uno de ellos, que tenía una de las alas deforme, era uno de los draconianos más grandes que cualquiera de los presentes había visto nunca.
—¿Y por qué iba a traer una guardia, milord? —preguntó Feal-Thas con un gesto de sorpresa—. Aquí todos somos amigos, ¿verdad?
—Unos más que otros —masculló Lucien.
Salah Khan se mostró de acuerdo con un gruñido y Ariakas rió entre dientes. A los otros Señores de los Dragones no les caía bien el elfo oscuro ni confiaban en él. Todos se le habrían echado encima cuchillo en mano para teñirlo con su sangre, excepto el emperador, y no porque le tuviera mucho aprecio; y tampoco Takhisis. Lo soportaban porque, de momento, les era útil. Cuando dejara de serlo, no tendría su respaldo.
—Además —añadió el elfo oscuro mientras se arrebujaba en los ropajes de piel—, en esta sala hay poco a lo que temer.
Salah Khan, con su legendario genio, se incorporó bruscamente al tiempo que desenvainaba la espada. Lucien, prietos los puños, empezó a incorporarse en la silla en tanto que Toede echaba ojeadas hacia la puerta más cercana.
El bozak del ala deforme sacó una espada tan grande como la talla de algunos humanos y se situó delante del emperador.
Feal-Thas siguió sentado, imperturbable, enlazadas sobre la mesa las esbeltas manos de largos dedos. El lobo blanco gruñó amenazador y agachó la cabeza al tiempo que sacudía la cola.
—Enfunda la espada, Salah Khan —ordenó Ariakas de buen humor, como un padre afectuoso que separa a sus niños enzarzados en una pelea—. Siéntate, Lucien. Estamos aquí para tratar asuntos importantes. Feal-Thas, mete en cintura a ese animal tuyo.
Cuando el orden se hubo restablecido más o menos, Ariakas agregó con una mueca:
—Todos estamos un tanto irritados. Si os ha pasado como a mí, no habréis dormido gran cosa anoche.
—Yo he dormido bien, señoría —manifestó en voz alta Toede. Nadie le respondió, y creyendo que no le habían entendido, consiguió, con ayuda de dos de sus guardias, sacarse el yelmo.
—Venero y respeto a Su Oscura Majestad como el que más —intervino Salah Khan con mucho tiento—, pero me es imposible abandonar la guerra en el este para viajar al alcázar de Dargaard. Ojalá pudiera hacérselo entender a Su Majestad. Si hablas con ella, emperador...
—¿Qué es todo eso del alcázar de Dargaard? —preguntó Toede mientras se enjugaba el sudor de la frente.
—Me acosa como a ti, Salah Khan —contestó Ariakas—. Está obsesionada con esa idea de llevar a la guerra a Soth. Sólo habla de eso y de encontrar al Hombre de la Joya Verde.
—¿Lord Soth? —preguntó Toede—. ¿Quién es lord Soth?
—Personalmente, no quiero tener cerca a ese Caballero de la Muerte. Pensad en su arrogancia. ¡Quiere ponernos a prueba! —Feal-Thas se encogió de hombros—. Debería sentirse honrado de servir a cualquiera de nosotros. A casi cualquiera de nosotros —rectificó.
—Oh, ese lord Soth —dijo Toede con un guiño cómplice—. Se puso en contacto conmigo ofreciéndose a trabajar para mí. Lo rechacé, por supuesto. «Soth», le dije. Lo llamo «Soth», ¿sabéis?, y él me llama...
—¿Dónde diablos se ha metido Kitiara? —demandó Ariakas al tiempo que golpeaba la mesa con las palmas de las manos. Se volvió hacia un criado—. ¡Ve a buscarla!
El criado se marchó, pero regresó en seguida para informar de que la Dama Azul entraba en el edificio en ese momento.
Ariakas intercambió unas palabras con el bozak del ala deforme. Él y varios draconianos bozaks tomaron posiciones a ambos lados de la puerta. Lucien y Salah Khan intercambiaron una mirada preguntándose qué estaba pasando. Aunque nadie sabía nada, los dos presintieron que iba a haber problemas y mantuvieron la mano cerca de sus armas. Toede tenía dificultades para ver por encima de las cabezas y los hombros de sus guardias, pero experimentaba la incómoda sensación de que estaba a punto de ocurrir algo peligroso y la única salida que había estaba bloqueada ahora por seis enormes bozaks. El hobo gimió para sus adentros.
Feal-Thas, que había escrito la carta que delataba a Kitiara, se imaginó lo que se avecinaba. Aguardó con expectación. No la había perdonado por matar a su guardián.
Los pasos sonoros de unas botas resonaron en el pasillo y en seguida se oyó la voz de Kitiara que dirigía unas jocosas palabras de saludo a los guardias. Los ojos de Ariakas estaban clavados en la puerta con una expresión torva. Los bozaks situados a ambos lados de la puerta se pusieron en tensión.
Kitiara entró en la sala con la espada golpeando en la cadera y la capa azul ondeando tras ella. Llevaba el yelmo debajo del brazo.
—Milord Ariakas... —empezó, a punto de alzar la mano para saludar.
El bozak del ala deforme la agarró y la sujetó por los brazos. Un segundo bozak le cogió la espada y la sacó rápidamente de la vaina.
—Kitiara Uth Matar —dijo Ariakas en tono sonoro mientras se ponía de pie pesadamente—. Quedas arrestada bajo el cargo de alta traición. Si se te declara culpable del delito que se te imputa, el castigo será la pena de muerte.
Kitiara se había quedado petrificada, mirándolo de hito en hito, boquiabierta y desconcertada, tan sorprendida que ni siquiera se resistió. Lo primero que pensó fue que aquello era una especie de broma; Ariakas era célebre por su malintencionado sentido del humor. Sin embargo, Kit vio en los ojos del emperador que aquello era serio... Mortalmente serio.