Выбрать главу

Echó una rápida ojeada a su alrededor. Vio a los otros Señores de los Dragones —tres de ellos tan estupefactos como ella misma— y comprendió que no se los había convocado a una asamblea. Aquello era un juicio. Esos hombres eran sus jueces y cada uno de ellos codiciaba su puesto de Señora del Dragón del Ejército Azul. Al mismo tiempo que ella se daba cuenta de lo que pasaba, vio que el pasmo de todos ellos daba paso a la complacencia, vio que se echaban miradas sombrías unos a otros mientras tramaban la mejor manera de hacerse con su posición. Para ellos, ya estaba muerta.

Entonces su impulso fue luchar, pero la reacción llegaba tarde. Le habían quitado la espada. Se encontraba inmovilizada en las fuertes garras de un bozak enorme que iba armado con espada y conjuros poderosos. Se le pasó por la cabeza la idea de que sería mejor librar un combate a muerte y perdido de antemano que afrontar cualquiera que fuera el tormento que Ariakas le tenía preparado. No obstante, se contuvo. Los solámnicos tenían la máxima «Mi honor es mi vida» como su credo. El credo de Kit era: «Nunca digas que toca morir.»

Recobró la compostura. No siempre había obedecido las órdenes de Ariakas. Había lanzado ataques por sorpresa cuando tendría que haber puesto un aburrido cerco a algún castillo. Se había apropiado para el uso de sus tropas de ciertos impuestos destinados al emperador. Sin embargo, a ninguna de esas transgresiones se la podía calificar de crimen de alta traición, aunque, por supuesto, si al emperador le daba la gana, podía calificar de alta traición el robo de una empanada de carne de su mesa. Kit no tenía ni idea de a qué venía todo aquello. Entonces vio la leve sonrisa en los labios de Feal-Thas y supo de inmediato quién era su enemigo.

Se irguió, alta la cabeza, impávida y digna en poder de sus captores, y se encaró con Ariakas.

—¿Qué significa todo esto, milord? —demandó con aire de inocencia ofendida—. ¿Qué acto de alta traición he cometido? Te he servido fielmente. Dime qué he hecho, milord. No entiendo nada.

—Se te acusa de conspirar contra el Señor del Dragón Verminaard y planear su muerte contratando asesinos que lo llevaran a cabo —dijo Ariakas.

Kitiara se quedó boquiabierta. La ironía era escalofriante. La acusaban de un crimen del que era inocente. Miró a Feal-Thas, vio ensancharse la sonrisa del elfo y cerró la boca con un chasquido de dientes.

—¡Rechazo y niego rotundamente tal acusación, milord! —La voz le tembló de cólera.

—Lord Toede —dijo Ariakas—, ¿la Señora del Dragón Kitiara, de una forma muy sospechosa, te pidió información sobre los felones que asesinaron a Verminaard?

Toede dio un respingo y se las ingenió para abrirse paso entre el bosque de cuerpos que formaba su guardia personal.

—Lo hizo, milord —contestó mientras se enjugaba el sudor de la frente.

—¡No es cierto! —replicó Kitiara.

—¿Habló con un hombre llamado Eben Shatterstone para recabar, asimismo, información sobre esas personas?

—Lo hizo, milord —repitió Toede, hinchado de placer por ser el centro de atención—. Ese infeliz en persona me lo contó.

Kitiara habría estrangulado al hobgoblin hasta que los ojillos se le hubieran salido de las cuencas. Pero el bozak del ala deforme la tenía sujeta como si las garras fueran un cepo y no pudo soltarse. Se conformó con asestar a Toede una mirada tan amenazadora y malévola que el hobo se encogió y retrocedió para esconderse entre sus guardias, aterrado.

—¡Debería estar esposada, milord! —chilló con voz temblona—. ¡Atada con grilletes!

Kitiara se volvió hacia el emperador.

—Si no tienes más testimonio que el de este saco de mie... —empezó.

—El emperador tiene mi testimonio —la interrumpió Feal-Thas, que se puso de pie con movimientos gráciles y lentos, sin brusquedad—. Como muchos de vosotros sabéis —continuó, dirigiéndose al grupo en general—, soy un brujo invernal. No daré detalles ni explicaciones referentes a esta disciplina mágica a unos no iniciados. Baste decir que un brujo invernal tiene el poder de profundizar en el corazón de otros y llegar a lo más recóndito.

»Miré en tu corazón, Señora del Dragón Kitiara, cuando fuiste tan amable de visitarme en mi aislamiento helado, y vi la verdad. Enviaste a esos asesinos a matar a lord Verminaard con la esperanza de sustituirlo en el puesto de Señor del Dragón del Ejército Rojo.

—¡Mentira! ¡Embustero! —Kitiara se lanzó sobre Feal-Thas con tanta rabia que el bozak que la sujetaba casi perdió el equilibrio—. ¡Debí acabar contigo en el Muro de Hielo!

El elfo oscuro miró a Ariakas de un modo que fue tanto como decir: «¿Necesitas más pruebas, milord?», y se sentó, impasible al arrebato de Kit.

Dándose cuenta de que lo único que había conseguido era empeorar las cosas, Kitiara consiguió recobrar la calma, más o menos.

—¿Le crees, milord? ¿Crees a un elfo comemierda antes que a mí? ¡No tengo nada que ver con la muerte de Verminaard! ¡Su propia estupidez lo mató!

Ariakas desenvainó la espada y la lanzó sobre la mesa.

—Señores de los Dragones, habéis oído los testimonios. ¿Cuál es vuestro veredicto? ¿Es Kitiara Uth Matar culpable del asesinato del Señor del Dragón Verminaard, o es inocente?

—Culpable —dijo Lucien con una sonrisa.

—Culpable —dijo Salah Khan, relucientes los oscuros ojos.

—¡Culpable, culpable! —gritó Toede, que añadió con nerviosismo—: ¡Y por lo tanto debería estar fuertemente sujeta con grilletes!

—Lo siento, Kitiara —dijo Feal-Thas en tono grave—. Disfruté con nuestro encuentro en el Muro de Hielo, pero mi deber es para con mi emperador. Tengo que declararte culpable.

Ariakas giró la espada y la punta señaló a Kitiara.

—Kitiara Uth Matar, se te ha declarado culpable de la muerte de un Señor del Dragón. El castigo por ese crimen es la pena de muerte. Mañana al amanecer serás conducida al Estadio de la Muerte, donde serás ahorcada, destripada y descuartizada. Tus despojos se clavarán en picas a las puertas del templo para que sirvan de escarmiento a otros.

Kitiara permaneció en silencio. Había dejado de forcejear y despotricar.

—Cometes una terrible equivocación, milord —dijo serenamente—. Te he sido leal mientras que todos éstos han sido traicioneros. Pero eso se acabó, milord. Se acabó. Eres tú quien me ha traicionado.

—Llévatela. —Ariakas hizo un gesto al bozak del ala deforme como si tirara basura fuera.

—¿Adonde, milord? —preguntó el bozak—. ¿La llevo a La Jaula o a las mazmorras del templo?

Ariakas se quedó pensativo. La Jaula era la cárcel de la ciudad y siempre estaba abarrotada y al borde del caos la mitad del tiempo. Las fugas no eran cosa habitual, pero se daban, y si había alguien capaz de fugarse de una prisión, esa persona era Kitiara. La meterían en una celda con otros prisioneros; prisioneros varones. Se la imaginaba seduciendo al carcelero, a los guardias, a sus compañeros de celda e instigando una revuelta.

Las mazmorras del templo eran más seguras y estaban menos atestadas. Allí era donde se encarcelaba a la mayoría de prisioneros políticos, si bien Ariakas dudaba de mandar a Kitiara al templo. Los clérigos oscuros y el Señor de la Noche no le tenían ningún aprecio porque la mujer había manifestado abiertamente que los consideraba unos lameculos que, aparte de comer y dormir, no hacían nada, mientras que el ejército se encargaba de la dura e ingrata tarea de ganar la guerra. Aun así, el Señor de la Noche tenía celos de Ariakas y Kit podría encontrar la forma de ganárselo y ponerlo de su parte.

Estuviera donde estuviese encarcelada, Kitiara sería un peligro mientras estuviera viva. Ariakas empezó a arrepentirse de no haber programado la ejecución de inmediato en vez de esperar al espectáculo público. Pero ya era tarde para cambiar de opinión. Los otros Señores de los Dragones olfatearían el tufillo a flaqueza. Sólo se le ocurría un sitio donde la mujer estaría a buen recaudo y completamente inaccesible para cualquiera.